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Miguel Artola Gallego y la historia económica

De Juan Pan-Montojo, Universidad Autónoma de Madrid

Miguel Artola Gallego falleció el pasado 26 de mayo después de una larga y fecunda carrera como historiador. Nacido en San Sebastián en 1923, se licenció en 1945 en Filosofía y Letras y defendió su tesis doctoral en 1948. Su formación tuvo lugar por tanto en la universidad de la primera posguerra, reconstruida, tras la purga de muchos de sus profesores, con la contratación de docentes situados en la órbita ideológica de los vencedores y con el sometimiento de todas las voces a una ortodoxia rígida. Por ese contexto, resulta tan notable el tema elegido por Artola para su tesis: los afrancesados. Su análisis riguroso de un grupo político articulado por su lealtad al proyecto josefino, es decir, a una versión española del napoleónico, resultaba en sí mismo una opción a contracorriente, pues recuperaba uno de los movimientos políticos axiales para comprender el siglo XIX, convertido por el franquismo en el tiempo de decadencia del país, por culpa de quienes como afrancesados, liberales o republicanos se dejaron arrastrar por discursos «anti-españoles». Pero además de recuperarlo, Artola efectuaba una lectura renovadora de este grupo reformista, cuya ubicación en un bando enfrentado al patriota remitía a consideraciones estratégicas, más que a diferencias sustanciales con los reformistas rebeldes que pronto serían conocidos como liberales. La tesis de Artola y la ulterior andadura que lo llevó en 1960 a la cátedra de Historia general de España de la Universidad de Salamanca, tras encargarse de la edición y estudio preliminar de las Obras publicadas e inéditas de Gaspar Melchor de Jovellanos y de las Memorias de tiempos de Fernando VII, del marqués de Ayerbe, y de publicar Los orígenes de la España contemporánea, en 1959, pusieron de manifiesto su autonomía intelectual que iba de la mano de su cautela política. Efectivamente, Artola conjugaba temas, personajes y análisis –e incluso prologuistas como Gregorio Marañón, que aceptó serlo del libro en el que plasmó su tesis doctoral en 1953- que lo situaban entre los más tarde conocidos como «historiadores liberales», sin abandonar nunca la prudencia más exquisita en sus polémicas con la historiografía tradicionalista y renunciando a cualquier gesto político explícito, lo que a su vez implicaba un cierto grado de «colaboracionismo político-cultural» con el Régimen [1]. No se trata aquí de juzgar una estrategia paradójica, que probablemente fuera la única viable para mantener y abrir espacios renovadores en la universidad anterior a la década del desarrollismo cuando, precisamente gracias a la complicidad activa de estos «resistentes silenciosos», irrumpieron con fuerza creciente en el ámbito universitario profesores con nuevos perfiles políticos y una actitud pública muy diferente [2].

Desde Salamanca, primero, y desde la Universidad Autónoma de Madrid, a partir de 1969, Miguel Artola formó a una generación nueva de historiadores y puso en marcha un proceso de renovación historiográfica que tuvo una de sus plasmaciones en 1968 en Textos fundamentales para la historia, una recopilación de textos históricos con objetivos didácticos, precedidos de introducciones breves y por secciones del propio Artola, en la que se explicaban las claves de los textos seleccionados y los elementos que los dotaban de unidad. La obra partía de que «los acontecimientos históricos son hechos cuyo significado sólo se pone de manifiesto cuando son utilizados como datos para construir una teoría. La insuficiencia del relato de los acontecimientos para establecer sus interconexiones y de esta manera darles un significado, determinó la ampliación del campo de la investigación histórica, hasta incluir no sólo las actividades tradicionalmente consideradas como objeto de la Historia –la guerra y la política-, sino las actividades humanas, desde las socio-económicas (estructuras) hasta las intelectuales (mentalidades), pasando por las instituciones» [3]. Esta afirmación inicial de la introducción, así como los textos considerados como fundamentales que le seguían, alejaban a Artola de buena parte de la historiografía anterior tanto por su concepción global, frente a la exclusivamente política, de los procesos de cambio históricos, y por el diálogo con las ciencias sociales, como en su adopción de Europa y de las sociedades americanas, tras su integración en los sistemas políticos europeos, es decir, de Occidente, como espacio en el que enhebrar textos y explicaciones. El hispano-centrismo, que no el eurocentrismo, quedaba superado en el proyecto historiográfico artoliano. En 1973 se inició la publicación de la Historia de España Alfaguara, una historia de España en siete volúmenes, en la que la historia económica ocupaba un amplio espacio. Artola se empezaba a mover de este modo en el ámbito de una nueva historia, en la que siguiendo más los planteamientos de la teoría social y politológica de la modernización (en especial en su versión estructural-funcionalista, como dejaban entrever sus referencias bibliográficas en Partidos y programas políticos, publicada en 1977) que los planteamientos historiográficos de Annales, las «estructuras» pasaban a jugar un papel fundamental. Esa evolución, que no lo llevó a dejar en un segundo plano las cuestiones políticas (probablemente eso explique que no tomase como referencia a Annales), se plasmó en un diálogo con el marxismo, explícito en la introducción de Antiguo Régimen y revolución liberal, aparecida en 1978, que era a su vez un diálogo personal intenso con un entorno en el que la historia social estaba experimentando un claro auge. Desde esa perspectiva se entienden las sucesivas obras que coordinó en el ámbito de la historia económica en el período de la Transición: La renta nacional en la Corona de Castilla en el siglo XVIII (1977), El latifundio. Propiedad y explotación, siglos XVIII-XX (1978), Los ferrocarriles en España, 1844-1943 (1978) y La economía española al final del Antiguo Régimen. IV. Instituciones (1982). No obstante, su gran contribución personal, en un terreno de intersección entre las preocupaciones de historiadores políticos y económicos, fueron La Hacienda del Antiguo Régimen (1982), Estudios de Hacienda: de Ensenada a Mon (1984) y La Hacienda del siglo XIX. Progresistas y moderados (1986). De esta preocupación por una historia integradora, vertebrada por diferentes procesos y fenómenos interrelacionados, en la tradición de la mejor historia del siglo XX, nacería la Enciclopedia de historia de España, que vio la luz entre 1988 y 1991.

Artola no fue un historiador económico. Fue un historiador sin adjetivos, es decir, dedicado a narrar las transformaciones en el tiempo de la sociedad, en su caso de una determinada sociedad: la española, en su vertiente europea (pues ultramar quedaba absolutamente diluido en sus acercamientos), en el período de construcción del Estado nacional. Muchas de sus obras han sido ya superadas desde diferentes perspectivas por el paso del tiempo, como lo son progresivamente las de todos los historiadores, no tanto (aunque también) por la aparición de nuevos restos del pasado, como por las consecuencias de la relectura de los existentes a la luz de las convicciones teóricas, las preocupaciones vitales y los interlocutores de cada generación de historiadores. Pero su capacidad de inspirar proyectos ambiciosos, su afán didáctico, su autonomía y disposición a innovar y su capacidad de dialogar con otras disciplinas y sobre todo con sus coetáneos y ofrecerles, con las herramientas del historiador, preguntas para replantearse su presente y su futuro, deberían seguir siendo un ejemplo para quienes quieran ejercer este modesto y singular oficio de constructores de relatos del pasado. Unos relatos que, como habría dicho Artola, son solo comprensibles en el marco de modelos de cambio histórico, es decir, de teorías históricas –inseparables, aunque diferentes, de las ofrecidas por las restantes ciencias sociales y las humanidades-, sometidas al contraste con los propios hechos de los que quieren dar cuenta los historiadores. Historia-problema, frente a la pre-teórica e ingenua historia-secuencia de acontecimientos. Historia en la que la producción y reproducción material de las sociedades constituye un elemento esencial –estructural, se decía en el vocabulario artoliano de los setenta-ochenta-, por más que no sea un ámbito autónomo ni subordinado a otros ni determinante del conjunto de procesos de cambio, al menos no de forma universal y, por lo tanto, ahistórica. En definitiva, una historia, la teorizada y difundida por Artola, que constituye una disciplina guiada por sus propias normas y objetivos (entre ellos el ideal de verdad factual), pero no encerrada en sí misma ni ajena al mundo que rodea a sus constructores.


[1] Lo de historiadores liberales y el colaboracionismo político-cultural está sacado de Ignacio Peiró Martín, «Días de ayer de la historiografía española. La Guerra de la Independencia y la «conversión liberal» de los historiadores en el franquismo», en Pedro Rújula y Jordi Canal (eds.), Guerra de ideas. Política y cultura en la Guerra de Independencia, Madrid, Instituto Fernando el Católico, Marcial Pons, 2011, 445-480.

[2] Términos empleados por Jordi Gracia, La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, Madrid, Anagrama, 2006.

[3] Miguel Artola, «Introducción», en Textos fundamentales para la historia, Madrid, Alianza, 1968, p. 13.