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A vueltas con la cuenta corriente y la estabilidad macroeconómica

En mi último post escribía sobre el reciente informe sobre la evolución de los desequilibrios en Europa y entre algunos lectores se suscitó una interesante discusión sobre el funcionamiento de los procedimientos de los que la Unión Europea se ha dotado para monitorizarlos. Algunos plantearon sus reservas sobre la utilidad de los indicadores utilizados, otros sobre la idoneidad de los límites señalados para estos indicadores -¿por qué el 160% del PIB como límite a la deuda del sector privado ó el -6% para la evolución de la cuota de exportaciones?- y también se cuestionaba la credibilidad de los mecanismos de sanción incorporados en el Macroeconomic Imbalance Procedure. Pero sin duda la cuestión que ha generado más debate en el marco de la renacida preocupación por diseñar un sistema de indicadores adelantados, es la relación entre la cuenta corriente y las crisis financieras.

Algunos comentarios al post –por ejemplo el de LIMA- argumentaban que se estaba prestando demasiada atención a unos desfases de cuenta corriente que se habían disparado en una coyuntura histórica difícilmente repetible, mientras que a otros les preocupaba que un intento de controlar este déficit pudiera requerir una u otra forma de proteccionismo o la vuelta al nacionalismo económico. En concreto Quasimontoro y José Jarauta llamaron la atención sobre un artículo reciente de Obstfeld que resume de forma muy interesante las visiones contrapuestas sobre la cuestión. Ya escribí algo relacionado sobre este tema aquí, pero es evidente que esta no es una cuestión cerrada y que merece la pena seguir reflexionando y aportando evidencia empírica sobre ella. Muy resumidamente, Obstfeld argumenta que hay razones para preocuparse por la cuenta corriente porque –aunque la evidencia no es del todo concluyente- muchas crisis financieras vienen precedidas por elevados y persistentes déficits comerciales. Además, la acumulación temporal de la cuenta corriente resulta ser el principal determinante de la posición exterior neta de las economías –mucho más que los cambios en la valoración de activos- y esta es a su vez es una restricción importante para el consumo presente y futuro de sus ciudadanos.

No es necesario recordar que la suma de los déficits de los tres sectores de la economía –ahorro menos inversión privados, impuestos menos gasto público y exportaciones netas- debe ser igual a cero. A partir de ahí, poco puede decirse con rotundidad sobre cada uno de los componentes. Los economistas entendemos que un déficit fiscal puede resultar excesivo porque las decisiones de la administración no están sujetas a un proceso de optimización y por ello hemos acabado aceptando la idea de límites al mismo y a la deuda pública –a pesar de que no resulta fácil determinar el nivel a partir del cual la deuda pública se convierte en un problema. Sin embargo no nos sentimos tan cómodos hablando de niveles excesivos de déficit/superávit de cuenta corriente, por las mismas razones por las que nos cuesta entender que el desfase entre ahorro e inversión doméstica en un país pueda ser algo diferente a lo que consumidores y empresas han decidido libre y óptimamente. Por ello es generalmente aceptado que un déficit de cuenta corriente es preocupante cuando viene asociado a un elevado déficit público, pero no tanto en ausencia de un problema genuinamente fiscal.

En realidad la cuestión es más compleja porque un país puede tener una cuenta corriente deficitaria sin tener un problema serio de financiación exterior, o tenerlo a pesar de que la cuenta corriente esté saneada. El primer caso es de libro de texto. Un país en fase de convergencia y fuerte crecimiento tiene unas necesidades de financiación que no pueden cubrirse únicamente con ahorro doméstico. La financiación exterior no compromete seriamente la estabilidad interna ya que tiene como contrapartida la producción futura de bienes comerciables. Si, además, esta financiación tiene la forma de inversión directa o de cartera los inversores extranjeros toman posiciones más permanentes en la gestión de las actividades de producción doméstica, lo que garantiza una menor propensión a interrupciones bruscas en la disponibilidad de fondos. En el otro extremo, una cuenta corriente superavitaria o con un déficit moderado y transitorio puede ser compatible con un elevado riesgo asociado a la financiación exterior. Cómo señala Obstfeld más que los flujos netos de capital importan los flujos brutos ya que en una situación de crisis nada garantiza que los ahorradores nacionales estén dispuestos a financiar los pasivos domésticos. Por ello la cuenta corriente sólo es relevante en la medida en que aproxime la evolución de la posición exterior neta –diferencia entre activos y sus pasivos con el exterior- y esta la de los niveles de dependencia respecto al ahorro exterior en términos brutos.

Los argumentos teóricos sobre la necesidad de monitorizar la cuenta corriente no son por lo tanto concluyentes, sin embargo la evidencia sugiere que en muchos casos, y desde luego en la Unión Europea, los déficits comerciales señalan problemas económicos más profundos: por una parte tienden a hacerse crónicos y no reflejan situaciones cíclicas o transitorias y, por otra, representan la punta del iceberg de un proceso de integración en el que los flujos financieros brutos han crecido de forma tan rápida como desequilibrada.

Dos ejemplos sirven para ilustrar estas ideas. En los Gráficos 1, 2 y 3 he correlacionado el déficit por cuenta corriente en los principales países de la UE con su posición exterior neta en tres momentos cruciales en el desarrollo de la Eurozona: 2001, 2008 y 2010. El plazo transcurrido desde la creación del Euro debería ser suficiente para observar el funcionamiento a pleno rendimiento de los mecanismos de ajuste de mercado, de modo que los países más endeudados con el exterior y con fuertes apreciaciones reales deberían haber iniciado en algún momento un proceso de corrección hacia un superávit de la balanza comercial. Sin embargo esto no ha sido así –con alguna excepción honrosa, como es el caso de Finlandia. La correlación entre el déficit comercial y la posición exterior neta es siempre positiva, ha tendido a acentuarse con el crecimiento económico y todavía hoy es significativa tras varios años de estancamiento. Mientras que con las reglas fiscales se trata de imponer al sector público que disminuya su déficit para compensar niveles elevados de deuda, parece que el sector privado de las economías europeas no sigue un proceso de corrección similar. Al contrario, los países más endeudados tienden a presentar sistemática y persistentemente mayores déficits.

Pero es que además en muchos casos la posición neta exterior es un indicador bastante preciso de la magnitud de los flujos financieros brutos, por lo que aproxima bastante bien el verdadero problema al que se exponen las economías ante una eventual crisis en los mercados financieros internacionales. Obstfeld presenta evidencia para Estados Unidos y el Reino Unido sobre los flujos financieros brutos, pero el caso de España es también un buen ejemplo de este fenómeno. El valor nominal de los activos extranjeros en manos de residentes en España se ha multiplicado por 68 entre 1980 y 2010, como resultado de la internacionalización y diversificación financiera de nuestros ahorradores, al tiempo que nuestros pasivos con el exterior se han multiplicado por más de 80. La consecuencia es que nuestra posición exterior neta –negativa- es hoy 100 veces la de entonces. Ponderadas por el PIB estas cifras siguen siendo enormemente elocuentes. Como se recoge en el Gráfico 4 la posición exterior neta de la economía española se ha multiplicado casi por cinco desde 1995 y por tres desde la entrada en vigor del Euro, para alcanzar hoy el 90% del PIB. Esto ha sido así a pesar de que nuestros activos con el exterior también han aumentado en este periodo desde el 48% al 122% del PIB, ya que los pasivos brutos han crecido mucho más rápidamente desde el 70% del PIB en 1995 hasta alcanzar el 212% en 2010.

En definitiva, no falta algo de razón a quienes argumentan que el caso de monitorizar la cuenta corriente como un indicador de desequilibrios carece de una sólida base teórica, que se pueden encontrar argumentos que explican que un déficit, incluso duradero, no tiene porqué anunciar problemas financieros en el futuro y que, por ello, la fijación de un límite de sostenibilidad a la misma –como es el -4%, +6% fijado por la UE- es esencialmente arbitraria. Sin embargo la experiencia europea reciente está llena de ejemplos en los que los déficits comerciales tienden a hacerse crónicos y a ser síntomas de una integración financiera que en algún punto ha dejado de responder al papel corrector del mercado que nos prometen los libros de texto. El crecimiento exponencial de los flujos brutos de ahorro lejos de acompañar a la convergencia esconde realidades cada vez más divergentes. Las posiciones exteriores netas de los países tienden a polarizarse en vez de a acercarse, sin que el mecanismo de precios parezca capaz de disciplinar el comportamiento ahorrador del sector privado. Los países que ahorran mucho (poco) tienden a hacerlo cada vez más (menos) al margen de la evolución del rendimiento de este ahorro. Por ello, la información que proporciona el seguimiento de la cuenta corriente puede ser crucial para prevenir riesgos no tan lejanos de un frenazo brusco en la financiación exterior de algunos países Europeos.