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Historias de ayer y hoy: el ‘two-handed approach’

Muchos de los lectores de NeG, y desde luego la mayoría de los colaboradores, son lo suficientemente jóvenes como para que les resulte igual de cercana la Gran Depresión que la estanflación de los setenta/ochenta del siglo pasado. Para ellos, ambas son historia. Sin embargo para quienes iniciábamos nuestra andadura profesional por aquellas fechas –en los ochenta, no en los treinta- es difícil no establecer comparaciones entre la situación actual y la que sufrieron las economías occidentales y, muy en particular, España hace tres décadas.

Las diferencias son notables. Mientras que nadie duda en catalogar la recesión actual como una recesión típica de demanda, los shocks de oferta tuvieron una importancia crucial en la estanflación de entonces. Aspectos como el desarrollo y la integración financiera, la globalización, etc, son también factores que diferencian uno y otro episodio. Por ello no deja de ser sorprendente el paralelismo entre las propuestas de política económica que entonces hicieron furor en el mundo académico –también tras la recesión de principios de los noventa- y las que hoy se proponen desde ámbitos similares. Algún crítico avispado podría habernos advertido de esta aparente inconsistencia. ¿Cómo es que, a pesar de estas diferencias en el diagnóstico, hoy seguimos proponiendo algo parecido a lo que entonces se dio en llamar ‘two-handed approach’?

El two-handed approach proponía la aplicación simultánea de políticas de oferta y de demanda y fue defendido por muchos economistas europeos como Charlie Bean, Olivier Blanchard, Willem Buiter, Rudi Dornbusch, Richard Layard, Steve Nickell,  entre otros. Su lógica se entiende de una forma natural cuando la economía sufre un shock de oferta de la magnitud de los sucesivos incrementos del precio del petróleo en 1973 y 1978. La caída de la actividad y el aumento del paro hacen muy tentadora la aplicación de medidas fiscales y monetarias contracíclicas que, sin embargo, acaban teniendo un efecto inflacionario que se suma al del shock inicial. Esta fue de hecho la respuesta de (la mayoría de) bancos centrales y gobiernos en 1973 llevando a la inflación en muchos países desarrollados a valores cercanos al 20 por ciento anual. Tras el segundo shock en 1978 la política monetaria cambió de orientación, centrándose en la recuperación de la estabilidad de precios. El resultado fue un incremento generalizado del desempleo y una lenta vuelta de la inflación a los niveles de los años sesenta. Tras el shock de oferta, la expansión de la demanda primero y su drástico frenazo después sumieron a las economías en una situación de elevado paro e inflación y pusieron en cuestión el uso tradicional de las políticas de estabilización.

El two-handed approach -que Charlie Bean denominaba jocosamente ‘two hundred approach’, para señalar el predicamento creciente que fue teniendo en la profesión- partía de la convicción de que las políticas de demanda sólo tendrían el efecto deseado si simultanea y rápidamente se aplicaban políticas dirigidas a mejorar las condiciones de oferta de la economía. Estas políticas de oferta eran necesarias para compensar el encarecimiento de un input fundamental para la producción y para favorecer el cambio de tecnologías, en favor de un uso menos intensivo de los derivados del petróleo, con la mayor eficiencia y el menor coste posibles. También en la recesión de principios de los noventa, la elevada volatilidad del desempleo y la persistencia de la inflación volvieron a poner sobre la mesa la necesidad de reformar los mercados como paso previo a la aplicación de políticas contracíclica de demanda.

A pesar de diferente naturaleza de la crisis actual, las discusiones de política económica están siguiendo –en España sobre todo- una pauta muy similar. La respuesta inicial, coordinada en la reunión del G20 en Londres, fue un estímulo monetario y fiscal sin precedentes, pero cuando este ha empezado a dar síntomas de agotamiento muchos han vuelto la vista hacia propuestas que enfatizan la necesidad de corregir las limitaciones por el lado de la oferta de la economía y, muy en particular, del mercado de trabajo. ¿Por qué esta preocupación de nuevo por las reformas? ¿Pero no habíamos quedado en que esto es una crisis de demanda? ¿No bastará con mantener los estímulos hasta que se recupere el buen funcionamiento del sector financiero?

Desde el inicio de la crisis ha habido una reivindicación del uso de las políticas de estabilización -‘we are all keynesians now’. De hecho las condiciones para que las políticas de demanda alcancen todo su potencial parecen ahora idóneas. La contracción del crédito es un campo abonado para que los bancos centrales se embarquen en políticas monetarias expansivas, y la caída resultante en la demanda del sector privado abre la puerta a una expansión del gasto público. Las características específicas de la crisis financiera permitieron además abrigar grandes esperanzas sobre la eficacia de las políticas fiscales discrecionales y de los estabilizadores automáticos: el mantenimiento de tipos de interés muy reducidos –ausencia de ‘crowding out’- y la existencia de consumidores ‘no ricardianos’ que básicamente consumen todo lo que ingresan y tienen por ello una tasa de ahorro muy baja. Por otra parte el principal riesgo de la aplicación excesiva de políticas de demanda es la inflación y este riesgo no aparece en el horizonte cercano, a pesar del extraordinario crecimiento de las magnitudes monetarias y de los ingentes déficits fiscales en muchos países desarrollados -de hecho no faltan quienes, como Martin Wolf, tildan a la política monetaria actual del BCE no de expansiva sino más bien de timorata.

Sin embargo, con el paso del tiempo, el interés por las políticas de oferta ha ido ganando terreno otra vez. Hay varias explicaciones para ello y no todas son amables con los partidarios de las reformas. Para algunos se trata de ‘cierta pereza intelectual’, como se nos ha achacado desde diversos frentes académicos y periodísticos. Esto podría ser cierto para algunos que por edad hemos vivido ambas crisis y que a lo peor simplemente nos hemos limitado a repetir recetas de entonces. Pero muchos jóvenes economistas, que no vivieron aquellas recesiones, se han apuntado a una interpretación similar y con buenas razones para ello.

En primer lugar el parón del crédito no es tan sólo un shock de demanda, sino que tiene también los tintes de un shock de oferta aunque de forma poco convencional. Las economías desarrolladas han reducido sustancialmente su dependencia del petróleo -por lo que pueden considerarse más eficientes en lo energético- pero dependen mucho más del crédito, que ha crecido más rápidamente que el PIB en la última década. Cuando este se encarece o simplemente no está disponible, sus efectos sobre la producción y la demanda de trabajo y capital son inmediatos. De nuevo hay que reorganizar la producción, de nuevo hay que reasignar recursos hacia sectores menos intensivos en el uso del crédito bancario y de nuevo es necesario que este proceso se haga de la mejor forma posible –en términos de coste y de eficiencia.

Pero más importante todavía es el hecho de que la percepción que hoy tenemos de la eficacia y el uso adecuado de las políticas de demanda ha cambiado en más de un sentido. Es evidente que los estímulos públicos son necesarios para mitigar el impacto catastrófico que la pérdida generalizada de confianza tiene sobre la economía. Pero el mantenimiento de estas políticas durante un tiempo prolongado no ayuda necesariamente a recuperar dicha confianza, que es fundamental para superar la crisis financiera. Respecto a la política monetaria, la posibilidad de topar con el límite cero del tipo de interés es muy elevada en un contexto de baja inflación. Además el cortocircuito bancario afecta de una forma fundamental al mecanismo de transmisión monetaria. Algo similar ocurre con la política fiscal. Años de investigación teórica y empírica han confirmado que los multiplicadores fiscales son positivos aunque en general más pequeños de lo que tradicionalmente se suponía y, sobre todo, que estos multiplicadores son todavía más modestos cuando los estímulos fiscales no vienen acompañados de un compromiso creíble de consolidación en un plazo razonable. Además algunos de los supuestos en los que se basaba la presunción de un efecto importante de la política fiscal no se satisfacen. El mantenimiento de bajos tipos de interés por parte de los bancos centrales no es suficiente para mitigar el ‘crowding out’ cuando la percepción del riesgo es elevada. Prueba de ello es el proceso de ‘flight to quality’ que hace a muchos inversores demandar ávidamente algunos títulos públicos en detrimento de otros y de la inversión privada. El tipo de interés que fija el banco central pierde relevancia en la financiación externa de las empresas, que tienen que pagar una prima de riesgo muy importante o simplemente no pueden acceder al crédito bancario. Por otra parte, la necesidad de hacer frente a las deudas acumuladas en el pasado y la elevada incertidumbre están impulsando la recuperación de las tasas de ahorro de las familias, contribuyendo a reducir los multiplicadores fiscales.

Pero es que además la tolerancia social a los efectos no deseados de las políticas de demanda ha variado también sustancialmente . El costoso proceso de desinflación que tuvieron que afrontar las economías de mercado tras el segundo gran shock del petróleo ha condicionado desde entonces la actuación de los bancos centrales, que tienen entre sus mandatos la prevención de una inflación excesiva. Esto influye también en la capacidad para manipular los tipos de cambio y para reducir el peso de la deuda con inflación. Por otra parte, el proceso sostenido de expansión de la deuda pública –como ratio sobre el PIB- que tuvo lugar durante los ochenta, tanto durante las recesiones como en las expansiones, es hoy impensable. La propia globalización financiera, que hace que los gobiernos se endeuden en un mercado global –frente a una financiación más nacional hace años- impone un escrutinio diario de las condiciones macro-financieras de los países para colocar sus bonos en competencia con otros muchos países en situación similar.

La competencia que los países emergentes suponen para los más desarrollados plantea a estos el reto de una ganancia permanente de eficiencia para mantener nuestro nivel de vida relativo y el objetivo de pleno empleo –o algo que se le parezca- sin el recurso a políticas de demanda que sólo son eficaces si usan transitoria y juiciosamente. Esta ganancia de eficiencia requiere un esfuerzo para mejorar los mecanismos de asignación en nuestras economías. La Unión Europea en su conjunto es consciente de la urgencia con la que debe afrontarse este reto para evitar que la región se convierta en el ‘sick man of the world’ con un raquítico crecimiento en el futuro. España parte de un retraso notable respecto al promedio europeo por lo que su esfuerzo tiene que ser mayor. Incluso en la crisis con más componente de demanda que ha tenido lugar en los últimos tiempos, la necesidad de aplicar reformas estructurales va a estar presente entre las propuestas de política económica. Y por mucho tiempo. Larga vida al two-handed approach.