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La gobernanza fiscal española necesita una reforma radical (I)

Por Diego Martínez López (Universidad Pablo Olavide, de Sevilla)

La gobernanza fiscal española ya se encontraba oxidada antes de la crisis sanitaria del Covid-19. Dada la pronunciada caída del PIB y su fuerte impacto sobre las cuentas públicas, ahora está herida de muerte. Su principal elemento, la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF) ha envejecido de manera prematura y no se encuentra en condiciones de marcar el paso de los nuevos tiempos. Esta gobernanza necesitará como mínimo una serie de cambios para transitar el momento y a medio plazo, con certeza, una reforma radical. En esta entrada se realiza una somera valoración de su estado actual, con referencias a las administraciones territoriales (para profundizar en el caso de las CCAA, véase Martínez, 2020) y dejando a un lado la problemática particular de la Seguridad Social; en una entrega posterior se avanzarán futuras líneas de reforma.

Un apunte previo para acomodar las expectativas de lo que se puede pedir a la gobernanza fiscal. Ante crisis sanitarias y socio-económicas de la magnitud de las que tenemos enfrente, habrá que reforzar en efecto los servicios públicos que nos protegen, con un activismo fiscal que allegue los recursos necesarios a las actividades críticas y socialmente deseadas. Y la pieza esencial para ello es un sistema fiscal equitativo (sin grave menoscabo de la eficiencia) y con la suficiente potencia recaudatoria como para disponer del Estado de Bienestar que deseemos. Se trata de decidir simultáneamente qué tipo y cantidad de servicios públicos queremos y si estamos dispuestos a pagar por ellos. Por consiguiente, aplicar herramientas de disciplina fiscal para acomodar las necesidades a los recursos es errar el instrumento, ya que la gobernanza y la responsabilidad fiscal se ocupan principalmente de la sostenibilidad intertemporal de esas dos dimensiones que, con carácter previo, han debido decidirse socialmente.

Una primera aproximación ya al estado de la gobernanza fiscal consiste en evaluar cómo se han cumplido las tres principales reglas fiscales en nuestras administraciones. Entre 2012 (año de entrada en vigor de la LOEPSF) y 2020, el Estado tan solo ha cumplido en una ocasión el objetivo de estabilidad presupuestaria (en 2015; en 2014 se quedó muy cerca) y las CCAA en dos ocasiones (2017 y 2018); las CCLL, por su parte, siempre han conseguido superávit en este periodo, aliviando el incumplimiento del conjunto de AAPP pero en cuantía insuficiente ya que solo en tres ocasiones éstas consiguieron situar su déficit por debajo del objetivo. Con la regla de gasto ocurre otro tanto. Mientras las CCLL no superaron la tasa de referencia de crecimiento del gasto más que en una ocasión (2015), Estado y CCAA tan solo la cumplen en tres ocasiones; y todo ello, además, con un perfil de dientes de sierra muy alejado de lo pretendido. Y para el objetivo de deuda pública, las haciendas locales han conseguido situar su endeudamiento por debajo del 3% del PIB que marca la LOEPSF pero tanto las CCAA como el Estado se encuentran muy lejos del 13 y 44 por ciento, respectivamente, que les marca la normativa para 2020. El resultado, por tanto, dista de ser satisfactorio.

A ello habría que añadir una serie de limitaciones y deficiencias que, junto a la falta de eficacia antes aludida, o más bien coadyuvando a la misma, suponen críticas adicionales. En primer lugar, la definición de las reglas fiscales españolas es especialmente rigurosa comparada con las de nuestro entorno (Comisión Europea, 2019; FMI, 2016). Pero esto no es condición suficiente para su aplicación efectiva; más bien puede ocurrir incluso lo contrario, demostrando con ello que la credibilidad no se consigue de forma automática sobre la base de un rigor de iure. Hay un componente de endogeneidad por el cual son los países menos disciplinados fiscalmente los que adoptan reglas fiscales más rigurosas (Doray-Demersa y Foucault, 2017; Heinemann y otros, 2018), en una versión institucional del furor del converso.

En segundo lugar, la definición de objetivos y estipulaciones legales claramente voluntaristas pero inviables en la realidad es otro apunte a tener en cuenta. Hace tiempo que se sabía de la incapacidad para situar el endeudamiento público en el 60 por ciento del PIB en 2020, como mandataba la LOEPSF en su disposición transitoria primera; o que los objetivos de déficit no deberían ser los mismos para todas las CCAA (Lago y otros, 2017; AIReF, 2016); o que algunas de sus disposiciones necesitaban desarrollos reglamentarios para ver cómo se aplicaban, por ejemplo, los superávits locales y de algunas CCAA en lugar de parchear con las mal llamadas inversiones financieramente sostenibles. Sobre muchas de estas dimensiones se debería haber actuado y legislado con una antelación de años, antes de llegar en estas condiciones al final del periodo transitorio en 2020.

Y en tercer lugar, también se percibe que el principal instrumento correctivo de nuestro marco de gobernanza fiscal (el Plan Económico-Financiero, PEF) dista de haber alcanzado toda su eficacia. Por ejemplo, hay una docena de ayuntamientos relativamente importantes que, ante incumplimientos reiterados de su PEF y otros compromisos, deberían haber sido intervenidos según el artículo 25 de la LOEPSF y no se ha hecho. En el caso de las CCAA, por las múltiples convocatorias electorales o la escasa frecuencia con que se reúne el CPFF, no ha habido un solo año en que se hayan aprobado todos los PEF a los que obligaba la LOEPSF. Si a ello añadimos que el Estado jamás ha presentado el suyo a las Cortes Generales y que surgen potenciales solapamientos con instrumentos similares (planes de ajuste, planes presupuestarios a medio plazo, planes de reequilibrio –éstos nunca utilizados), el escenario dista de ser eficiente.

Todo ello ha devenido en una sustancial falta de credibilidad de nuestra normativa sobre disciplina fiscal; tanto por su diseño (por ejemplo, cómo de alineado está el objetivo de la regla de gasto con el de estabilidad presupuestaria), como por su aplicación (notable laxitud sin suficiente automatismo ni rendición de cuentas). Por consiguiente, se podría concluir, con cierto cinismo, que la ausencia de reglas fiscales puede ser mejor que la existencia de las mismas pero incumplidas (Dovis y Kirpalani, 2020). Y en las condiciones que se prevén para las finanzas públicas españolas, pendientes de la ayuda europea y del juicio de los mercados de capitales internacionales (Jansen y Jimeno, 2020), seguir navegando sin coordenadas institucionales claras no se atisba la mejor de las estrategias.

Las líneas de reforma a corto y medio plazo convienen que tengan en cuenta, además de la intensa crisis económica que se nos viene encima, varios condicionantes principales, a saber: el debate europeo sobre el rediseño de las reglas fiscales (aquí), la posible reforma del sistema de financiación autonómica (¿y local?) (aquí) y el encaje de los mecanismos extraordinarios de financiación de CCAA y CCLL en un esquema de incentivos mínimamente alineados con una responsabilidad fiscal “de verdad”. Una futura entrada abordará las posibles avenidas de reforma.