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Altruismo, normas sociales y política pública

 

Money calculation for economy

El altruismo es un fenómeno fascinante para los economistas. Una premisa general del análisis económico del comportamiento humano es la toma de decisiones sobre la base de costes y beneficios que recaen únicamente sobre nosotros mismos. A simple vista, el altruismo no encaja muy bien en este planteamiento. ¿Es el altruismo irreconciliable con el homo economicus?

Una primera forma de reconciliación pasa por la existencia de una preferencia intrínseca por el altruismo. La pregunta entonces es ¿por qué nos gusta ser altruistas? Una explicación razonable es que las sociedades con mayor abundancia de altruistas han tenido mayores probabilidades de supervivencia a lo largo de la historia. Por ejemplo, durante siglos, el altruismo puede haber funcionado como un mecanismo de seguridad social, haciendo que las culturas más altruistas hayan tenido más probabilidades de prosperar. Por tanto, descendemos mayoritariamente de sociedades donde el altruismo ha sido importante durante mucho tiempo, y forma parte de nuestras preferencias. Podéis leer más sobre la evolución del altruismo y la cooperación aquí, aquí, o aquí.

Una segunda forma de reconciliación pasa por la posibilidad que el altruismo no sea realmente altruismo, sino que simplemente busque unos beneficios un tanto diferentes de lo habitual, de tipo reputacional. Esto plantea más preguntas: ¿por qué tener una buena imagen nos reporta beneficios?, ¿qué tipo de altruismo nos reporta más beneficios?, ¿valoramos el altruismo por su efectividad o solo por sus intenciones? En Hidden Games, el nuevo libro de Moshe Hoffman y Erez Yoeli (y en varios papers con más coautores y coautoras), encontramos reflexiones y resultados muy interesantes para entender mejor estas preguntas. Por ejemplo, resulta que nuestro comportamiento altruista cambia mucho en función de si estamos siendo observados. Somos menos altruistas cuando tenemos una buena excusa para no serlo, y además, tratamos de propiciar situaciones que nos den tales excusas. Por ejemplo, si estamos por la calle y vemos a un voluntario de una ONG a lo lejos, a menudo cambiamos de acera. De esta forma, propiciamos tener la excusa de no haber donado por no haberle visto, y nuestro vecino que presencia la escena no puede saber con certeza si somos de fiar. Sin embargo, resulta que la misma gente que cambia de acera para evitar al voluntario acaba donando si por casualidad se lo encuentra de cara: en este caso, no hay excusa que valga. Estos resultados nos indican que, efectivamente, parte del comportamiento altruista responde a incentivos reputacionales.

Un resultado muy curioso -para mí, de los más sorprendentes- es que nuestro comportamiento altruista es prácticamente el mismo y obtiene la misma recompensa independientemente de la eficacia de nuestras donaciones, o de la cantidad donada. ¿Por qué la reputación de los altruistas depende del hecho de donar, pero no de donar con más o menos efectividad? Una primera explicación pasa de nuevo por una preferencia intrínseca por las buenas intenciones. Para muchos economistas, acostumbrados a evaluar las acciones desde un punto de vista utilitarista, esta preferencia resulta un tanto extraña. Sin embargo, Hoffman, Yoeli y coautores ofrecen una explicación evolutiva para este fenómeno, basada en la idea que las interacciones sociales son el resultado de un juego repetido. Una coalición de gente que se valora por sus intenciones puede ser más estable y prosperar más que si se valora por sus resultados, especialmente si las intenciones son un indicador más fiable de cooperación en el futuro. En interacciones repetidas, el propio hecho de no tener en cuenta los resultados es una forma de señalizar confianza en la cooperación en el futuro. Esto puede explicar que con el tiempo hayamos adquirido cierto gusto por las buenas intenciones. Los altruistas se adaptan a esta preferencia, y tratan de obtener buena imagen mostrando buenas intenciones.

Una segunda explicación es que las normas sociales que marcan las reglas de una buena reputación se basan en una evaluación coordinada por parte de la sociedad de una conducta en concreto. Cuanto más bien definida, fácilmente observable y evaluable sea esa conducta, más fácil es que surja una norma social a su alrededor. En este sentido, el hecho de donar, o las intenciones, son fácilmente observables y distinguibles, y facilitan que surjan normas sociales que las recompensen, y esto acaba marcando los incentivos de los altruistas. La efectividad, sin embargo, es más difícil de observar y evaluar, lo que dificulta la coordinación necesaria para que se establezca una norma social a su alrededor.

En conclusión, el altruismo se puede entender desde ángulos muy diversos, iluminados con precisión por el trabajo de Hoffman, Yoeli, y coautores. Aunque los incentivos más obvios no entren en la ecuación, existen otros incentivos más sutiles de tipo reputacional que lo explican, además de una preferencia intrínseca por razones evolutivas.

Como apunte final adicional, además de ser interesantes por sí solos, estos resultados me han hecho pensar en lo mucho que cuesta que las políticas públicas se basen en su efectividad, en lugar de premiar las intenciones y las emociones que evocan. Mi lectura es que la forma como la sociedad evalúa a los altruistas guarda similitudes importantes con la forma en que evalúa a los políticos. La coordinación de los votantes para sancionar malas intenciones es mucho más sencilla que la coordinación para sancionar malos resultados (mucho más difíciles de evaluar y de propiciar una conclusión de consenso); y las coaliciones basadas en las intenciones gozan de estabilidad para cooperar de forma sostenida en el tiempo. Los académicos (y no académicos) que queramos que la evidencia tenga un mayor peso en la toma de decisiones haríamos bien en detenernos a pensar cómo sortear estos obstáculos.