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¿Hay alguien ahí?

Hubiera titulado este post Quo vadis Europa? si no fuera porque me parece demasiado para un modesto post y porque además es el título de un libro de Guillermo de la Dehesa publicado hace unos años que merece la pena releer porque apuntaba algunos de los problemas que hoy observamos en la Unión Económica y Monetaria. La sucesión de crisis de deuda soberana que sacuden desde hace meses a diversas economías europeas está llevando a muchos economistas a pensar que su causa no radica únicamente en los problemas específicos de algunos países, sino también en las peculiaridades jurídicas, políticas y económicas de la UEM. Mientras se exige, y con razón, que cada país ponga su casa en orden no parece haber nadie al timón de una solución global para los problemas de crecimiento y sostenibilidad de la Eurozona. Un ejemplo de esta indefinición ha sido la discusión entre partidarios y detractores del eurobono, que se ha presentado como la penúltima propuesta para resolver los problemas de financiación de la deuda pública de algunos países.

La UEM es una de las regiones que menos están contribuyendo al crecimiento mundial. Como se aprecia en el Gráfico 1, la zona Euro ha tenido una tasa de crecimiento promedio sólo superior a la de Japón entre 1999 y 2007 y aunque ha atravesado la crisis algo mejor que Japón y el Reino Unido, lo ha hecho peor que Estados Unidos y, por supuesto, que el conjunto de países emergentes y en desarrollo. Además, las perspectivas de crecimiento futuro son, según el Fondo Monetario Internacional, todavía menos halagüeñas con tasas que serán claramente superadas por las de las otras grandes regiones del mundo desarrollado y abrumadoramente por los países emergentes. Sin embargo, Europa ya lleva tiempo mostrando esta falta de dinamismo. ¿Qué más hay detrás de la crisis de deuda soberana actual que no parecemos capaces de superar?

Una primera posibilidad es que los mercados simplemente piensen que tarde o temprano la UEM va a dejar de ir en ayuda de algún país en dificultades Pero las instituciones de gobierno de la Unión han manifestado una y otra vez que están dispuestas a ayudar a cualquier país miembro que lo necesite. Si este anuncio es creíble debería bastar para frenar las crisis ya que, a pesar de su déficit de crecimiento, la UEM en su conjunto tiene una posición fiscal y financiera mejor que la de Japón y Estados Unidos, y las previsiones del Fondo Monetario Internacional para 2015 indican que esta posición ventajosa tiende a ampliarse (Gráfico 2) -incluso tomados individualmente, sólo cuatro países tienen una deuda sobre PIB superior a la de Estados Unidos y de ellos sólo dos, Grecia e Italia, estarán por encima en 2015- por lo que en principio podría movilizar recursos suficientes para acudir en ayuda de cualquiera de los países amenazados.

La segunda posibilidad es que los mercados simplemente consideren que la información proporcionada por los países miembros puede esconder todavía alguna sorpresa negativa ‘a la griega’, aunque en este caso en forma de agujeros bancarios mayores de los declarados. Las pruebas de esfuerzo de los bancos estaban dirigidas a disipar esta duda, pero lo ocurrido con Irlanda indica que las pruebas no estaban bien diseñadas –en el mejor de los casos- y el reconocimiento de la necesidad de repetirlas es una señal preocupante. Si es necesaria una nueva ronda de pruebas de esfuerzo apenas unos meses después de la primera, casi cualquier resultado es malo. Si la mayoría de los bancos vuelven a pasarlas ¿por qué confiar en las pruebas está vez?, si no lo hacen … es mejor no pensarlo.

Pero la tercera posibilidad es que los mercados no descarten que el Euro tal y como hoy lo conocemos no es viable. Y esto sucede porque, entre otras cosas, la gobernanza económica de la UEM está fallando estrepitosamente. Las limitaciones de una unión monetaria con importantes disparidades económicas eran sobradamente conocidas pero fueron minimizadas en la ola de entusiasmo que acompaño a la creación del Euro. La preocupación esencial entonces era la sincronía en las fluctuaciones cíclicas que, sin ser perfecta, se esperaba fuera mejorando con el proceso de convergencia. Una de las posibles fuentes de shocks asimétricos era la política fiscal, que quedaba totalmente en manos de los gobiernos nacionales, y para ello se ideó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Aunque este no funcionó muy bien, durante casi una década las primas de riesgo de la deuda soberana de los países de la Eurozona se redujeron a su mínima expresión lo que hizo que muchos llegasen a pensar que el Pacto era innecesariamente restrictivo y que deberíamos permitirnos una mayor discrecionalidad nacional.

Con la crisis económica muchas de esas certidumbres han saltado por los aires y la respuesta de los dirigentes europeos ha sido hasta ahora parcial y vacilante. Los distintos grupos de trabajo y de reflexión designados por los órganos de gobierno no han dado con la tecla de cómo mantener el atractivo del proyecto del Euro. A remolque de los acontecimientos, y sin una dirección clara a largo plazo, se han ido sucediendo propuestas para resolver los problemas nacionales que no parecen capaces de disipar todas las incertidumbres sobre el futuro. Hemos tenido que ir aceptando que era necesario un mecanismo de rescate más o menos velado como European Financial Stability Facility y, por si esto no es suficiente, que el Banco Central Europeo adquiera cantidades significativas de deuda soberana de los países con más dificultades. Como un paso más en esta dirección en los últimos días hemos empezado a oír hablar de la creación del Eurobono que, tal y como está planteado, parece más dirigido a mitigar las consecuencias de la disparidad del coste de la deuda que a corregir sus causas.

Todos estos mecanismos e iniciativas serían muy útiles como parte de un renovado Pacto de Estabilidad que reforzase la gobernanza fiscal en Europa y un Pacto por la Competitividad que para fomentar la convergencia estructural. Un grupo de países con unas instituciones económicas progresivamente similares y con unos presupuestos equilibrados –como norma- puede beneficiarse mucho de un Banco Central que no descarte intervenciones específicas para frenar la especulación y de un Fondo común -real o virtual, como extensión de la actual EFSF- con fines puramente estabilizadores dentro de la Unión y que pueda combatir los temidos shocks idiosincrásicos, como embrión de un presupuesto de la unión de un tamaño significativo.

Algo parecido puede decirse de los Eurobonos. Si todos los países son disciplinados en la cuantía de sus déficits fiscales y en las reformas económicas que eliminen las verdaderas fuentes de divergencia entre las economías europeas, la emisión de parte de esta deuda en un bono de este tipo puede relajar las tensiones temporales a las que se pueden ver sometidos algunos países por causas ‘no fundamentales’, sin tener que recurrir a la monetización. De este modo volveríamos a una situación similar a la de los primeros años del euro en los que de forma natural los mercados agrupaban toda la deuda de los países de la unión sin prestar mucha atención a las diferencias entre ellos. En este marco el Eurobono es no sólo una buena idea, sino un instrumento esencial de coordinación fiscal.

Pero sin una estricta coordinación fiscal la emisión de eurobonos es la receta de la repetición de los errores actuales. Fue precisamente la incorrecta percepción del riesgo país lo que animó a algunos a una política de excesivo endeudamiento. De lo que se trata es de reducir el diferencial de riesgo entre los países de la unión y no de esconderlo en una especie de productos estructurados que agrupe a países subprime con otros solventes. Si no hay un mecanismo efectivo que asegure la disciplina fiscal de cada uno de los países, la posibilidad de emitir bonos en un paquete conjunto sólo limitará el coste soberano de algunos a costa de aumentar el coste de todos o de poner en peligro la estabilidad financiera de la Unión. El incumplimiento del sector público de un país de su restricción presupuestaria -en valor presente, es decir con unos superávits esperados que no compensen la deuda viva- daría lugar a dos tipos de resultados. Si el resto de los países se atienen a su propia restricción presupuestaria, la del conjunto del área –que soportaría el valor del Eurobono- se violaría con las consecuencias lógicas de encarecimiento de la deuda, insostenibilidad o inflación en función de la actuación del banco central. Este escenario podría evitarse si los demás países decidieran incumplir su propia restricción en sentido opuesto, es decir con unos superávits esperados superiores al valor de su deuda corriente, de modo que la unión como tal fuera solvente y sostenible. Pero esta última situación no estaría exenta de costes ya que, como demostró Paul Bergin hace tiempo, esta estrategia compensatoria supondría una transferencia de renta permanente de los países individualmente solventes a los que no lo son. En un post anterior mencionaba esta posibilidad, pero suponía que este escenario es impensable. Es lógico que aquellos países que ya sufren los problemas de inestabilidad o que son los potenciales beneficiarios de esta transferencia de renta aplaudan esta propuesta. Lo que sorprende es que cause extrañeza que Francia y Alemania la hayan recibido con escepticismo -a no ser, por supuesto, que se les garanticen poderes especiales sobre las condiciones de emisión de este Eurobono que de facto condicionen la soberanía fiscal de los países en problemas.

Europa está en una encrucijada. Para resolver los problemas de deuda planteados a corto plazo y calmar a los mercados ha tenido que ir renunciando a algunos de los principios que guiaron la construcción de la UEM. Pero esta calma dura cada vez menos entre episodios agudos. Hemos ganado tiempo, pero empieza a cundir la sospecha de que no sabemos para qué. Los países del sur -económico- apuestan por cualquier medida que promedie los problemas, mientras que los del norte exigen, para seguir tirando del carro, un importante ajuste fiscal en economías con una demanda ya muy deprimida. Y mientras tanto la arquitectura futura de la Unión sigue sin clarificarse. Si se persiste en esa dirección, sin plantear una alternativa coherente a largo plazo, no es de extrañar que los mercados empiecen a pensar que el Euro no es la solución sino el problema. Nunca hubiéramos elegido un tiempo de crisis para refundar la Unión, pero no tenemos elección. Cada vez es más evidente que la solución a nuestros acuciantes problemas de hoy depende fundamentalmente de que tengamos claro como nos vamos a organizar mañana.