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Infraestructuras en España, Chile y los triángulos de Harberger

Hoy iniciamos una serie de cuatro entradas sobre El futuro de las infraestructuras en España, que iremos publicando en los próximos días. 

 

Por Ginés de Rus

En el primer Congreso Nacional de Evaluación de Proyectos de Inversión celebrado en Santiago de Chile, el pasado mes de diciembre y al que tuve el honor de ser invitado, Joaquín Lavín, ministro de Desarrollo Social, defendió la pertinencia de analizar la inversión en infraestructuras para que “hasta del último peso gastado” se obtuviera rentabilidad social. Como ejemplo de mala práctica el ministro se refirió a la existencia de aeropuertos vacíos en España, situación que en su opinión se debía a la falta de evaluación económica de estas infraestructuras en nuestro país.

Al congreso asistieron unas 200 personas. La conferencia inaugural, a cargo de Arnold Harberger, “el de los triángulos”, 89 años, director del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago en los setenta, periodo en el que junto con Milton Friedman visitó Chile. Desde entonces, muchos de los brillantes economistas chilenos han recibido su formación en las mejores universidades norteamericanas. El profesor Harberger, sigue asesorando al gobierno chileno en metodología de evaluación de inversiones.

En mi intervención, mostré mi desacuerdo con el ministro Lavín. El exceso de capacidad de muchas infraestructuras en España no es un problema metodológico. No es la falta de evaluación económica de los proyectos la que explica la construcción de obras faraónicas. Muchos de los proyectos se construyeron con financiación comunitaria y para acceder a los fondos europeos se requería presentar un análisis coste-beneficio. El problema es más sencillo en su identificación y más difícil en su resolución. El problema es de diseño institucional e incentivos, y con al menos tres niveles: regional, nacional y supranacional.

No es que en España no se realice análisis coste-beneficio de los proyectos. Es que se realiza para que el proyecto se apruebe. La metodología de evaluación se concibe por los economistas para seleccionar los proyectos que aumentan el bienestar social (véase el artículo de Harberger “Three Basic Postulates for Applied Welfare Economics: An Interpretive Essay”) pero se ha convertido en España en un requisito administrativo, en una barrera, para acceder a los presupuestos del Estado o a los fondos europeos.

Jules Dupuit en 1884, Harold Hotelling en 1938 y una literatura abundante desde entonces han permitido avanzar en la estimación de los beneficios sociales, en la valoración de bienes para los que no hay mercado, en el tratamiento de la incertidumbre o en el descuento de beneficios y costes futuros. A pesar de todos los avances metodológicos y la experiencia acumulada, creo que siguen vigentes las palabras de Harberger en 1964:

I think we must take it for granted that our estimates of future costs and benefits (particularly the latter) are inevitably subject to a wide margin of error, in the face of which it makes little sense to focus on subtleties aimed at discriminating accurately between investments that might have and expected yield of 10.5 per cent and those that would yield only 10 per cent per annum. As the first order of business we want to be able to distinguish the 10 per cent investments from those yielding 5 or 15 per cent, while looking forward hopefully to the day when we have so well solved the many problems of project evaluation that we can seriously face up to trying to distinguish 10 per cent yields from those of 9 or 11 per cent.

¿Es ésta también nuestra aspiración en España? Lo es para muchos pero lamentablemente no para muchos de los que toman las decisiones. Hay que cambiar el marco institucional y los incentivos para evitar dos problemas: uno, el de la actuación del político que aumenta su probabilidad de reelección construyendo obras de rentabilidad social negativa pero que le permiten ganar votos (Robinson y Torvik). El otro problema está ligado a la existencia de varios niveles de gobierno que hace que sea rentable para el gobierno autonómico (cuando paga el Gobierno central) o para el gobierno central (cuando paga Europa) lo que nunca la región o la nación construirían con dinero propio. Una especie de dilema del prisionero en el que aunque todos acabamos arruinados, la mejor estrategia individual es el despilfarro (Socorro y de Rus).

¿Qué podemos hacer? Creo que Cesar Molinas ya apuntó hacia dónde deben ir los esfuerzos en términos más globales. Permítanme añadir algunas propuestas para las infraestructuras y no dejen de leer el próximo libro de los chilenos Engel, Fischer y Galetovic, donde estas ideas se presentan de manera magistral.

Una condición básica de partida es concebir el Ministerio de Transportes o el de Infraestructuras o como se le quiera llamar (no entiendo lo del nombre de Fomento) como el que planifica la red de infraestructuras, pero ni las construye ni las explota directamente y lo hace para dotar a la economía de las infraestructuras necesarias y posibles evitando los niveles de capacidad subóptimos.

Su diseño institucional debería modificarse para reducir la discrecionalidad de los políticos y aumentar el peso de las decisiones técnicas cuando se trata de resolver problemas técnicos. La separación en direcciones generales por modos de transporte debe desaparecer a efectos de inversión o de regulación (o, dicho de otro modo, dicha separación debe reducirse a los aspectos técnicos de ingeniería). La evaluación de inversiones no debe realizarse en Fomento sino por un organismo independiente y profesional que evalúe conjuntamente todas las inversiones en transporte. Otro organismo independiente, y diferente del anterior, debería adjudicar y gestionar los contratos de concesión para la participación privada en todos los modos de transporte. Otro organismo se encargaría de las renegociaciones de los contratos. No es admisible que el mismo que adjudica renegocie cuando las cosas salen mal. El incentivo a tapar los errores o buscar una solución rápida por costosa que ésta sea es más que evidente.

Si tenemos una buena planificación de las redes, reguladores competentes y las agencias dedicadas a la evaluación y el encauzamiento de la participación privada, deberíamos dejar a la iniciativa privada la casi totalidad de los servicios de transporte. Esta última tarea se está llevando a cabo lentamente en España y con una fuerte resistencia de los grupos afectados que la hace aún más meritoria, pero el cambio institucional descrito sigue pendiente y sin él una privatización no necesariamente mejora la situación de partida con producción pública.

Podría pensarse que esto es muy costoso, dadas las circunstancias en las que nos encontramos, pero comparado con lo que nos cuesta el sistema actual, los beneficios de la reforma serían inmensos. Además, no se trata de aumentar el tamaño de la administración pública sino de utilizar sus recursos de una manera diferente.