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¿Por qué en las crisis aumenta el racismo? de José A. Cuesta

Recurro este mes para el post de ciencia a mi amigo  Jose Cuesta, que ya nos ilustró hace un tiempo sobre lo que es la entropía. En los últimos tiempos ha estado estudiando con modelos sencillos la relación entre la aparición de intolerancia y las dificultades económicas, y sí, amigo lector, puede haber una relación entre ambas. Pero mejor dejemos a Jose que lo cuente:

En 2012 muchos temores europeos se vieron confirmados cuando Amanecer Dorado, un partido de ideología neonazi, consiguió 21 escaños en las elecciones al parlamento Griego. Ese partido se fundó en los 80 y hasta 2010 no había conseguido más que un representante en el ayuntamiento de Atenas. ¿Qué había cambiado? Nadie tiene duda al respecto: la crisis económica, una de las mayores que ha azotado al mundo desde 1929, y que se está viviendo de forma particularmente dura en Grecia.
La conexión entre situaciones de estrés económico y brotes de intolerancia no es nueva. Los libros de Historia explican, por ejemplo, cómo el auge del antisemitismo en Alemania se produjo en medio de la peor crisis económica que había vivido. También hay estudios clásicos que correlacionan las caídas del precio del algodón con el incremento de linchamientos de negros en los estados del sur de EE.UU., durante el periodo 1882-1930. Los psicólogos y sociólogos explican esta correlación mediante la teoría del 'chivo expiatorio', según la cual los seres humanos tendemos a buscar un culpable en quien desahogar nuestra frustración, y quién mejor que una minoría. Pero, ¿eso es todo? ¿Y si detrás de todo esto no hubiera más que el clásico balance de costes y beneficios? ¿Y si resultara que la intolerancia brota porque a los intolerantes les va mejor que a los tolerantes? Porque eso es lo que parece sugerir un modelo de reciprocidad indirecta que hemos analizado y publicado recientemente.
Cuando se habla de modelos hay que poner todo tipo de señales de precaución. Modelos como este que explicaré a continuación tienen que hacer drásticas simplificaciones tanto del comportamiento humano como del entorno. En consecuencia uno siempre puede pensar que los resultados son válidos sólo para el modelo, pero no se pueden extrapolar a la realidad. Aun admitiendo que esta crítica siempre es válida, hay que decir en favor de los modelos simples dos cosas (al menos): una, que en realidad, cuando hablamos de poblaciones humanas, los detalles individuales empiezan a borrarse dominados por el comportamiento colectivo, la 'masa', y la masa está bastante mejor descrita por los modelos que los individuos; y la otra es que cuando un modelo predice un comportamiento emergente que no podría predecirse en absoluto a partir de los ingredientes, y que se aproxima sorprendentemente al comportamiento real, quizá hay que empezar a tomárselo en serio y no desdeñar sin más sus conclusiones.
Dicho esto, paso a describir el trabajo en cuestión. El modelo que hemos utilizado se basa en un modelo de reciprocidad indirecta introducido hace una década por Hannelore Brandt (ahora De Silva) y Karl Sigmund, de la Universidad de Viena. Reciprocidad es un mecanismo por el cual se nos recompensa por la ayuda que prestamos. En la reciprocidad directa yo te ayudo a ti y luego tú me ayudas a mí. En la indirecta yo te ayudo, no para que me devuelvas el favor, sino para que los demás, testigos de mi altruismo, me recompensen por él. Claramente la reciprocidad indirecta requiere que los actos altruistas se publiquen y que den lugar a una cierta reputación. Además, la reputación va unida a la existencia de códigos éticos, porque tras ella hay un juicio de valor, y este es el aspecto que más interesaba a estos dos investigadores.
En el modelo, una población muy grande individuos interactúan con frecuencia por parejas formadas por un donante y un receptor. El donante puede prestar o no una ayuda al receptor. Si lo hace (denotaremos la acción C, de 'cooperar') le supone un coste, pero también reporta al receptor un beneficio mayor que ese coste. Si no lo hace (lo denotaremos D, de 'defraudar') no hay coste ni beneficio. La población entera conoce el resultado de la interacción entre estos dos individuos y, en función de ello, cada persona juzga independientemente esa acción de acuerdo a su código ético, asignando al donante una reputación, buena (B) o mala (M). (No hay grises en este modelo). Así, un código ético es una asignación de reputación que tiene en cuenta las reputaciones que tenían hasta el momento donante y receptor, y la acción que tiene lugar entre ellos.
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La tabla muestra algunos posibles códigos morales, es decir, cómo se juzga al donante (B o M) en función de las reputaciones de donante y receptor (BB, BM, etc.) y de la acción del donante (C o D). A un individuo que juzga según 1 le parece bueno ayudar y malo no ayudar, independientemente de reputaciones; a uno que juzga según 2 le parece malo interactuar con alguien de mala reputación y juzga como 1 cuando el receptor tiene buena reputación; finalmente, uno que juzga según 3 se diferencia de uno que juzga como 2 en que le parece bueno no ayudar a alguien de mala reputación.
De la tabla se desprende que hay 2⁸ = 256 códigos morales posibles (cada una de las 8 entradas de la tabla puede tener 2 variantes).
Además del código moral, los individuos tienen que decidir si ayudan o no cuando son donantes, y lo hacen en función tanto de su propia reputación (es decir, la que le habría asignado a su última acción alguien que compartiera su mismo código ético) como de la del receptor. Así pues, en la estrategia de acción hay 2⁴ = 16 posibilidades. Combinando códigos morales con estrategias de acción hay un total de 256 x 16 = 4096 posibles tipos de individuos. Una variedad enorme. Cabe preguntarse ahora cuáles de estas variantes resultan más exitosas que las demás. Esta pregunta la respondieron parcialmente Hisashi Ohtsuki y Yoh Iwasa, de la Universidad de Kyushu (Japón), un estudio que completamos recientemente nosotros. El resultado es fascinante: tan solo 8 de estas combinaciones son tales que ningún individuo ganaría más si cambiase su código ético o su estrategia de acción. Las llamaremos 'las ocho principales'. Pero lo mejor es cómo son dichas estrategias. La siguiente figura ilustra sus códigos éticos y estrategias de acción.
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Como se puede ver, todas ellas comparten ciertas propiedades: (a) les parece bueno ayudar a alguien bueno y malo no hacerlo; (b) les parece bueno que alguien bueno rehuse ayudar a alguien malo, y (c) son coherentes en el sentido de que actúan para tener buena reputación si se juzgaran a sí mismos. En lo demás discrepan (los asteriscos, que pueden ser B o M), pero siempre actúan en consonancia con cómo juzgan. Y ahora, piense el lector cómo juzgaría puesto en la misma situación. ¿No es fascinante que por puro balance de costes y beneficios resulte que los códigos éticos más exitosos se alineen tan bien con aquellos que nos parecen más 'razonables'? La sorprendente conclusión de este trabajo es que la moral podría ser un resultado emergente de una optimización, aquella estrategia que maximiza nuestra ganancia a largo plazo. Y de ahí a considerarla un producto de la evolución no hay más que un paso.
Bien, pues sobre este modelo se nos ocurrió probar una variante. Decidimos categorizar los individuos en dos tipos, A y B, completamente idénticos excepto por la etiqueta que los distingue. Ahora las posibles estrategias se multiplican porque hay que incluir todos los códigos morales que distinguen un tipo del otro, y el problema se sale de madre. Sin embargo, probamos a hacer algo más sencillo: nos ceñimos a añadir solo aquellas estrategias que resultan intolerantes, es decir, estrategias que (a) con individuos de la misma clase se comportan siguiendo la ética de una de 'las ocho principales'; (b) consideran malo a cualquier individuo de la otra clase, haga lo que haga, y (c) juzgan bueno no prestar ayuda a individuos de la otra clase y malo hacerlo. Por contra, las estrategias que no distinguen A y B se consideran tolerantes.
Y hay aún otra cosa. Es común en los análisis de estos modelos incluir una pequeña probabilidad de que los individuos cometan errores. Esto suele ser un tecnicismo que evita ciertas singularidades que ocurren cuando todos los individuos son infalibles. Pero en nuestro caso, uno de estos errores tiene interpretación interesante. Se trata del 'error en la acción', que consiste en una probabilidad de no ayudar cuando nuestra estrategia de acción dice que deberíamos hacerlo. Esto puede interpretarse como un error, pero puede también entenderse como una limitación de los recursos: si no tengo recursos suficientes, puede que ni siquiera pueda asumir el coste de ayudar, aunque quisiera hacerlo. Así que este error se convierte en una medida del estrés económico: cuanto más difícil sea la situación económica más veces tendré que rehusar ayudar aun cuando debiera o quisiera hacerlo.
Y con estos dos nuevos ingredientes hicimos el mismo tipo de análisis de estabilidad que condujo a identificar 'las ocho principales': probar si individuos que cambian de estrategia pueden obtener mayor beneficio a largo plazo. Y estudiamos todas las situaciones: dos subpoblaciones tolerantes en las que un individuo de una de ellas se vuelve intolerante; una subpoblación tolerante y otra intolerante en la que un individuo de una de ellas cambia, y dos subpoblaciones intolerantes en las que un individuo de una de ellas se vuelve tolerante. Y en todas estas situaciones analizábamos cuál de las estrategias era más exitosa. De 'las ocho principales', seis muestran un comportamiento similar, que queda reflejado en la siguiente figura.

 

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En horizontales se representa la fracción de individuos de tipo A, y en verticales la probabilidad de defraudar cuando habría que cooperar (el estrés económico). La relación beneficio/coste es 2:1. Las letras de la etiquetas que forman un par indican el caracter de cada subpoblación (en orden AB), y la tercera letra el carácter del 'invasor', que si está a la izquierda es de tipo A y a la derecha de tipo B. Las etiquetas explican qué ocurre en cada región. La azul es la zona de parámetros en que A y B son tolerantes, pero A es invadida por un brote intolerante (en otras palabras: la versión intolerante de la moral es más beneficiosa a largo plazo). Si la población consta de intolerantes A y tolerantes B, en la región roja A puede ser invadida por individuos tolerantes, mientras que en la amarilla B puede ser invadida por individuos intolerantes. La zona verde es la más peligrosa, porque en ella dos invasiones sucesivas pueden transformar toda la población de tolerante en intolerante.
Obsérvese que el primer brote de intolerancia (zona azul) sólo ocurre por encima de un valor mínimo del estrés económico. Ese mínimo es menor cuanto menor es la ratio beneficio/coste. Además, la intolerancia se impone más fácilmente sobre una minoría que sobre grupos más representativos (el borde de la zona azul crece con la fracción de individuos susceptibles a la intolerancia). Por otro lado, una vez se ha impuesto la intolerancia en una subpoblación, ésta puede desaparecer si la situación económica mejora (zona roja), pero de nuevo es más fácil revertirla en minorías que en grupos más grandes. Finalmente, si toda la población se vuelve intolerante ya no hay forma de recuperarla ni siquiera en condiciones económicas óptimas. Hace falta introducir incentivos especiales para ello.
Curiosamente, las dos 'principales' que nos quedan tienen un comportamiento radicalmente distinto ante la intolerancia. En una población que usa una de estas dos estrategias no puede haber brotes de intolerancia, no importan las dificultades económicas. Además, en caso de que inicialmente una parte de la población (incluso toda) fuera intolerante, casi siempre es posible revertir la intolerancia. ¿Que qué diferencia hay entre estas dos y las otras seis 'principales'? Pues la tabla siguiente lo aclara.
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Es decir, de entre los códigos morales de 'las ocho principales', estas dos son las más estrictas contra los individuos de mala reputación, que tan solo pueden mejorarla si ayudan a individuos de buena reputación. (¿Quizá esto explica por qué en España la intolerancia parece norma?)
Resumiendo: Este modelo de reputación sugiere, por un lado, que la moral emerge como consecuencia de un balance de costes-beneficios, y por otro, que las dificultades económicas pueden producir brotes de intolerancia entre las minorías, de nuevo como consecuencia del mismo balance costes-beneficios. Esto hace, además, que si las condiciones mejoran los brotes de intolerancia desparezcan (aunque hay histéresis, y no basta con que recuperemos la condición de partida; es posible que haya que mejorarla mucho más), a menos que ya se hayan extendido por toda la población. Pero el modelo hace una predicción más, y una predicción particularmente interesante: los códigos morales que castigan con más severidad las malas reputaciones son los más resistentes a brotes de intolerancia.
Ahí queda eso. Vuelvo no obstante al disclaimer del principio: el lector debe tomarse todos estos resultados con un grano de sal. No deja de ser un modelo, y un modelo extremadamente simple. Hay infinidad de factores que estamos dejando fuera y que seguramente alterarían de forma importante el resultado. No me atrevería a afirmar que hemos demostrado que la intolerancia no es más una consecuencia de un balance de costes-beneficios. Pero no cabe duda de que, precisamente porque el modelo es tan simple, los resultados son más impactantes porque lo familiares que resultan. Lo que sí que se deduce del modelo es que deberíamos abordar un estudio experimental del problema desligado lo más posible de nuestros prejuicios sobre este tema. Eso sí que podría resultar revelador.