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Poder de mercado y reforma agraria en la Segunda República

Por Ricardo Robledo

Reportaje de la revista Regards sobre la ocupación de fincas en Extremadura en marzo de 1936 con fotos de David Seymour «Chim» /Magnum (foto: ARMHEX)

El dato más preciso sobre la desigualdad de la propiedad de la tierra en España lo ofreció el ministro de Hacienda en 1936: el 1,25 % de los contribuyentes disponía, al menos, de más del 40 % de la riqueza según el catastro realizado mayoritariamente en las provincias latifundistas (Gabriel Franco, Diario de Sesiones, 7 de mayo 1936). La concentración de la propiedad/explotación de la tierra generaba un orden social necesitado de la Guardia Civil, que amparaba relaciones de dependencia y llevaba aparejados bajos niveles de consumo y otras carencias, la principal de ellas la estabilidad institucional. Es sabido que la gran explotación expulsa empleo mientras que la pequeña lo absorbe: no es extraño que el 67 % del paro forzoso se concentrara en las provincias latifundistas. ¿Podría aminorarlo la reforma agraria?

Dar respuesta a esta y otras preguntas es lo que he pretendido con La tierra es vuestra (Robledo, 2022) que dedica una parte importante al análisis de la evolución sociopolítica de la República a través de la conflictividad rural. Desde esa perspectiva se comprende mejor el cambio de una reforma en el corto plazo, como proponía la Comisión Técnica Agraria (CTA), a otra de medio plazo en el verano de 1931. Ante la creciente conflictividad en Andalucía desde el invierno de 1930, se proclamó el estado de guerra en mayo. Y para sostener el orden público, en vez de reforma, se optó por obras municipales para aminorar el desempleo estructural: 315 millones de pts. (los gastos del Estado rondaban los 4.000 millones) para invertir en el segundo semestre del año. Sánchez Román, presidente de la CTA, se sintió desautorizado por la orientación presupuestaria y dimitió el 4 de agosto. La reforma entró en un camino más reglamentista que no impidió asentar temporalmente a unos 40.000 yunteros en Extremadura en 1933-1934.

El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 dio un nuevo impulso a la reforma agraria. Había una diferencia fundamental: con los socialistas fuera del gobierno dando apoyo parlamentario (y sin los radicales de Lerroux, por supuesto), se corrigió la heterogeneidad política que había lastrado al Gobierno provisional. Azaña no era ya quien ponía palos en la rueda del proyecto de 1932 (y se jactaba de hacerlo) sino el que confesaba el 8 de marzo 1936 a una periodista del New York Times haber sido demasiado amable con los terratenientes: “Si los campesinos hubieran ocupado las tierras …[se] habría resuelto la cuestión agraria” (Brenner, 2021). No era un brindis al sol, como demuestra su apoyo a las ocupaciones/legalizaciones de las fincas en Extremadura de varias decenas de miles de yunteros a fines de marzo de 1936. El hispanista estadounidense Malefakis ofreció un cuadro dramático del campo que no comparte la historiografía más solvente (Cruz, 2011; González Calleja et al. 2013; Viñas, 2019). Uno de los movimientos sociales más importantes de la historia contemporánea se llevó a cabo sin víctimas mortales (Espinosa, 2007: 134).

La mayor conflictividad no se dio en el mercado de la tierra sino en el mercado del trabajo (González Calleja, 2014) seguramente porque la cuestión del nivel de los salarios, como afirmaba Max Weber, “es una simple cuestión de poder” (Weber, 1892). El poder de mercado no desapareció, pero tenía que hacer frente a dos restricciones que encarecían el salario: la Ley de Términos Municipales (LTM), que frenaba la competencia del obrero forastero, y la mecanización especialmente de la siega que permitía ahorrar 23 jornales por hectárea. El conflicto estaba servido y se incrementó debido al marco coactivo en el que se desenvolvió el mercado de trabajo que obligaba a la frecuente intervención de la guardia civil y a la aplicación de la jurisdicción militar. Se penalizaron así acciones colectivas que sin ser intrínsicamente violentas lo acabaron siendo por la intervención de agentes represivos (Tilly, 1978).

El objetivo principal del propietario consistió en la defensa de la libertad de trabajo, que iba desde frenar el impacto de la LTM al óptimo de imponer el destajo y el «yo escojo a los obreros que quiero». La respuesta más importante estuvo en la huelga de junio de 1934, la primera -y quizás única- huelga ‘general’ del campesinado que se realizaba en España. La declaración de la recolección como “servicio público” llevaba en la práctica a militarizar a los jornaleros y a situar las reivindicaciones laborales fuera de la ley. Así se aseguraban los beneficios patronales de la mejor cosecha del siglo y se debilitaba la capacidad de la organización sindical a medio plazo. La evolución de los salarios reflejó esta inferioridad.

Hay dos aspectos objeto de frecuente debate que no dejan de estar interrelacionados. El primero es el grado de consistencia de la política reformista. En el mercado de trabajo, la política republicana del primer bienio, al margen de los defectos de aplicación de alguna norma o del partidismo de Largo Caballero contra los anarquistas, potenciaba la constitucionalización del derecho de trabajo (jornada de ocho horas, jurados mixtos, etc.). En el mercado de la tierra habría que valorar otras medidas tan importantes como el rescate de comunales, su uso no oligárquico y el efecto del comunal a largo plazo (Lana, Iriarte, 2015; Beltrán 2016 ). La teoría en la que se basaban los reformadores la expuso sintéticamente de nuevo el Ministro de Hacienda en 1936: «Dependemos del campesinado para crecer». La receta no es universal, pero se adecuaba a una España con escaso desarrollo industrial protegido por el arancel. Diría que buena parte de la historiografía económica, no solo española, se ha basado en “los orígenes agrícolas de la industria” (Jones, 1968) o en la capacidad del sector agrario para sostener la demanda agregada. La reforma agraria por sí sola no tenía capacidad para acabar con el paro, sí para atenuarlo. Podemos plantearnos hipotéticamente lo siguiente. Si contamos a los familiares de los yunteros, unas 375.000 personas tuvieron acceso a la tierra en marzo de 1936 en Extremadura; de haber continuado la reforma ¿se habría pasado a 600.000-700.000 que malvivieron en extrema necesidad en 1945? (Riesco, Rodríguez Jiménez, 2020: 116-117).

Mapa. Partidos y coaliciones que ganaron las elecciones de febrero y marzo de 1936 (F. Sánchez Pérez).

El segundo aspecto hace referencia a la orientación política (no necesariamente antidemocrática) del campesinado. Convertir información o condiciones materiales en votos es siempre complicado. Digamos que el mapa electoral de 1936 no se corresponde del todo con el de la estructura social del campo ni con la divisoria pequeña/gran propiedad como demuestra la heterogeneidad política de las clases medias rurales en las elecciones de 1936. En mi libro creo demostrar el error de Malefakis al difundir la idea de que “la Republica creó enemigos sin necesidad” por obligar al pequeño propietario a incluir sus parcelas en el Inventario de Fincas Expropiables. Ahora bien, si casi el 40 % de los propietarios inventariados de toda España estaban en Cataluña, ¿cómo es que en vez de enfrentarse a la República se comprometieron mayoritariamente con su causa? Estoy convencido de que una explicación meramente agrarista (o economicista) de los procesos electorales (o de la guerra civil) tiene un alcance limitado. La caja de herramientas tiene que ser forzosamente compleja para analizar el fenómeno de la reforma agraria, tuviera el éxito que tuviera, y aún más si lo que se pretende es explorar los orígenes de la guerra civil (debatidos en NeG en esta secuencia de entradas, 12 y 3). Indicadores estadísticos muy endebles sobre la distribución funcional de la renta en los años 30 han dado lugar a especulaciones arriesgadas que han pasado a los manuales de historia económica (Riesco, 2016: 5; De la Torre, 2023:59).