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Fin de régimen y nuevo Rey

Reproducimos aquí por su interés un artículo publicado por César Molinas el domingo en la Vanguardia.

Puede que la Historia no tenga ciclos; lo que sí parece tener son querencias. Al igual que ocurrió con su padre, el rey Juan Carlos, don Felipe de Borbón accederá al trono en un tiempo en el que España experimenta una situación de fin de régimen. Otra vez. Desorientación, inmovilismo, desafección, hastío, falta de liderazgo, corrupción y unas tensiones territoriales desconocidas en los últimos siglos de la historia de España. La Corona, ahora como antes, es la única institución del Estado que no está politizada y que, por diseño, es capaz de pensar a largo plazo. Lejos de ser un problema, ahora como antes, tiene que ser parte de la solución. Con similitudes y diferencias, la situación actual recuerda a 1974, cuando el régimen franquista agonizaba y nadie tenía una idea cabal de qué iba a ocurrir en el futuro próximo. La principal similitud es la caducidad de las agendas: la del régimen del 78 está hoy tan obsoleta como lo estaba la del 18 de julio en el franquismo tardío. Como entonces, España tiene ahora una necesidad perentoria de renovar la agenda. Hace cuatro décadas lo consiguió, ahora no está claro que sea capaz de hacerlo. Y no lo está porque la principal diferencia es que en 1974 el franquismo era un régimen débil e inestable, mientras que el régimen político actual es todavía muy estable, como ilustra el hecho de que es capaz de tener 6 millones de parados, de no darles ninguna esperanza razonable de empleo, y de permitir algo tan feo como que una parte de las élites se dedique a robar el dinero para formación y reciclaje de los desempleados sin que pase absolutamente nada. Que eso sea posible supone una estabilidad política muy grande.

1. Un régimen político se puede caracterizar por un binomio compuesto por una agenda y por un conjunto de élites de referencia, o grupos de interés, que consideran que la agenda les es favorable. Estas élites tienen, en mayor o menor grado, poder de veto sobre modificaciones de la agenda y eso cimienta la estabilidad política.

2. La decadencia de un régimen político aparece cuando cambian las circunstancias históricas que alumbraron su nacimiento y dieron sentido a sus instituciones, y éstas se muestran incapaces de liderar el cambio de agenda que reclaman los nuevos tiempos. Esta incapacidad surge casi siempre de la maraña de intereses creados por las élites de referencia y de su atrincheramiento en las instituciones desde las que se oponen a cualquier cambio fundamental.

3. La decadencia política lleva tarde o temprano a situaciones de fin de régimen, en las que para cambiar la agenda hay que cambiar parcial o totalmente a las élites de referencia. Una revolución es un cambio de régimen en el que las élites de referencia son desplazadas sin compensación alguna. Una transición es un cambio de régimen en el que las élites desplazadas obtienen compensación.

4. Un régimen político es estable cuando no existe una coalición alternativa de élites que pueda imponer una agenda nueva. Un régimen político es legítimo cuando la población cree que sus instituciones son justas y está dispuesta a cumplir las reglas establecidas.

Lo que resta del artículo se estructura en tres partes. En primer lugar, discutiré la agenda y la formación de las élites de referencia del régimen del 78. En segundo lugar haré lo propio con la agenda y las élites de referencia que debería tener un nuevo régimen político. Por último haré algunas observaciones sobre el papel que debería tener el Rey en las circunstancias actuales. Vaya por delante que este artículo trata cuestiones de fondo -agendas y élites- y no entra en cuestiones de forma –dictadura o democracia- que pueden acabar siendo tanto o más importantes que las de fondo en algunas coyunturas históricas. Afortunadamente, hoy en día no es el caso.

La agenda y las élites de la Transición
En 1974 el régimen del 18 de julio era un anacronismo en el mundo civilizado, un obstáculo para la continuación del desarrollo económico del país y un estorbo para el desarrollo social de las clases medias urbanas que habían ido creciendo en las dos décadas anteriores. Las élites de referencia del régimen comenzaban a tener muchas dudas, acentuadas por el magnicidio de Carrero Blanco, sobre qué ocurriría tras la muerte de Franco. Soplaban aires de fronda por doquier: Juntas, Plataformas y Platajuntas. Las profesiones liberales y la Universidad, no sólo los estudiantes, eran cada vez más desafectas; la iglesia Católica española, dividida desde el Concilio Vaticano II, intentaba esconder el palio con el que se honraba a Franco; el movimiento obrero, liderado por sindicatos clandestinos, cobraba fuerza; y hasta en las Fuerzas Armadas afloraba la disidencia con la creación de la UME. Se vivía una situación de fin de régimen.

La agenda que se necesitaba era obvia: dejar atrás la guerra civil, construir una democracia homologable y entrar en Europa. El problema, como en todo cambio de régimen, era conseguir el apoyo de unas élites lo suficientemente amplias como para hacer posible el cambio de agenda. La nueva literatura de la economía del cambio político -Dani Rodrik, Wayne Leighton, Edward López y otros- enfatiza que para salir de una situación de fin de régimen, mediante una revolución o mediante una transición, hacen falta unos “emprendedores políticos” -Lenin o Adolfo Suárez, por ejemplo- que aprovechen una crisis -la guerra del 14 o la muerte de Franco, por ejemplo- para conseguir que cambien las reglas del juego, es decir, para cambiar el sistema de incentivos a los que responde la acción política. ¿Es imprescindible que haya una crisis para cambiar un régimen político? No necesariamente, si su estabilidad puede erosionarse de manera gradual, como parece creer Alex Salmond en el caso escocés. Pero la mayoría de cambios de régimen ocurren en ocasiones de crisis.

La Transición fue posible porque hubo abundancia de emprendedores políticos que hicieron de catalizadores del cambio. En primer lugar estaba Suárez, pero también Felipe González, que renunció al marxismo, y Santiago Carrillo, que asumió la monarquía y la bandera rojigualda, y Fraga Iribarne, que pasó a llamarse sólo Fraga, y muchos otros más. Todos ellos renunciaron a algo importante para conseguir lo esencial: una transición pacífica hacia un régimen democrático y homologable.

Las élites de referencia del régimen del 78 se formaron, principalmente, por ampliación de las del franquismo. Cierto que a los “azules” más recalcitrantes se les desplazó, pero se fueron con el riñón bien cubierto. La iglesia Católica también perdió influencia, pero fue compensada con un Concordato que garantizaba su financiación y sus privilegios educativos. Las Fuerzas Armadas sí que dejaron de ser élite de referencia, pero obtuvieron un horizonte profesional claramente superior al que les asignaba el franquismo. Las grandes novedades fueron las incorporaciones. Como élites de referencia entraron los sindicatos, que tuvieron desde el principio un fuerte poder de veto sobre todo lo que afectase al ámbito social. Y también, por supuesto, los partidos políticos democráticos, que evolucionaron rápidamente para situarse en lugar prominente del status quo social.

Élites y poder 
No quedaba claro, al principio del nuevo régimen, qué iba a ocurrir con una de las élites de referencia relevantes del franquismo: los caciques locales y provinciales. La incertidumbre duró poco. El referéndum andaluz de febrero de 1980 abrió la puerta a la interpretación del Estado de las autonomías consagrado en la Constitución como “café para todos”, dejando vacía de contenido la distinción entre nacionalidades y regiones. Al grito de “¡no vamos a ser menos!” las redes clientelares del caciquismo tradicional y otras redes de nuevo cuño creadas por los nuevos políticos regionales se incrustaron en las nacientes administraciones autonómicas, superando lo conseguido en las administraciones locales bajo el franquismo y regímenes anteriores. Así, el renovado caciquismo español ha conocido en el régimen del 78 un esplendor desconocido desde la Restauración. Irónicamente, la extraordinaria estabilidad del régimen actual tiene sus raíces en la integración y el fortalecimiento del caciquismo como élite de referencia. Cuando irrumpió en el Congreso en 1981 Tejero llevaba ya un año de retraso.

Dado que la oligarquía española ha ido cambiando de personas y de ocupaciones, pero no de familias, es fácil llegar a la conclusión que sigue. En el último siglo España ha cambiado con frecuencia de régimen político: han cambiado las agendas, las élites de referencia y las formas de Estado. Ha habido dos monarquías, dos dictaduras y una república. Pero el poder, en su naturaleza y estructura, no ha cambiado de manera significativa. Oligarcas y caciques siguen perpetuando su simbiosis parasitaria de la estructura del Estado. El estudio de Joaquín Costa de 1905 "Oligarquía y caciquismo" es válido en 2014 haciendo sólo algunos retoques en el texto, como cambiar "gobernadores civiles" por "gobiernos autonómicos" ¡Oh maravilla lampedusiana!

Cómo se llegó al fin de régimen actual 
La agenda de la Transición consiguió sus principales objetivos muy deprisa: en 1986 ya se había consolidado el régimen democrático y España se había integrado en Europa. Se abrió entonces una época de gran prosperidad en la que crecieron el empleo, las rentas y la riqueza. Con ayuda de los fondos europeos, se modernizaron las infraestructuras del país. Había un clima social de misión cumplida y de autosatisfacción: era obvio que España había cambiado mucho y para bien.

En este contexto de euforia, las rigideces del nuevo régimen se manifestaron muy temprano. En los años 80 los sindicatos comenzaron a ejercer el veto para impedir la reforma de las pensiones, que ya entonces se sabía necesaria, y para abortar cualquier flexibilización del mercado laboral. Este veto impidió hacer reformas significativas durante dos décadas. El capitalismo castizo, otra élite de referencia, vetaba la introducción de competencia en mercados de factores y productos. El actual desbarajuste del mercado eléctrico es consecuencia, en parte, de ese veto. La corrupción se extendía de abajo a arriba por las administraciones públicas, en las que la licitación y contratación iban cayendo en manos de las redes clientelares. Los tentáculos del caciquismo acabaron controlando muchas Cajas de Ahorro, instituciones clave en la generación de la burbuja inmobiliaria que reventó en 2008.

En 1992 España firmó el tratado de Maastricht que encaminaba Europa hacia el euro. A continuación, como para celebrarlo, devaluó la peseta cuatro veces en tres años y no tomó ninguna de las medidas necesarias para no tener que volver a devaluar. No lo hizo por la resistencia numantina de las élites de referencia. Ahora España está devaluando otra vez, pero lo tiene que hacer por el sector real de la economía, con unos costes pavorosos en términos de paro, caída de rentas y exclusión social. ¿Hemos aprendido la lección? ¿Somos capaces de hacer las reformas necesarias para no tener que devaluar periódicamente? No parece, la verdad. Se han hecho reformas importantes: la del sistema financiero, incompleta, la del mercado de trabajo, también incompleta, y la de las pensiones públicas. Pero se han hecho por imposición de la Troika, preocupada como estaba por la posibilidad de bancarrota de España, no por iniciativa española. El régimen político actual no es capaz de superar los vetos de sus élites de referencia, no es capaz de elaborar un proyecto de futuro que haga de España un país atractivo para los españoles y no es capaz de afrontar los grandes retos que tiene por delante nuestro país. Acosado por circunstancias que no comprende y carcomido por la corrupción, pierde legitimidad a chorros. Estamos en una situación de fin de régimen.

¿Qué agenda para un nuevo régimen? 
La agenda que se necesita ahora en España es, quizá, menos obvia que la que se necesitaba en 1974, pero no por ello menos necesaria. Construyendo sobre lo conseguido desde 1978, la nueva agenda debe situar a España en condiciones de afrontar los retos del siglo XXI, que son los que surgen de la pertenencia al euro y de una economía globalizada en la que la digitalización avanza a un ritmo trepidante. Debe incluir los temas vitales que el régimen del 78 es incapaz de abordar:

1. Mejorar el capital humano, de la educación en todos sus niveles, de la I+D y del emprendimiento. Los españoles tenemos que interiorizar la identidad Últimos en PISA=Primeros en desempleo, cuya comprensión escapa al régimen político actual. Hace falta un Plan Marshall para el capital humano, y este plan debe vertebrar un proyecto nacional de futuro integrador de todos los españoles. Si esto no se consigue, España sólo podrá competir por precio y las devaluaciones internas serán recurrentes.

2. Resolver constructivamente las renacidas tensiones territoriales. Para ello hace falta el proyecto mencionado en el punto anterior y añadir la política a la concepción exclusivamente jurídica que el régimen actual tiene del problema.

3. Emprender reformas vitales que no se han abordado hasta la fecha, especialmente la reforma de la Administración.

4. Regenerar la vida pública para recuperar la legitimidad, empezando por una nueva ley de partidos políticos que permita combatir la corrupción. Hay que despolitizar las instituciones del Estado y devolverles sus funciones originales. Esta regeneración es condición previa para que puedan abordarse los puntos anteriores de la agenda.

¿Qué élites de referencia? 
Los cuatro puntos anteriores refieren al interés general, pero todos ellos interfieren con el interés particular de alguna de las actuales élites de referencia, que explícita o implícitamente los vetan. El primer punto incomoda a los sindicatos, a los políticos de determinadas autonomías y, en general, a todos los que creen que la educación debe igualarse por abajo. No parece ser una prioridad para nadie. El segundo incomoda a todos los que creen que la única respuesta que hay que dar al independentismo catalán es aplastarlo. Son muchos, demasiados, los que piensan así. El tercero y el cuarto incomodan a los partidos políticos, al capitalismo castizo y a las redes clientelares. No hay que esperar ninguna iniciativa del régimen político actual para avanzar por el camino de la nueva agenda, con lo que la situación de fin de régimen y el inmovilismo político podrían, en principio, prolongarse indefinidamente.

No es probable que eso ocurra, porque en una situación de fin de régimen cualquier pequeño problema puede convertirse en una gran crisis. De hecho, lo más probable es que haya una crisis tras otra. Ello no es condición suficiente para un cambio de régimen, pero sí es un contexto favorable para que surja el “emprendimiento político” al que me he referido en párrafos anteriores. Estos emprendedores deberían convencer a la mayor parte de las actuales élites de referencia de la necesidad de adoptar una nueva agenda y de incorporar al nuevo régimen a élites territoriales, hoy en día indiferentes o desafectas, que son absolutamente necesarias para asegurar la estabilidad política.

El papel del Rey 
En la Transición el rey Juan Carlos tuvo un papel muy activo en el fomento del emprendimiento político. Supo encontrar y alentar a los emprendedores que acabaron siendo los impulsores y catalizadores del cambio. Se consolidó el cambio de régimen, se consolidó la democracia y se consolidó la monarquía. En la situación actual, que también tiene mucho de excepcionalidad, el rey Felipe debería tener una actitud similar. Sin desbordar sus atribuciones constitucionales, tiene un amplio margen para orientar, inspirar y alentar. La Corona, como ocurrió a partir de 1975, debería ser el fulcro sobre el que apalancar los cambios necesarios.

Como he comentado anteriormente, el régimen del 78 es muy estable. No se ha desestabilizado ni con la crisis de empleo que ha sufrido España ni con la corrupción sistémica que ha invadido instituciones y Administraciones. La crisis territorial provocada por el independentismo catalán sí que tiene un gran potencial desestabilizador, porque cualquier solución constructiva pasa necesariamente por un cambio de agenda que incorpore un proyecto de futuro para todos los españoles, es decir, por un cambio de régimen. El mal llamado “problema catalán” es un reflejo del “problema de España”. Al todavía Príncipe de Girona, muy buen conocedor de Catalunya, no le van a faltar ocasiones para moderar y para arbitrar.