Por Félix Lobo
España tiene un sistema de sanidad público financiado con el fondo general de impuestos y con suministro de servicios también en manos públicas en una gran parte. Es uno de los pilares del Estado del bienestar, que contribuye enormemente al bienestar, la justicia y la cohesión social. Los ciudadanos así lo valoran y manifiestan reiteradamente sus preferencias por que se dediquen sus impuestos a mantenerlo y mejorarlo. Así, a todos interesa el progreso y calidad del sistema y su eficiencia, que no significa ahorros ni recortes, sino conseguir el máximo resultado en términos de la salud ganada por los ciudadanos a cambio de cada euro adicional gastado.
El Gasto Público en Sanidad (GPS) puede analizarse mediante diversas variables, entre ellas su proporción respecto del PIB. Es una variable relativa que expresa los recursos dedicados a sanidad, pero también, por otro lado, su contribución a la producción nacional. Es útil para las comparaciones internacionales pues normaliza por los distintos tamaños de las economías.
El GPS sobre el PIB, que no llegaba en España al 5 % en 2000, pasó, en fuerte ascensión, a un 5,7 en 2007, último año en que creció el PIB antes de la crisis, y siguió subiendo su participación (en dramática inercia combinada con el descenso del PIB), hasta un máximo del 6,8 % en 2009. Después, la crisis y los recortes o políticas de consolidación fiscal, lo redujeron al 6,4% en 2013 y 2014. Repuntó en 2015 al 6,5 %, según las últimas cifras disponibles de la OCDE, que estima que en 2016, habría supuesto el 6,3 -nivel superior al previo a la crisis.
Una bandera que se agita con frecuencia reclama que España eleve su GPS y que, además, se marque un “suelo” de financiación, una cierta proporción mínima del PIB, por ejemplo un 7,5, blindado, legalmente, o por un “pacto nacional por la sanidad” entre los partidos políticos (tres muestras aquí, aquí y aquí). Nuestros poderes públicos estarían así obligados a gastar en asistencia sanitaria por lo menos dicho porcentaje del PIB, pasara lo que pasara. Esta bandera es enarbolada con entusiasmo por los agentes y grupos de interés del sector sanitario: industria farmacéutica, de productos sanitarios y equipos médicos, compañías aseguradoras y de servicios médicos, sindicatos, colegios profesionales, asociaciones de pacientes, periodistas y medios afines al sector, e incluso sociedades científicas médicas, y también por algunos responsables de administraciones sanitarias (un ejemplo aquí).
Este blindaje me temo que no tiene mucho futuro y que no va a ser aceptado por ningún Ministro de Hacienda sensato. Una garantía permanente de financiación mínima para la sanidad, independiente de la coyuntura económica y de la situación de la Hacienda Pública y sin justificación previa en términos de eficiencia de los proyectos a los que se van a dedicar los incrementos de gasto, sería incompatible con los principios de buen gobierno y perniciosa por varias razones.
Primero, por su rigidez, que puede incluso volverse en contra del sector en momentos de recesión, pues entonces sus recursos se reducirían automáticamente. Segundo, los gestores sanitarios han de estar sometidos a una restricción presupuestaria normal. No a una restricción aún más blanda que la que experimentan en un sistema publico, como si incurrir en déficit no fuese asunto suyo, cuando la sanidad pública representa el 14 % del gasto público total y es tradicionalmente generadora de deuda. Tercero, la garantía de recursos mínimos destruye los incentivos positivos propios de los presupuestos anuales. Con un presupuesto asegurado ¿para qué luchar por la siempre incómoda eficiencia? Las reformas estructurales que necesita el sistema se pospondrían “sine die”. Cuarto, el blindaje pone el acento en cuánto se gasta, no en cómo se gasta. Los nuevos programas de gasto (tecnologías, medicamentos, servicios, hospitales…) deben justificarse mediante estudios de evaluación de la eficiencia y análisis coste-beneficio. Correlativamente, se debe desinvertir y liberar recursos de las actividades, programas y tecnologías ineficientes. Quinto, los gastos públicos en salud, como los demás, especialmente las grandes inversiones, deberían pasar la criba de una autoridad fiscal independiente que los emancipara del ciclo político a corto plazo.
La petición de blindaje muchas veces se defiende denunciando que nuestro GSP/PIB es inferior al de otros “países avanzados de nuestro entorno” que podrían ser nuestro modelo. ¿Deberíamos entonces gastar más? La respuesta exige matizar un poco.
En primer lugar, frecuentemente se confunden los datos de forma grosera (gasto nacional, privado y público, precios corrientes y constantes, corregidos o no por paridad de poder de compra, las diversas fuentes…). En segundo lugar, el gasto en sanidad nos remite a los recursos empleados, pero no nos dice mucho sobre los resultados en salud conseguidos. Podemos gastar mucho, pero mal, de forma ineficiente, de lo cual son un ejemplo notorio los EE.UU. (aunque también en sanidad hacen muchas cosas muy bien). Además, en la función de producción de salud entran elementos distintos de la asistencia sanitaria porque la salud está plurideterminada. Para reducir morbilidad o mortalidad puede ser prioritario eliminar los coches diesel, gastar en educación, o incluso en… carreteras (en países menos desarrollados). Entre nosotros la prioridad sería el tabaquismo, que es nuestra primera causa de muerte evitable y que provoca casi todos los casos de cáncer de pulmón, el más mortífero: 21.220 españoles muertos en 2015, muchos de los cuales podrían haber vivido largos años más. Por todo esto los economistas de la salud e investigadores de los servicios sanitarios recuerdan reiteradamente que más medicina no es mejor medicina y que hay países o regiones que gastan más pero tienen peores resultado en salud que otros que gastan menos.
En tercer término, como han mostrado López-Casasnovas y colaboradores (2015), no vale compararnos con cualquier país. La variabilidad es interesante, pero también lo es cotejarnos con los sistemas nacionales de salud “estilo Beveridge” similares: Reino Unido, Italia o los países nórdicos. Cuando nuestro nivel de renta “per capita” de 2016 fue alcanzado por Suecia (¡en 1998!) tenía un GSP sobre el PIB del 6,3 %, inferior en dos décimas al español. Cuando lo alcanzaron Italia y Reino Unido en 1996 y 1999 tenían 5,0 y 4,7 %, frente a al 6,5 nuestro. El GSP/PIB de Irlanda y Noruega, con renta por persona “grosso modo” doble que la española en 2016, es menor o sólo un poquito mayor.
Además, se deben ponderar las diferencias de tamaño en población y en PIB. Uno de los tótem más adorados por los economistas de la salud es precisamente la curva que relaciona renta y gasto sanitario. Durante decenios se ha comprobado que España se encuentra persistentemente sobre la curva, es decir, en el nivel de gasto que le correspondería por su desarrollo (si las demás variables no influyeran). Con los datos OCDE para los países europeos el gráfico adjunto muestra que en 2016 nuevamente estamos exactamente en la línea de tendencia. Los análisis más finos, con modelos que tratan de captar diversas características sanitarias y socioeconómicas, concluyen que nuestro GSP “per capita” y con ponderación por población, estaría por encima de lo que nos “correspondería” por nuestras características, al menos en algunos años.
Cuarto: ¿debe ser el gasto sobre el PIB de los demás países la guía a seguir? Claramente no es suficiente. Hay disparidades notables en cuanto al “proyecto de país” deseado, las opciones sobre el sector sanitario, ritmos de política sanitaria, coyuntura económica y fiscal, condiciones y estilos de vida. En realidad, el PIB como orientación normativa tiene un valor muy limitado. Un país podría decidir aumentar el gasto sanitario a costa de otros sectores, (por ejemplo, menos AVE) valorados como de menor prioridad, con lo que aumentaría su peso sobre el PIB. Si se emplea en programas eficientes y se financia sin generar déficit, puede ser una opción perfectamente “legítima” desde puntos de vista de crecimiento económico y equidad. Por otro lado, marcada la referencia del PIB queda todo por delante en la tarea de planificar y presupuestar. La referencia normativa debería ser, en cambio, una estrategia o plan nacional a medio y largo plazo que orientara hacia dónde va nuestro sistema sanitario, dadas las restricciones epidemiológicas, poblacionales, tecnológicas, fiscales y de crecimiento económico y que lidere y coordine las políticas de las comunidades autónomas y sus servicios de salud.
¿No sirve de nada entonces medir el gasto sanitario sobre el PIB? Sí sirve. Es sensato marcar como objetivo que el GSP no supere un techo, para que no genere problemas de financiación imposibles de resolver. Entonces jugaría no como el mínimo de la propuesta que criticamos, sino como un máximo, como aprueba por ejemplo Francia en su ley anual de actualización de la Seguridad Social. Es decir, es una restricción macroeconómica al gasto público incluida en el marco de las previsiones agregadas periódicas. Tanto mejor si se insertan en una planificación y presupuestación a largo plazo bien fundamentadas.
En España este papel desempeñan las previsiones de GSP como parte del gasto público, que el Gobierno negocia con Bruselas en las actualizaciones del Programa de estabilidad, Programa nacional de reformas y Plan presupuestario en el marco del “Semestre Europeo”. Sólo que entre nosotros estas cifras no son justificadas sólidamente, ni son seriamente debatidas con transparencia, ni parecen tener detrás estudios ni planes específicos plurianuales detallados de gasto en sanidad, que podrían echar luz sobre incorporaciónn de tecnologías, remuneraciones y grandes inversiones. Es un misterio cómo se llega hasta ellas. Cuando se publican tienen una gran repercusión en la prensa especializada y en el sector, que, como es de esperar, siempre se lamenta amargamente de su insuficiencia. En todo caso, las previsiones luego no se cumplen, sino que se superan, como veremos en otro artículo, si los lectores me siguen concediendo su atención.