por Javier Campos
Pocas cuestiones generan más consenso entre los economistas y el resto de seres humanos como el hecho de que la congestión – en el acceso viario a las ciudades y en algunas de las principales calles de estas – constituye uno de los desajustes de los mercados de transporte que genera diariamente mayores costes privados y sociales, con notables repercusiones en nuestra calidad de vida. De hecho, este blog ya ha abordado este problema en numerosas ocasiones anteriores y ha analizado diferentes soluciones, tanto desde el punto de vista del aumento de la oferta de capacidad como de la reordenación de la demanda mediante la promoción de modos de transporte alternativos, las restricciones de acceso o aparcamiento en algunas zonas o el uso de precios que permitan internalizar parte de los efectos causados por los usuarios.
Es precisamente el uso de medidas económicas para reducir la congestión y una reflexión sobre los factores que determinan su aceptación por la sociedad lo que nos trae hoy por aquí. El argumento más común en contra muchas posibles soluciones a la congestión es que generalmente las rechazan una parte importante de los grupos sociales afectados (conductores, residentes y comerciantes). Si bien es cierto que hay varios casos en los que los intentos de introducir esta medida han fracasado debido a la resistencia de la opinión pública (alentada o no por campañas mediáticas interesadas), también hay ejemplos en los que las autoridades locales han logrado el respaldo de sus votantes. En la mayoría de las ocasiones se observa que el apoyo público disminuye desde que se anuncia la medida hasta la fecha de su implantación, y luego aumenta progresivamente a partir de ese momento. En parte, esto se debe a que los beneficios ex post han sido mayores y los costes de adaptación menores de lo esperado (véase Schuitema et al., 2010 para el caso de Estocolmo, o los diferentes estudios para Londres) y en parte es debido a la superación del sesgo social natural a favor de mantener la situación actual (como analizaron Börjesson et al., 2016 para Gotemburgo). Por lo tanto, cualquier partido político que proponga el uso de ‘peajes urbanos’, ‘limitaciones de acceso’, ‘restricciones de aparcamiento’ o medidas similares debe aprender a navegar sobre esa curva en forma de U que sigue la opinión pública. Varios intentos de reducir la congestión han fracasado debido a la elección de momentos inoportunos para realizar votaciones clave en órganos de representación sin mayoría o consultas populares vinculantes (como por ejemplo, el referéndum sobre tarifas por congestión con resultado negativo de Edimburgo en 2005).
Los factores relevantes para conseguir el apoyo público
El apoyo público a muchas medidas relacionadas con el transporte – y, particularmente, con el transporte urbano – depende de varios factores que suelen coincidir con independencia de las culturas y los sistemas políticos, tal como muestra la creciente bibliografía sobre este tema, especialmente por el lado de la economía del comportamiento. Un primer elemento es, sin duda, el propio interés de los afectados. A igualdad de condiciones, un ciudadano tenderá a ser más favorable a una medida cuanto menos tenga que pagar por ella, cuanto más tiempo de viaje gane, cuanto más valore ese ahorro de tiempo y cuanto más fácil le resulte adaptarse a ella en función de las alternativas, tal como analiza para Beijing el trabajo de Li et al., 2020. Igualmente, la actitud personal es más favorable si los fondos recaudados (por ejemplo, por tasas de congestión o multas) se utilizan con una finalidad concreta, lo que puede considerarse una forma alternativa de interés propio.
Sin embargo, este no es el único factor que afecta a la aceptabilidad, ni siquiera el más importante. La preocupación por el medio ambiente aumenta considerablemente el apoyo social a ciertas medidas (véase Ma y He, 2020), ya que suelen invocar emociones positivas más fuertes que argumentos más técnicos como basados en la “eficiencia del sistema” o la “internalización de la congestión”. El número y la intensidad de las opiniones favorables también están afectados por la confianza en las autoridades y en su gestión, ya que muchas críticas surgen a partir del escepticismo de los ciudadanos sobre la capacidad del gobierno para gestionar el sistema o para utilizar los fondos de forma eficiente (Kallbekken y Sælen, 2011). Finalmente, un tercer elemento que condiciona la evolución del apoyo social a estas medidas está relacionado con las percepciones sobre la equidad por parte de los individuos, por ejemplo, en su aceptación o no de principios como “el usuario debe pagar” o “el que contamina debe pagar” (defendidos incluso por la política de transporte comunitaria). De hecho, según Eliasson et al. (2018), en Gotemburgo y otras ciudades suecas, una causa importante de la resistencia pública a los sistemas de tarificación de la congestión fue la percepción de falta de consulta con los afectados y de transparencia política en la distribución de los efectos probables de la medida.
Los estudios muestran, en definitiva, que es posible identificar elementos que incrementen el apoyo social a medidas intervencionistas en contra de la congestión: el mecanismo propuesto tiene que aportar beneficios tangibles que superen los costes de adaptación de los usuarios; debe haber un nivel suficiente de confianza en las autoridades, y tanto el proceso de decisión como sus fundamentos de equidad deben considerarse justos y legítimos. Además, la actuación debería vincularse a valores sociales que evoquen emociones positivas y debe tenerse en cuenta de que el sesgo del statu quo funcionará en dos direcciones: antes de la introducción, la gente se opondrá al cambio; pero después, tenderá a ser más positiva.
Los obstáculos a superar para conseguir el apoyo social
A pesar de ello, pasar de la teoría a la práctica no siempre resulta sencillo. El primer (y más importante con diferencia) obstáculo al que se enfrentan las medidas contra la congestión es que muchas de ellas (especialmente cuando afectan a impuestos o tasas o tienen efectos diferentes sobre residentes en diferentes zonas) pueden conducir a conflictos entre distintos organismos o niveles de gobierno (por ejemplo, entre municipios). Estos conflictos son mayores en las ciudades donde la responsabilidad del sistema de transporte sea compartida y particularmente donde la ‘responsabilidad política’ de afrontar la impopularidad puntual de una medida no esté claramente delimitada. Abordar los problemas de congestión requiere asegurarse de que hay suficiente apoyo en todos estos niveles y de que las responsabilidades, el poder de decisión y el crédito y la culpa políticos están claramente identificados y alineados. De lo contrario, es muy poco probable que la propuesta sobreviva a un proceso de tramitación prolongado y complejo. En el caso de la tarificación por congestión, por ejemplo, los desacuerdos y el fracaso de las negociaciones políticas han puesto fin a las propuestas realizadas en muchos lugares, de forma más visible en Copenhague y Nueva York, y de forma menos visible en varias ciudades en las que la idea ni siquiera se ha hecho pública por las razones explicadas (véase Hårsman y Quigley, 2010).
Un segundo obstáculo importante es que siempre resulta más fácil identificar a quienes salen perdiendo con una medida concreta que a los ganadores. Esto hace que los perdedores puedan organizarse con mayor facilidad en grupos de presión con intereses propios. Los ganadores suelen estar más dispersos, y quizá solo existan en el futuro, o no se den cuenta de que van a ganar ex ante. Y esto es así aunque – suele ser habitual – haya más ganadores que perdedores, lo que puede sonar como una situación política favorable, pero en realidad no es así, ya que a los primeros puede no importarles lo suficiente como para que la cuestión afecte a su voto, mientras que los segundos pueden sentir que es la cuestión decisiva en unas elecciones. En estos casos cuantificar las pérdidas y ganancias a través de los correspondientes análisis de coste-beneficio, puede ser crucial.
Además – como también ha demostrado la economía del comportamiento – la aversión a las pérdidas y el sesgo del statu quo están muy arraigados en la naturaleza humana. Antes de la introducción de una medida, las pérdidas potenciales de pagar tasas y tener que ajustarse son mayores que las ganancias potenciales de tiempo de viaje en las mentes de los votantes y los responsables de la toma de decisiones. Incluso aquellos que no se verían directamente afectados tienden a estar sujetos a estos prejuicios. Esto hace que sea difícil conseguir suficiente apoyo público y político ex ante y que, incluso si se consigue, haya que mantenerlo durante los varios años que se tarda en pasar de la idea a la aplicación, lo que puede ser extraordinariamente difícil en un panorama político inestable. Como señala Eliasson (2021) recientemente, no es nada sorprendente que en muchas ciudades en las que se ha introducido con éxito medidas como la tarificación de la congestión, se deba en gran parte a una inusual alianza entre tres grupos: planificadores de tráfico (que persiguen ganancias de eficiencia), ecologistas (que desean beneficios ambientales) y políticos (que buscan ingresos a corto plazo con el menor coste electoral posible).
Sin embargo, abordar el problema de la congestión es una prioridad en la que debe hacerse el esfuerzo de implicar a toda la sociedad. Las medidas disponibles tienen el potencial de aportar enormes beneficios sociales de forma inmediata y también consecuencias muy deseables a largo plazo sobre la estructura urbana y las pautas generales de movilidad. La tecnología está disponible, hay experiencia y ejemplos de cómo deben diseñarse los mecanismos y de cómo conseguir el apoyo de la población. No deberíamos seguir esperando que la solución aparezca en el atasco nuestro de cada día.