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Populismo e Historia Empresarial. La imagen distorsionada de una compañía colonial española

librode Pablo Díaz Morlán

Esta entrada es de Pablo Díaz Morlán, que acaba de publicar su libro Empresarios, militares y políticos. La Compañía Española de Minas del Rif (1907-1967). Hace unos años Pablo nos contó sobre la reconversión industrial del acero en los 80 del siglo pasado y como la misma se organizó mucho más por factores políticos que económicos. Ahí va la aventura de nuestra Compañía Española de Minas del Rif.

La Compañía Española de Minas del Rif (en adelante, CEMR) fue fundada en 1907 para explotar el rico yacimiento de hierro descubierto en el monte Uixan, a treinta kilómetros al sur de Melilla. Fue el resultado de la unión de varios aventureros y capitalistas provenientes de la península y tuvo que pugnar fieramente con otros grupos franceses, alemanes y británicos antes de lograr el reconocimiento de su propiedad sobre las minas. La CEMR parecía un ejemplo sacado del manual de buenas prácticas populistas. Por sí misma, una empresa minera con intereses coloniales representaba a la perfección el papel de culpable ante los ojos de la opinión pública, pero es que, además, sus circunstancias especiales la convirtieron en un blanco seguro para aquéllos que se habían marcado el objetivo de acabar con la monarquía de Alfonso XIII en el primer tercio del siglo XX. Como dijo un destacado republicano en 1912, “el pueblo español está muriendo en Melilla por causas que no le importa defender”. A la impopularidad de la causa colonial se sumaba la sospecha generalizada de que lo único que interesaba a las clases dirigentes eran los beneficios que se pudieran obtener del subsuelo africano. Los más destacados accionistas de la empresa pertenecían a la oligarquía dominante en España, que demostraba en Marruecos su verdadera faz explotadora y cruel, ajena a los sufrimientos de los españoles humildes que por su culpa estaban dejando la vida en una tierra hostil. La mala imagen de la compañía se alimentaba de la relación casi simbiótica entre el poder político y el económico, pues numerosos políticos se sentaban en su Consejo de Administración.

Fueron los socialistas quienes más alto gritaron en el Parlamento, las calles y los periódicos para denunciar la supuesta relación culpable entre la actuación del Gobierno español y las posesiones mineras de unos cuantos capitalistas peninsulares. En nombre de la libertad de los pueblos y del sufrimiento de las clases populares, la hostilidad de los partidos antimonárquicos a la colonización de Marruecos estalló con la guerra de 1909 y se acrecentó a raíz de las dificultades encontradas por el Ejército español para abrirse camino en su zona de influencia, que en 1912 se convertiría en Protectorado, y de la implicación directa y un tanto imprudente de Alfonso XIII. También una parte de la prensa de Madrid se sumó a la campaña de acoso a las autoridades españolas y los intereses económicos establecidos en Marruecos. En sus sabrosas cartas al Rey, Alejandro Gandarias le explicaba que “los periódicos de Madrid, que son numerosos enjambres, han costado ya muchísimos miles de pesetas a la CEMR”. Gandarias se quejaba al monarca de que “los que nos vamos a trabajar a África, removiendo toda clase de dificultades, tengamos que revolotear solos, aislados, envueltos en esta nube de parásitos que se nos echan encima queriendo chupar nuestra sangre, para extirpar una vida naciente”.

La acusación contra la CEMR tuvo tal éxito entonces que sobrevivió como explicación de los acontecimientos marroquíes y ha llegado hasta nuestros días. Al margen de su hegemonía entre los medios de comunicación, su impronta también se dejó sentir en los estudios académicos. Muchos historiadores encontraron en el Protectorado de Marruecos el lugar común que buscaban para confirmar sus intuiciones o prejuicios. ¿Para qué se necesitaba seguir buscando? La CEMR impuso la guerra al pueblo español y la monarquía y el Ejército quedaron a su servicio. El capital manejaba los hilos y el sistema político y militar obedecía. Marx tenía razón y ahí estaba para evidenciarlo la Compañía Española de Minas del Rif: Quod erat demostrandum.

Sin embargo, mirado con detenimiento el asunto era en realidad más complejo. Los intereses económicos que había que defender con las armas españolas no sólo representaban la avidez clásica de la oligarquía por encontrar (dicho a la manera marxista) nuevas fuentes de reproducción del capital. Es evidente que los escasos empresarios que se animaron a invertir en Marruecos buscaban beneficios, pero también lo hicieron porque quedaron emplazados por el poder político para frenar la influencia extranjera –francesa y alemana sobre todo- que se dejaba sentir de forma creciente en el Protectorado. Los testimonios de la época confirman a menudo la dificultad de hallar inversores dispuestos a arriesgar su dinero en un territorio de expectativas tan inciertas. Como le dijo Enrique Macpherson a Alfonso XIII, “el ambiente no est[aba] aún predispuesto para empresas africanas”. El respaldo del Rey a las pocas compañías que se establecieron en Marruecos, tales como la CEMR, actuó como un acicate para los remisos capitalistas peninsulares, que en muchos casos aceptaron a regañadientes comprometer unos pocos miles de pesetas a cambio de no perder el favor real.

El monarca fue un decidido partidario de la expansión en el norte de África y del uso de las armas españolas en un empeño que consideraba el destino manifiesto de la nación, y el conde de Romanones también lo veía de esa manera: “No me cabía duda de que Marruecos encerraba la última carta que a España se le ofrecía para ocupar un puesto digno de su Historia en el concierto europeo”. Las claves de la política exterior de España pasaban por Marruecos porque tenía que cumplir con los compromisos internacionales adquiridos en su pequeña esfera de influencia en torno a Ceuta y Melilla si deseaba verse reconocida por las potencias europeas tras el desastre de 1898. Además, con el tiempo el factor militar comenzó a tener un peso creciente y una lógica autónoma. El Ejército deseaba vengar antiguas derrotas y recuperar su prestigio perdido y sus oficiales necesitaban una guerra para lograr ascensos. Todo ello se vio envuelto en un espíritu nacionalista agresivo que encontró en Marruecos su justificación.

En la pugna por la titularidad del yacimiento, la CEMR se apoyó completamente en el Gobierno español para vencer a sus oponentes, y cada vez que el Estado hubo de intervenir lo hizo en favor de los intereses de la CEMR. Quienes deseaban llevar a cabo una iniciativa empresarial debían contar con el poder político suficiente para abrirse camino a base de influencias y presión diplomática. Así, las minas del Rif constituyen un excelente ejemplo histórico de que, cuanto menor es la seguridad que disfrutan los derechos de propiedad, mayor es la necesidad de los empresarios de buscar apoyo político, porque mayor es el grado de discrecionalidad que caracteriza a las reglas del juego. Pero sólo parcialmente puede traducirse como una captura del Estado, porque los sucesivos Gobiernos españoles marcaron su propia agenda en la estrategia de colonización en África. El apoyo a la CEMR quedó siempre condicionado a que no se alejara del objetivo de españolizar las minas evitando que cayeran en manos foráneas.

Para lograrlo, España hubo de hacer frente a una situación compleja en la que las garantías para la propiedad brillaron por su ausencia. Se vio obligada a pactar con cabecillas rebeldes para poder acceder a las minas que estaban bajo su dominio. Mediante el pago de importantes sumas de dinero, los españoles llevaron a cabo una política conocida como de penetración pacífica basada casi exclusivamente en la corrupción de las autoridades locales, tratando de emular a la que Francia venía realizando en su Protectorado marroquí. Dicha política demostró pronto sus limitaciones pues no fue acompañada de una auténtica implicación en el desarrollo de la zona. Tampoco se implicaron los capitales peninsulares, restringidos en sus medios, temerosos de los riesgos y retraídos por la oposición pública a la aventura marroquí. Los ricos españoles no acudieron raudos a Marruecos dispuestos a ganar con facilidad toneladas de dinero. La figura del Rey resultó decisiva para lograr que se avinieran a participar en una aventura que muchos consideraban desgraciada.

La CEMR, contra viento y marea, acabó siendo una realidad brillante al cabo de los años. Tras la construcción de un ferrocarril que unió el yacimiento con el puerto de Melilla, los primeros embarques de mineral comenzaron en 1914 pero la guerra mundial, el permanente cuestionamiento de la propiedad del yacimiento y la rebelión encabezada por Abd-el-Krim no permitieron pensar en ulteriores inversiones hasta que el Protectorado fue pacificado. A finales de los años veinte se pudo construir por fin un ambicioso cargadero en el puerto de Melilla capaz de dar salida a un millón de toneladas de mineral al año con destino a los puertos europeos. Los accionistas de la compañía vieron premiados sus desvelos con unos elevados beneficios que en su mayor parte se repartieron en forma de dividendos. El camino quedaba al fin despejado y lo mejor estaba por llegar. Atrás quedaron los durísimos esfuerzos realizados por España para pacificar y consolidar su zona de influencia.

El populismo, la demagogia y el uso espurio de las desgracias nacionales no son cosa de hoy en España. El clamor por el fin de la guerra de África que se extendió por el país durante el primer tercio del siglo XX tenía buenos motivos para asentarse en la conciencia de las personas de buena voluntad que no entendían los motivos de tanto sacrificio. La interpretación simplista, distorsionada y maniquea según la cual unos pocos sacrificaron a muchos por engordar sus cuentas de resultados tenía todas las de ganar en un ambiente enrarecido por las luchas políticas en torno a la figura de Alfonso XIII y su régimen envejecido. La CEMR se convirtió así en el perfecto chivo expiatorio de los males de España. No hubo lugar para matices, para reflexionar sobre la política exterior o las obligaciones contraídas con nuestros vecinos. Todo fue una discusión en blanco o negro, un enfrentamiento dialéctico entre categorías demasiado simples. En realidad, todas las naciones europeas hicieron lo mismo que España cuando apoyaron a sus empresas en la colonización de territorios en África y Asia. Pero nuestro país lo hizo con fuerzas menguadas, menor riqueza y un terrible enconamiento de la opinión pública. Fue la chapuza nacional, y no la diferente moralidad o la captura del Estado por la clase capitalista, la verdadera diferencia de nuestro comportamiento colonial.

Díaz Morlán, Pablo (2015), , Madrid, Marcial Pons.