Desde los organismos internacionales se ha insistido repetidamente en la importancia de fomentar políticas activas de empleo en nuestro país, probablemente inspirados por su éxito en otros países de nuestro entorno. Sin embargo, dentro del cajón de sastre de las políticas activas de empleo se incluye una amplia gama de programas con características muy diversas y cuya efectividad puede variar ampliamente en función de la situación del mercado laboral. Un buen ejemplo es el nuevo proyecto que ha puesto en marcha el Gobierno, con un presupuesto de 200 millones de euros, que prevé pagar a las agencias de colocación privadas hasta unos 3,000 euros por cada parado que consiga un contrato laboral con una duración de al menos seis meses, con cuantías que aumentan con la edad y el tiempo que el parado lleve desempleado (noticia en prensa y referencia oficial). La experiencia de un programa muy similar implementado (y evaluado) en Francia muestra que cuando las oportunidades laborales son escasas, tal y como ocurre actualmente en España, este tipo de programas no genera nuevos empleos sino que únicamente consigue que algunos parados encuentren temporalmente trabajo a costa de otros parados no incluidos en el programa (Crépon, Duflo, Gurgand, Rathelot y Zamora 2013).
Aunque ya hemos mencionado esta evaluación muy brevemente en una entrada anterior, quizás no esté de más explicarla en más detalle. Además de proporcionar evidencia muy útil acerca de la (escasa) efectividad de este tipo de actuaciones en un contexto de baja actividad económica, se trata de una excelente muestra de cómo debe implementarse un programa para que pueda ser evaluado. Y es que este tipo de evaluaciones no es trivial, ni desde un punto de vista político ni desde un punto de vista técnico. La evaluación requiere (i) obtener información sobre la situación laboral de los participantes al principio y al final del programa, (ii) estimar qué habría ocurrido con estos participantes si no hubieran tomado parte en el programa y, además, (iii) calcular el impacto del programa sobre otros individuos que no han participado pero que se han podido ver afectados indirectamente.
Muchos análisis se quedan en el punto (i). Por ejemplo, a raíz de la propuesta del Gobierno, un informe de PWC estima los costes medios de las labores de colocación que realiza el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) dividiendo la cuantía que el SEPE asigna a actividades de colocación de demandantes de empleo (3.765 millones de euros en 2013) entre el número de demandantes de empleo que ha encontrado trabajo a través del SEPE (unos 267.826 en 2013). A partir de este cálculo, la consultora concluye que cada colocación que realiza el SEPE “cuesta” unos 14.000 euros. Esta interpretación es muy cuestionable porque, implícitamente, presupone que ninguno de estos parados habría sido capaz de encontrar trabajo por sí mismo, un supuesto que por mal que estén las cosas no parece muy realista (otro grave problema es que no contempla otras tareas que realiza el SEPE y que están incluidas en dicha partida). Para poder estimar cómo un determinado programa afecta a sus participantes es necesario encontrar un contrafactual que proporcione información adecuada acerca de qué les habría ocurrido si no hubieran participado en el programa. Esto se puede hacer de diversas formas, pero probablemente la metodología más transparente y fiable consista en asignar al azar los parados a los distintos programas disponibles (e.g. Crépon, Gurgand, Kamionka, y Lequien 2011).
Pero incluso una evaluación experimental de este tipo, que en España sería insólita, resulta insuficiente porque no captura la posible existencia de un efecto desplazamiento: el programa podría estar afectando negativamente a otros parados de manera indirecta. Las agencias de colocación privadas podrían estar ayudando a que los participantes en el programa consigan un puesto de trabajo que, sino, habría sido ocupado por otros. Utilizando la metáfora del juego de las sillas musicales, podríamos estar enseñando a algunos participantes a encontrar más rápidamente las sillas vacías, pero sin conseguir reducir el número de gente que se queda de pie. Para poder detectar estos efectos de equilibrio general, en Francia decidieron variar el número de parados que participaba en el programa en cada área geográfica. De manera aleatoria, se decidió que algunos lugares participaran el 100% de los parados objeto del programa, en otros solamente una determinada fracción, y que también hubiese sitios donde no participase nadie. Con este diseño es posible inferir la efectividad del programa comparando como evoluciona la tasa de paro en cada zona. Si el programa estuviera creando empleo neto, deberíamos observar que la tasa de desempleo evoluciona de una manera más favorable en aquellas zonas donde participa un mayor número de parados. En cambio, si el programa simplemente lo que hace es que algunos parados encuentren trabajo a costa de otros, la tasa de empleo debería evolucionar de manera similar en todos los lugares independientemente de que se haya implementado o no el programa. El análisis realizado en Francia muestra que esto último es precisamente lo que ocurre cuando la actividad económica es débil. No se observa ninguna diferencia entre la tasa de paro en las zonas donde se implementó el programa y las zonas en las que no. Además, en las zonas donde algunos parados (pero no todos) participaron en el programa, la mejora en la tasa de empleo que experimentan los participantes a costa de los individuos que no tomaron parte tiene una duración muy limitada en el tiempo: no persiste más allá del período de seis meses exigido para que la agencia cobre por la colocación.
El análisis realizado en Francia también facilita información muy interesante acerca de las actividades que llevan a cabo las agencias de colocación privadas cuando el Estado les proporciona este tipo de incentivos a muy corto plazo. Los parados reciben ayuda para que preparen mejor el currículum y las entrevistas de trabajo, pero no se realizan tareas de formación ni tampoco se les ayuda a detectar vacantes en otros segmentos del mercado laboral, más allá de lo que ofrece el servicio público de empleo. Esto quizás explique por qué el efecto dura tan poco tiempo y por qué no se consigue una generación neta de empleo.
En todo caso, el gobierno español quizás debería tomar nota de cómo se hacen las cosas al otro lado de los Pirineos, diseñando los programas de forma que puedan ser evaluados. Sin una evaluación adecuada nunca lograremos saber si el nuevo programa tiene algún efecto positivo, o si habría sido más efectivo dedicar estos recursos a reducir los costes laborales o a mejorar la formación de los parados, por poner dos ejemplos de políticas alternativas. Ahora más que nunca, el coste de oportunidad de los fondos públicos es demasiado elevado como para que nos podamos permitir el lujo de malgastar otros 200 millones de euros.