Giorgio Brunello, Anna Sanz-de-Galdeano y Anastasia Terskaya
Casi el 20% de la población de los países de la OCDE era obesa en 2015 y, según la OMS, el sobrepeso y la obesidad aumentaron drásticamente del 4% en 1975 a más del 18% en 2016 para los niños y adolescentes de entre 5 y 19 años. Esta tendencia es preocupante porque los niños obesos tienen una probabilidad 5 veces mayor de convertirse en adultos obesos que los niños con un peso normal. Además, la obesidad es la principal causa de la diabetes de tipo II, que también ha aumentado rápidamente en la última década, como resumen Cristina Bellés, Judit Vall y Sergi Jiménez en esta entrada.
¿Debe el gobierno intervenir para reducir la obesidad? Como argumentan Manuel Bagües (aquí) y Marcos Vera Hernandez (aquí), sí, si por ejemplo la obesidad genera externalidades negativas. En tal caso, medidas como los impuestos a las bebidas azucaradas (aquí Judit Vall nos habla de su aplicación en Cataluña) o la prohibición de los anuncios en TV de algunos productos azucarados pueden ser recomendables. De hecho, cuando la obesidad per se genera externalidades —por ejemplo, si la obesidad de nuestros pares afecta a nuestro comportamiento y, por ende, a nuestra propia obesidad —, medidas como las indicadas pueden tener efectos sociales multiplicadores, es decir, beneficiar no solo a las personas directamente afectadas por dichas medidas sino también a las personas de su entorno. Pero, ¿qué sabemos acerca de la influencia que tiene la obesidad de los pares sobre nosotros? En esta entrada resumimos nuestro estudio basado en datos de adolescentes estadounidenses.
En general, el estudio del efecto causal de las interacciones sociales es complejo porque las personas eligen con quién se relacionan (el problema de selección, o el efecto “Dios los cría y ellos se juntan”, como lo denominó Antonio Cabrales en esta entrada sobre los “contagios” sociales de la inteligencia y la obesidad), porque las personas que se relacionan comparten un entorno común y porque es difícil establecer si es el individuo quien afecta al grupo o si es el grupo el que afecta al individuo (el problema de “reflexión” de Manski). En nuestro estudio aprovechamos la disponibilidad de datos genéticos para abordar algunos de estos problemas y exploramos hasta qué punto los genes de las personas con quienes nos relacionamos fuera del ámbito familiar pueden influenciar nuestro índice de masa corporal (IMC) o, dicho de otro modo, si hay efectos socio-genéticos relevantes en el contexto de la obesidad. En concreto, analizamos si la obesidad de los adolescentes y los adultos se ve afectada, más allá de por los propios genes, por los genes de los compañeros de curso con los cuales interactuamos en el instituto. Dado que los genes de los pares no son observables, no pueden afectar de modo directo a nuestra obesidad. Sin embargo, sí pueden hacerlo de modo indirecto al influir en la obesidad de los pares y en otros comportamientos de estos (como los hábitos alimenticios o el tabaquismo) que podrían, a su vez, afectarnos.
Los genes se establecen en el momento de la concepción, lo que resuelve el problema de “reflexión” y del entorno común ya que el grupo y el entorno no puede afectar a nuestros genes. El problema de selección (los grupos no se crean de manera aleatoria, sino que la gente decide con quién interactúa) a su vez puede abordarse gracias a que la asignación de los estudiantes a un curso determinado dentro de una misma escuela se asemeja a una lotería, por lo que es conveniente analizar la influencia de los compañeros de curso (dentro de una misma escuela) en lugar de analizar el efecto de los amigos o de los compañeros de escuela.
Utilizamos una base de datos que sigue en el tiempo a una cohorte de adolescentes estadounidenses y que incluye información sobre su paso por la educación secundaria, sus hábitos, las características de su entorno, indicadores objetivos de peso y talla, y también información sobre su propensión genética a tener un índice de masa corporal elevado. Concretamente, esta propensión se mide mediante los puntajes poligénicos individuales que predicen la predisposición genética a un determinado rasgo (la obesidad en este caso). Los puntajes poligénicos, a su vez, se construyen usando información de estudios de asociación de todo el genoma (GWAS) que relacionan variaciones genéticas específicas con enfermedades o características particulares. A grandes rasgos, un GWAS implica escanear los genomas de muchas personas diferentes y buscar marcadores genéticos que puedan usarse para predecir la presencia de una enfermedad o característica. Inicialmente los GWAS se centraron en indicadores de salud, pero esto está cambiando y aquí, por ejemplo, podéis ver un GWAS para el nivel educativo según el cual el 11–13% de la variación de la educación está explicada por la variación poligénica. El puntaje poligénico para el IMC que usamos está descrito aquí.
Encontramos que un aumento de una desviación estándar en el puntaje poligénico del IMC de los compañeros de curso a los 15-16 años incrementa la probabilidad de que las chicas sean obesas en 2.8 puntos porcentuales (un 22.2% de la tasa media de obesidad) un año después, mientras que no tiene ningún efecto sobre los chicos. El efecto estimado para chicas se debe a dos factores principales: 1) aquellas cuyos compañeros de curso tienen una propensión genética mayor a tener un IMC alto tienen peores hábitos alimenticios y 2) tienden también a infraestimar más y sobreestimar menos su propia masa corporal. Un resultado similar se ha descrito en este articulo sobre trastornos alimenticios.
Además, encontramos que el efecto socio-genético estimado para las chicas varía a lo largo de la distribución del IMC: las chicas con un IMC alto son las que más reaccionan si sus compañeros de curso tienen una propensión genética alta a tener un IMC elevado, mientras que aquellas cuyo IMC se encuentra en torno a la mediana o por debajo de esta no experimentan efectos socio-genéticos. Esto implica que, en el caso de que hubiera homofilia basada en el peso (o en la propensión genética a tener un peso elevado), tal y como se ha documentado en estudios previos, la asignación aleatoria de estudiantes a los grupos (por ejemplo, a las clases) podría reducir la obesidad de las chicas con un IMC elevado sin afectar a aquellas con un IMC bajo o normal. Esto sugiere que las intervenciones que facilitan la pérdida de peso o evitan el incremento de peso podrían tener un efecto social multiplicador al beneficiar no solo a los participantes en dichos programas sino también a sus pares. Ignorar estos efectos sociales multiplicadores, por tanto, nos haría subestimar el coste-efectividad de estos programas.
No obstante, en la edad adulta (a los 28-29 años) el efecto socio-genético estimado en la adolescencia para las chicas se disipa y sigue sin existir para los chicos. Una explicación probable es que los adolescentes interactúan mucho menos con sus pares del instituto conforme se hacen mayores. En definitiva, si bien en la adolescencia hasta los genes de nuestros pares nos influyen, nuestros resultados sugieren que dicho efecto se desvanece a lo largo del tiempo. También es posible que en la edad adulta ejerzan mayor influencia sobre nosotros otros grupos como, por ejemplo, los compañeros de trabajo o los padres de los amigos de nuestros hijos.