Debido al COVID, durante el último año y medio se ha reflexionado sobre la dificultad para alcanzar consensos científicos a propósito de varios asuntos. Se ha hablado también de “errores”, un concepto más fácil de enunciar que de entender (ver, por ejemplo, aquí, aquí, aquí y aquí). En todo caso, se ha podido comprobar que el consenso científico necesita tiempo y es casi siempre provisional.
En un reciente artículo publicado en Technology and Culture, la revista de la Society for the History of Technology (SHOT), analizamos la compleja, pero inusualmente delimitada en el tiempo, evolución del consenso científico en torno a un caso histórico: las causas de las explosiones en las minas de carbón europeas (aquí). La minería del carbón fue una de las principales industrias relacionadas con el gran crecimiento económico de varios países durante el siglo XIX y una parte del siglo XX (por ejemplo, aquí y aquí). Sin embargo, la extracción del carbón tuvo que superar obstáculos científicos y tecnológicos. Uno de los problemas más graves fue el de las explosiones. Aunque estadísticamente infrecuentes, las explosiones solían causar un elevado número de muertos y heridos y daban lugar a una serie de costes derivados de la interrupción de la producción, la destrucción de maquinaria e instalaciones (a veces la mina entera) y (en su momento) las indemnizaciones. Las minas más peligrosas a veces tenían problemas para contratar trabajadores. Las explosiones fueron reflejadas en el folklore y en el arte.
Hay dos factores fundamentales a la hora de explicar las explosiones en la minería de carbón: el grisú, un gas incoloro e inodoro principalmente compuesto por metano; y el “polvo de carbón”, que es carbón en polvo adherido a distintas superficies o suspendido en el aire (a veces, ubicuo). Ambos agentes son potencialmente explosivos y difíciles de tratar. Su peligrosidad estaba relacionada con dos tareas cruciales, la iluminación (el gas entraba en contacto con la llama de las lámparas de los mineros) y el uso de explosivos para extraer el carbón de la roca.
Hasta la década de 1880, la investigación europea (que incluyó a figuras ilustres como Michel Faraday) llegó a conclusiones similares. El grisú era la causa de la explosión inicial y la presencia de polvo de carbón contribuía a su propagación. Algunos científicos, sin embargo, otorgaban un mayor protagonismo al polvo de carbón. Así, por ejemplo, se propuso que la presencia de polvo de carbón reducía el nivel mínimo de grisú necesario para que se produjera una explosión, que el lugar donde se acumulaba el polvo de carbón era un factor añadido a tener en cuenta y que incluso el polvo de carbón podía explotar sin la presencia de grisú. Es más, el polvo de carbón tendía a provocar explosiones mucho más devastadoras.
A partir de 1882, el relativo consenso europeo se rompió. Por una parte, la investigación en Alemania, Austria, Bélgica y (en parte, realizada antes) Gran Bretaña, proveyó más evidencias sobre la importancia del polvo de carbón como agente causal de las explosiones. Esto fue en gran parte posible gracias a una innovación tecnológica, la “mina experimental”, que redujo el número de falsos negativos. (Dos temas secundarios del artículo, que no voy a tratar aquí, serían la facilidad con que la información científica y tecnológica traspasó fronteras y la colaboración entre distintas instituciones públicas y privadas).
Por otra parte, la investigación en Francia tomó un camino muy diferente. En 1882, dos investigadores de la École des Mines, el principal centro de investigación y docencia minera, Henry Louis Le Chatelier y Ernest Mallard, publicaron un artículo en la revista científica más importante, Annales des Mines, en el que se minimizaba la importancia del polvo de carbón en las explosiones, mientras que el grueso de la explicación se atribuía al grisú.
Aunque no todos los científicos franceses estaban de acuerdo, lo cierto es que el artículo tuvo un impacto enorme, cuyas razones últimas son difíciles de establecer. Nosotros sugerimos que un motivo pudo ser el hecho de que la investigación en Francia estaba muy centralizada y jerarquizada. A modo de ejemplo, la influencia de Mallard y Le Chatelier se refleja en la gran reducción del número de artículos sobre polvo de carbón, originales o traducidos, publicados en Annales de Mines a partir de ese momento, en contraposición con los relativos al grisú y a lo que estaba ocurriendo en otros países. Es más, Mallard y Le Chaletier defendieron su hipótesis con autoridad y empeño, rebatiendo las conclusiones de otros científicos, franceses o no, sobre explosiones concretas.
Otra posible razón es que Le Chatelier no fue solo un científico (químico), sino un inventor y empresario cuyas contribuciones, ciertamente muy valiosas, al tratamiento del grisú, en solitario o junto a Mallard, se vieron reflejadas en las prácticas mineras y en la legislación sobre seguridad. En este sentido, el reducido número de muertes por explosión en Francia a finales del siglo XIX aumentó la confianza en los métodos destinados a reducir el peligro del grisú, que fueron además apoyados por las patronales mineras.
Sin embargo, a partir del 10 de marzo de 1906 la investigación francesa, trágicamente, volvió a converger con la del resto de Europa, a causa de la explosión en la mina de Courrières, en Pas-de-Calais, que acabó con la vida de más de 1.100 mineros y destruyó 110 kilómetros de galerías (el accidente minero más importante de la historia europea y, creo, el segundo de la historia mundial).
En un principio la causa de la explosión fue atribuida al grisú. Sin embargo, pronto las evidencias disponibles sobre el tipo de mina, con muy poco grisú y mucho polvo, y la forma en que se produjo y propagó la explosión inicial hicieron que varios científicos franceses y de otros países, incluidos aquellos que redactaron el informe oficial, defendieran que la causa principal había sido el polvo de carbón.
El énfasis, científico, tecnológico y legislativo puesto en el grisú en Francia tenía, hasta cierto punto, sentido, ya que las explosiones de grisú eran las más abundantes. Las explosiones de polvo de carbón, de hecho, ocurrieron en todos los países. Aun así, en Francia se tendió a minimizar el riesgo del polvo de carbón, un agente explosivo con una gran capacidad de destrucción. La explosión de Courrières dio lugar, en Francia, al cuestionamiento de las hipótesis y métodos de Le Chatelier y Mallard. Por ejemplo, el año siguiente se inauguró una mina experimental similar a las establecidas en otros países. La orientación de la investigación francesa giró hacia el polvo de carbón, al igual que en el resto del continente.
La relativa lentitud con la que se establecen las verdades científicas y su dependencia de los avances tecnológicos, la gran importancia de la comunicación de los resultados obtenidos y la facilidad con la que el avance de la ciencia es retrasado a causa de distintos factores son posibles aportaciones del estudio de un caso como éste a la actualidad.