Alfonso Herranz-Loncán, Marta Curto-Grau y Albert Solé-Ollé
En diversas ocasiones en Nada es Gratis se ha hablado del derroche que representa dedicar recursos a proyectos con una rentabilidad social nula o negativa, como algunas líneas de AVE o algunos aeropuertos (por ejemplo aquí y aquí). Gerard Llobet y Ginés de Rus decían en el segundo de estos posts que en España tenemos “aeropuertos peatonales, carreteras sin uso y autopistas en quiebra”. Lamentablemente, no es algo nuevo en la historia de España. Durante todo el siglo XIX el Estado a menudo subvencionó ferrocarriles infrautilizados y construyó carreteras de dudosa utilidad. En un Real Decreto de 1886, el propio gobierno reconocía que había “dos, tres y a veces cuatro carreteras sirviendo superabundantemente los mismos intereses públicos y otras recorriendo desiertas comarcas, con tan elevado coste de construcción (que sería) bastante para dilatarla en terrenos más fértiles y poblados”.
En una investigación reciente intentamos averiguar si detrás de esas inversiones cuestionables hubo cálculos de estrategia política. En nuestro trabajo nos centramos en el análisis del gasto estatal en carreteras entre 1880 y 1914. Esos fueron los años dorados de las llamadas “carreteras parlamentarias”. Gracias a la indefinición del Plan de Carreteras de 1877, el Parlamento español tuvo durante esa época total libertad para ratificar proyectos de carreteras sin analizar previamente su idoneidad, lo que se tradujo en la aprobación de más de 1000 leyes sobre carreteras individuales, equivalentes a 40.000 kilómetros de carreteras proyectadas entre las que no se establecía ninguna priorización clara. La locura llegó al máximo en el ejercicio de 1895-96 en que se aprobaron nada menos que 313 nuevas leyes. Ello daba una enorme libertad a los gobiernos para escoger la distribución territorial de la inversión en la red, que no tenía por qué seguir criterios de racionalidad económica.
La pregunta de partida de nuestro estudio era si, en el contexto descrito, la distribución del gasto en carreteras podría explicarse, al menos en parte, a partir de la dinámica parlamentaria y el cálculo electoral. En concreto, nos planteábamos si las carreteras parlamentarias actuaron como pork barrel, es decir, como un recurso utilizado por los partidos para asegurar su poder, repartiéndolo entre los distritos electorales. La influencia del cálculo electoral en la distribución territorial de la inversión en infraestructuras está bien documentada para nuestro país en las décadas recientes (por ejemplo aquí), pero a algunas personas les puede sorprender que la quisiéramos aplicar a la España de finales del siglo XIX, dado el carácter escasamente democrático del sistema parlamentario español de la época. En ausencia de una democracia real, si los resultados electorales estaban manipulados y eran fraudulentos, ¿qué necesidad había de usar el gasto en carreteras para atraer el voto local?
La mejor prueba del carácter escasamente democrático del sistema parlamentario español de finales del XIX y principios del XX es el gráfico siguiente, donde mostramos, para cada una de las elecciones al Congreso que tuvieron lugar entre 1879 y 1910, el porcentaje de diputados electos que pertenecían a cada uno de los partidos hegemónicos, el conservador y el liberal, y al resto de partidos políticos con representación parlamentaria. Aparentemente, según el gráfico, la mayoría del electorado cambiaba sistemáticamente el signo de su voto en cada elección. En realidad, lo que reflejan dichos resultados es el acuerdo entre los dos principales partidos para turnarse en el poder, con la connivencia de la Corona. El turno fue el recurso que idearon los líderes políticos de la Restauración borbónica de 1874 para garantizar la estabilidad del régimen y evitar la sucesión ininterrumpida de golpes de Estado y conflictos políticos violentos que habían caracterizado las etapas anteriores. Antes de cada elección, el Rey o la Reina regente encargaban formar gobierno al líder del partido opositor, quien convocaba las elecciones y elaboraba al mismo tiempo el mapa de los resultados electorales esperados (el encasillado), que siempre garantizaban su control del Congreso. Una vez convocadas las elecciones, los candidatos del gobierno y todo el aparato de la Administración se volcaban en conseguir (y finalmente conseguían en buena medida) hacer realidad lo previsto en el encasillado.
Sin embargo, la falta de autenticidad democrática del sistema no significaba que los resultados electorales pudieran ser manipulados sin ninguna restricción desde el gobierno. El Estado español de la época tenía pocos recursos a su alcance, y una limitada capacidad de control de su propio territorio. Ganar las elecciones exigía un esfuerzo considerable de persuasión de las elites locales de cada provincia (los llamados “caciques” y su aparato clientelar), que eran las que podían ejercer una influencia directa sobre los resultados electorales por vías como el fraude, la coacción, la compra de votos, etc. Las elites locales estaban dispuestas a respetar el turno de partidos y a aceptar lo previsto en el encasillado mientras obtuvieran algo a cambio. Y las “campañas” electorales de la época consistían básicamente en un aluvión de promesas de favores por parte de los candidatos a la población local: favores individuales (exención del servicio militar, ofertas de trabajo, retirada de multas,…) y, sobre todo, favores colectivos (carreteras, ferrocarriles, pantanos, escuelas, mercados, reducciones de la carga fiscal,…).
En 1893 Francisco Silvela, que sería posteriormente líder del partido conservador, fue acusado en el Congreso de haber obtenido su escaño con métodos fraudulentos. Su respuesta, aunque no deja claro si cometió fraude o no, refleja bien la magnitud de la tarea que debían asumir los candidatos para vencer en las elecciones: “allí me votan porque en el período de las Cortes anteriores he contestado a todas las cartas que de mi distrito he recibido: me he puesto a la disposición de todos los electores para ir a los Ministerios, y he obtenido para ellos una porción de favores, valiéndome de la situación en que me encontraba”. Así pues, Madrid era el gran mercado político, donde los diputados intentaban obtener favores para sus distritos para así reforzar su posición electoral. De hecho, esa dinámica terminó por minar el propio sistema del turno, ya que, cuando un candidato demostraba su capacidad para conseguir favores en el mercado madrileño, su distrito acababa eligiéndolo sistemáticamente en todas las elecciones, en lugar de cambiar de diputado (y de partido) en cada convocatoria electoral. Esos candidatos estables, cuya elección reiterada no respetaba el turno, se conocían en la época como diputados propios.
En nuestro trabajo analizamos si los recursos invertidos cada año en las carreteras de cada provincia guardaban alguna relación con los resultados de las últimas elecciones al Congreso. Nos planteamos dos posibles vías de influencia. En primer lugar, analizamos la posibilidad de que algunos diputados, por su experiencia o su posición de liderazgo en el partido, fueran especialmente hábiles a la hora de conseguir recursos para sus distritos. En segundo lugar, nos planteamos si los recursos recibidos por cada territorio guardaban alguna relación con su grado de adaptación al turno. Quizá el gobierno podría haber decidido castigar a los distritos “rebeldes” (los que no se adaptaban al turno) con menos recursos. O quizá, por el contrario, volcaba más recursos en esos distritos con el objetivo de atraerlos de nuevo al sistema.
Los resultados de nuestro análisis eran claros en lo que respecta al primer grupo de factores. Los diputados con posiciones de liderazgo en sus partidos y los diputados propios (escogidos de forma reiterada por el mismo distrito, independientemente del turno) se mostraron más capaces que la media a la hora de atraer inversiones a sus distritos, lo que probablemente explica su victoria elección tras elección. En cambio, en contraste con este patrón, que se mantuvo constante a lo largo del periodo estudiado, la relación entre el grado de adaptación al turno y los recursos recibidos por cada provincia fue más variable y compleja. Durante los años 80 y primeros 90 del siglo XIX los gobiernos invirtieron menos recursos en las provincias que se resistían a adaptarse al turno. En cambio, a partir de finales de la década de 1890 se generalizó la situación contraria: las provincias más “rebeldes” recibieron mayor inversión pública.
¿Cómo explicar esa estrategia variable de los gobiernos de la época? Probablemente el cambio que se observa en los años 90 tenga mucho que ver con el inicio de la crisis del sistema político de la Restauración, una crisis que acabaría por volverse incontrolable a partir de la Primera Guerra Mundial, y que degeneraría en la primera de las dos dictaduras militares españolas del siglo XX, la de Primo de Rivera. Los motivos de la crisis fueron diversos: se pueden mencionar entre ellos la pérdida de las últimas colonias en 1898, que restó legitimidad a la monarquía, o el establecimiento del sufragio universal masculino en 1890, que hizo que el proceso electoral fuera aún más difícil de controlar que antes. No obstante, hay que destacar sobre todo dos grandes corrientes de fondo: una externa al sistema parlamentario y otra interna al mismo. La externa fue la lenta pero imparable modernización del país, reflejada en la urbanización creciente, la extensión del movimiento obrero y la difusión gradual de la democracia de masas y de los nuevos partidos de izquierdas y nacionalistas. De forma muy lenta y gradual, en las ciudades los procesos electorales comenzaron a ganar en autenticidad, hasta ser en muchos casos imposibles de controlar por las elites locales. La corriente interna, por su parte, tiene que ver con la consolidación en un número creciente de distritos de diputados propios, imposibles de desplazar de su escaño debido a su arraigo local. Como consecuencia de ambos procesos, la capacidad de los gobiernos del turno para determinar la composición del Congreso se fue reduciendo con el tiempo, y la presencia en el Congreso de la oposición dinástica (los liberales bajo gobiernos conservadores o los conservadores bajo gobiernos liberales) y de los partidos minoritarios fue creciendo de forma imparable, como refleja el siguiente gráfico.
La creciente pérdida de control del Congreso por parte de los partidos de gobierno ayuda a entender ese gradual cambio de actitud hacia los distritos “rebeldes”. En un principio, cuando todavía las estructuras caciquiles y redes clientelares locales se estaban adaptando al nuevo sistema, los gobiernos adoptaron una posición de fuerza, con el objetivo de consolidar el nuevo statu quo político y marginar a las fuerzas que se oponían al mismo. Con el paso del tiempo, en cambio, su actitud cambió hacia un esfuerzo desesperado por frenar la desafección creciente, las exigencias de reforma y el colapso final e inevitable del sistema de la Restauración. El gobierno ofrecía recursos y favores a las provincias más “sensibles” políticamente hablando, a cambio de cierta estabilidad.
El peso de los factores electorales en la distribución del gasto en carreteras durante la Restauración borbónica de 1874 es una buena ilustración del funcionamiento de ese sistema político. Además, proporciona un interesante ejemplo de pork barrel en un contexto que difícilmente puede calificarse como democrático. La literatura histórica sobre pork barrel ha mirado sobre todo hacia democracias consolidadas, como Estados Unidos durante la Gran Depresión (por ejemplo, aquí y aquí). El caso español es el de un mercado político competitivo pero sin democracia. Las evidentes ineficiencias acumuladas por la inversión española en infraestructuras a principios del siglo XX, que explican su bajísima rentabilidad social (como hemos mostrado, por ejemplo, aquí), no están sólo asociadas al atraso económico e institucional del país. En buena parte son también el reflejo de ese sistema político, donde la falta de democracia era compatible con una significativa competencia por el apoyo electoral local.
Hay 2 comentarios
Tiene su aquel plantear como "modernidad" la aparición de partidos nacionalistas -entonces esencialmente racistas- en una España que desde mucho antes estaba ya muy mezclada en todas sus regiones
Gracias por tu comentario. Al hablar de "modernidad" nos referimos al hecho de que los resultados electorales reflejaran las preferencias del voto popular, no a la mayor o menor "modernidad" de las opciones políticas escogidas.
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