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Los desequilibrios globales

Estos días he estado viajando por China, en parte con motivo del Congreso Mundial de la Econometric Society que se ha celebrado en Shanghai, en donde he coincidido con varios colaboradores y lectores habituales de NeG. Estando por estos pagos son inevitables las referencias al enorme potencial de crecimiento de esta economía, así como a la incidencia que su modelo de crecimiento tiene en la generación y mantenimiento de los llamados los desequilibrios globales. Estos desequilibrios, sobre los que tanto se discutió en los años anteriores a la recesión, siguen siendo motivo de preocupación ya que -independientemente de su origen y su relación con la crisis financiera que son todavía objeto de debate- pueden determinar el ritmo de crecimiento mundial en las próximas décadas, así como la posición relativa de países y regiones como España o Europa.

Este tema ya ha aparecido de forma más o menos tangencial en alguna de mis entradas anteriores y ahora me planteo una reflexión algo más sistemática, en un formato que puede ir desde este post, en el que abordo cuestiones bastante generales, hasta una saga –corta en cualquier caso- en la que entraría a discutir algunas de sus implicaciones más detalladamente.

Con la expresión desequilibrios globales nos referimos a los enormes desequilibrios de balanza comercial que han acumulado algunos países en el mundo representados sobre todo por China y Estados Unidos como ejemplos extremos. Su importancia es tal que no faltan quienes, como Blanchard y Milesi-Ferretti, consideran que constituyen el fenómeno más complejo al que se enfrentan economistas y policy makers hoy día. Sobre ellos se ha escrito mucho últimamente, pero la definición más sistemática que he podido encontrar es la de Bracke, Bussière, Fidora y Straub quienes los catalogan como aquellos incrementos sustanciales de las posiciones externas netas en países de importancia sistémica, causados por distorsiones en los mercados y que generan riesgos globales, bien de sudden stop o de crisis financieras.

Es tentador asociar la aparición de estos desequilibrios a la globalización comercial y financiera, pero en realidad, la integración económica mundial no tiene porqué generar necesariamente disparidades de esta naturaleza. En ausencia de fricciones o fallos de mercado el aumento de los flujos de comercio hubiera podido dar lugar a una explotación adecuada de las ventajas de cada país o región, con lo que las diferencias en las balanzas comerciales se hubieran corregido más o menos rápidamente mediante el ajuste del tipo de cambio y de otros precios relativos, de los diferenciales de crecimiento y con una razonable movilidad de factores productivos y difusión de tecnologías. En la definición anterior se enfatiza el hecho de que son los fallos de mercado los que impiden un ajuste normal, lo que plantea una primera cuestión de discusión, ¿qué fallos son los que han dado lugar los desequilibrios globales?

Los desequilibrios globales se han generado durante el periodo de más rápido crecimiento y mayor estabilidad económica de la historia reciente de la humanidad. Está coincidencia no es casual, sino que ambos fenómenos se han alimentado el uno al otro por lo que, dada la forma abrupta en que ha terminado -o al menos se ha interrumpido- la gran moderación, hay mucha discusión sobre si estos desequilibrios han sido la verdadera causa última de la crisis financiera.

Y es que la correlación entre el crecimiento de las balanzas comerciales de los países y el proceso de innovación e integración financiera es muy llamativa. Paradójicamente mientras algunos países eran los campeones de la producción industrial y las exportaciones, el desarrollo de su sistema financiero dejaba mucho que desear. Países emergentes en rápido crecimiento, productores de petróleo o simplemente de gran orientación exportadora son capaces de acumular una gran cantidad de ahorro nacional pero parecen tener enormes dificultades a la hora de dirigirlo a la financiación de la inversión doméstica, e incluso para la inversión en el extranjero de carácter estrictamente productivo. De esta forma, paradójicamente, los países con escasez de ahorro se han convertido en la vía de escape para estas dificultades especializándose en producir activos adecuados capaces de absorber esos ingentes volúmenes de fondos. Los flujos de bienes y sus contrapartidas financieras son las dos caras de la misma moneda pero frente a la interpretación más clásica del comercio, que se fija más en los primeros y da a los flujos financieros un papel subordinado, parece que cada vez más los movimientos de capitales adquieren vida propia condicionando decisivamente en las decisiones de gasto de los países y por ello en su balanza comercial.

Esta interpretación está en la base de la teoría de la “escasez de activos seguros” de Ricardo Caballero y sus colegas, quienes ven en esta característica una forma de fallo de mercado estructural sobre la que volveré más adelante. Se establece así uno de los nexos de unión entre los desequilibrios comerciales, la innovación financiera y la crisis actual que ayuda a entender la situación entre China y Estados Unidos, pero también el mapa de los desequilibrios entre la Europa exportadora y la Europa del Sur. El ejemplo de algunos bancos europeos es ilustrativo. La inversión inmobiliaria en los países de la periferia -y en su deuda pública después- es en parte un reflejo de las dificultades para encontrar proyectos de inversión productiva atractivos, rentables y razonablemente seguros tanto en su propio país como en el extranjero.

En el fondo pues, los desequilibrios no pueden reducirse únicamente a una cuestión de mayor o menor ajuste del tipo de cambio del renminbi o al dinamismo de la demanda interna en Alemania. La relación entre los desequilibrios, la globalización económica y la financiera de los últimos veinte años es compleja e insuficientemente conocida. También las estrategias de política económica en los países desarrollados han contribuido lo suyo. Los errores en este terreno no son muy evidentes si nos fijamos en el periodo de la gran moderación y en la estabilidad de algunas de las principales variables macroeconómicas como la inflación y el desempleo. No obstante, desde la perspectiva actual hay razones para dudar de la eficiencia de la política monetaria centrada primordialmente en el control de la inflación y, en menor medida, del ritmo de crecimiento, así como de la benevolencia con la que se ha juzgado una política fiscal que, dadas las características del ciclo económico, era claramente expansiva en la mayoría de los países industrializados. Aunque todavía no está definido con claridad, el nuevo marco de política monetaria y fiscal deberá ir más allá del mantenimiento de la estabilidad macroeconómica a lo largo del ciclo económico para dar un mayor peso a cuestiones como el control de los niveles de endeudamiento de empresas y familias, la sostenibilidad de la deuda pública, la prevención de una inadecuada asignación de recursos hacia actividades susceptibles de generar burbujas improductivas y, en definitiva, a la mejora de la posición competitiva de los países.

Mirando hacia delante queda la cuestión de si los desequilibrios sobrevivirán a la crisis y como condicionarán las decisiones individuales –localización de empresas, especialización regional, etc- y las políticas públicas en los próximos años. Es evidente que la caída del comercio mundial que ha acompañado a la recesión ha contribuido a reducir sustancialmente los desequilibrios externos de muchos países y con ellos los flujos financieros internacionales. Además, durante la recesión los países emergentes han mantenido el ritmo de sus importaciones, lo que contribuye a mitigar la disparidad de posiciones exteriores netas. Sin embargo los primeros síntomas de recuperación a escala planetaria han venido acompañados de cifras exportadoras record en países como China y Alemania, entre otros.

Un escenario como el que hemos vivido en el pasado, con enormes diferencias entre países exportadores e importadores, parece difícilmente sostenible. Pero no está claro cómo va a producirse el necesario ajuste. Es evidente que todos los países no pueden mejorar su posición relativa al mismo tiempo y sería deseable que aquellos países con mayores superávits contribuyeran al crecimiento mundial con una mayor demanda interior y/o revaluación real, como se planteó en la reunión del G20 de Londres. Lo más probable, no obstante, es que la responsabilidad de la corrección recaiga de una forma más acusada sobre los países endeudados. Este ajuste puede ser más o menos costoso, en términos de crecimiento y empleo. No es cierto, como se argumenta con frecuencia, que el intento de estos países por mejorar su posición exterior deba conducir necesariamente a la economía mundial a una recesión duradera. Por ejemplo, el aumento del volumen de ahorro sobre la base de políticas que fomenten la competitividad exterior sería un genuino shock de oferta positivo con consecuencias innegables para el empleo y la producción mundial –siempre que los mercados funcionen adecuadamente y los precios acomoden esa ganancia de productividad. Sin embargo, en ausencia de estas ganancias de productividad el coste del ajuste puede ser muy significativo.

Las discrepancias acumuladas entre las posiciones exteriores netas en el mundo han condicionado la evolución económica durante los últimos veinte años y lo seguirán haciendo en el futuro. Estos desequilibrios plantean un reto indudable para muchos países y para las decisiones de política económica frente a la crisis, que tendrán que tener en cuenta no sólo las circunstancias domésticas sino – y cada vez más- la posición que cada país ocupa en el contexto de la especialización productiva y financiera internacional.