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El Impuesto-Dividendo CO2

de Antonia Díaz y Luis Puch

La Agencia Internacional de la Energía (IEA, por sus siglas en inglés) publicó la semana pasada su último informe (Global Energy & CO2 Status Report), en el que establece que las emisiones de CO2 aumentaron el pasado año un 1.7 por ciento respecto al año anterior, hasta alcanzar la cifra record de 33.1 Gt CO2. Al leer este blog (aquí), o ver a los adolescentes manifestarse en las calles y pedir cuentas a las élites políticas sobre el coste climático de todas nuestras decisiones pasadas, podríamos pensar que algo se está haciendo, o que algo se hará. Nada más lejos de la realidad a la vista del citado informe de la IEA. Recientemente, sin embargo, se ha abierto un apasionante debate en Estados Unidos entre los promotores de un Green New Deal (en la línea de lo que explicaban Juanfran Jimeno y Marcel Jansen el otro día) y un numeroso grupo de prestigiosos economistas a favor del impuesto-dividendo CO2, una iniciativa promovida por el Climate Leadership Council, en el marco del llamado Carbon Dividend Act. Hoy nos centraremos en la propuesta del “Carbon Dividend”.

La política que defienden el grupo de economistas que expresan su apoyo al “Carbon Dividend” (y que se puede encontrar aquí, así como los nombres de los firmantes) contiene cuatro medidas (“pilares”):

1. Un impuesto creciente a las emisiones de CO2 en aquellas empresas que introducen las energías fósiles en la economía, sea a través de refinería, mina, pozo o puerto mercante. Los economistas sugieren empezar con 40$ la tonelada y aumentar el impuesto progresivamente.

El gráfico que mostramos a continuación da una idea de la magnitud de la que estamos hablando. Concretamente, el gráfico muestra la evolución de las emisiones de CO2 (en Millones de toneladas, Mt) que la IEA imputa a la generación de energía (combustibles consumidos en el transporte, junto a generación de electricidad y calor). Dichas emisiones representan aproximadamente tres cuartas partes de las emisiones totales de gases de efecto invernadero (más aquí). Las tres series que muestra el gráfico corresponden a las emisiones globales (escala derecha, hasta las 32.4 Gt en 2014, el último de la base de datos de la IEA que manejamos) y para los dos principales países emisores: Estados Unidos y China (escala izquierda). La observación más importante es hasta qué punto las emisiones globales siguen las de China, que es el emisor líder desde el año 2005 en el que alcanzó unas emisiones de 5.4 Gt al año.

Gráfico 1. Emisiones CO2 por generación de energía (Mt)

2. Los ingresos derivados de esta política, y de aquí el formato de impuesto-dividendo, son devueltos a los hogares mediante una transferencia igualitaria (lump-sum, por persona) cada trimestre. Dicha transferencia iría creciendo a medida que se fuera elevando el impuesto.

Por ejemplo, Estados Unidos lanzó al aire 5176 millones de toneladas de CO2 en 2014. Gravando esas emisiones a 40$ la tonelada (que los expertos dicen que no es poco), el gobierno federal recibiría 207.040 millones de dólares EE.UU., lo que supone por ejemplo casi el 30 por ciento del gasto bruto en Medicare en 2017. Las cifras son formidables.

La propuesta tiene dos puntos adicionales sobre los que hoy no podemos reflexionar por falta de espacio (y porque en realidad, cada uno merecería su propio post):

3. Una política de aranceles selectivos que gravaría las importaciones intensivas en fuentes energéticas que emiten CO2, así como de compensaciones a las empresas que hayan soportado el impuesto y que exporten a países donde no se haya adoptado una política similar. (La senda de emisiones de China en el Gráfico 1 ilustra bien sobre la importancia de este punto)

4. Simplificar el marco regulatorio para evitar doble imposición y abandonar poco a poco los sistemas de subsidios y compra de derechos de emisión (recordar aquí).

En este post queremos reflexionar sobre los elementos 1 y 2 de estas medidas.

¿Impuesto creciente o decreciente en el tiempo?

Esta es una pregunta clave. La discusión social que tenemos actualmente tiene una gran división generacional: los jóvenes se preocupan más por el futuro que los mayores, y la gran cuestión es quién paga la factura. De ahí que sea clave elegir el esquema impositivo. En cualquier estudio que escojamos, el esquema impositivo recomendado como óptimo depende de varias cosas: de cómo valoramos el futuro respecto al presente y de la estimación que hagamos del coste económico del cambio climático en ese caso. Es decir, en ausencia de una preferencia pura por un medio ambiente limpio, tenemos que sopesar qué coste económico nos importa más: el del daño climático o el de las políticas destinadas a luchar contra el cambio climático. Nada es gratis. La miríada de trabajos sobre imposición óptima (véase éste, por ejemplo) nos dicen que la respuesta a esta pregunta depende de la evolución temporal del coste marginal de cambio climático (medido en consumo). Si el coste marginal es creciente, dado que la utilidad marginal del consumo cae cuando se consume más, lo óptimo es un impuesto creciente en el tiempo.

La evolución temporal del impuesto incide en la economía de diversas maneras. Para empezar, determina la distribución intergeneracional de los costes contra el cambio climático. Que los jóvenes de ahora y las generaciones futuras no sean las que soporten el coste de esta política depende de dos cosas: Primero, del grado de altruismo de las familias y de lo fácil que sea transferir renta presente al futuro para hacer frente a esas cargas fiscales venideras (técnicamente, de si existe equivalencia ricardiana). En segundo lugar--- lo que nos lleva a la segunda manera en que los impuestos afectan a la economía--- de la respuesta de la demanda de energía al aumento de la presión fiscal sobre su consumo (concretamente, de su elasticidad). Cuando el precio aumenta (debido al impuesto) se produce una caída de la demanda de energía de origen fósil, un aumento de la demanda de energías limpias y un aumento del beneficio de innovar para aumentar la eficiencia. La IEA, en su informe Perspectives for the Energy Transition: The Role of Energy Efficiency, estima que las mejoras en eficiencia energética pueden contribuir en un 35 por ciento al objetivo de reducción de emisiones marcado en el Acuerdo de París para 2050.

En nuestros trabajos sobre precios energéticos y adopción de tecnologías energéticamente eficientes (véase aquí y aquí) hemos simulado el efecto de poner impuestos al consumo de energía. Un aumento permanente en el precio hace que caiga la intensidad energética porque se invierte en tecnologías más eficientes. El que esa caída en la eficiencia traiga, además, una reducción en el nivel absoluto de uso energético de origen fósil depende de lo que los economistas llamamos “efecto rebote” o “rebound effect” (véanse aquí algunas referencias). Hay efecto rebote si, a pesar de invertir en tecnologías más eficientes, el uso energético aumenta porque invertimos mucho más. En nuestros trabajos estimamos que un aumento permanente en el nivel del precio (debido a un impuesto ad valorem constante en el tiempo) provoca una caída proporcional en la intensidad energética agregada (la intensidad es la inversa del índice de eficiencia) y deja el uso total prácticamente inalterado por el efecto rebote mencionado (más eficiencia, pero más inversión). En cambio, un precio creciente de la energía hace que la eficiencia energética vaya aumentando en el tiempo y trae una reducción sustancial y sostenida en el uso total de energía.

Obviamente no solo nos importa si el impuesto es creciente en el tiempo. También importa el nivel concreto del impuesto. Esto es una cuestión más delicada, porque los efectos del nivel dependen de la tasa a las que las familias descuentan el futuro. Como muestra Nordhaus, si la tasa de descuento es 1.5%, el impuesto sería unos 35.7$ por tonelada, lo que no está lejos de los 40$ de la propuesta. Alternativamente, y en caso de ser más altruistas con las generaciones futuras, el impuesto se puede elevar hasta los 500$ (una tasa de descuento del 0.1%).

Una propuesta alternativa al impuesto creciente es la de Golosov, Hassler, Krusell y Tsivynski (GHKT14), que recomiendan aplicar un IVA decreciente al precio de las energías de origen fósil. Bajo unos supuestos específicos sobre la evolución de la inversión, los costes de extracción del recurso natural y la evolución del daño climático, GHKT14 muestra que el efecto dominante es el de la Green Paradox. Es decir, para prevenir que el dueño de los recursos naturales (un monopolio privado, por cierto) inunde el mercado con energía sucia y barata, hay que incentivarle con un impuesto decreciente. De esta manera se consigue que vaya posponiendo la extracción del recurso y se evita la “Green Paradox”.

Conviene destacar que el impuesto al carbono va dirigido a gravar a las empresas que producen o suministran la energía de origen fósil, no a los usuarios finales de esa energía. Esta distinción es importante. La empresa, en buena lógica de mercado, intentará repercutir el impuesto al consumidor final, cuya respuesta dependerá de la elasticidad de la demanda. En este sentido, la competencia de empresas que produzcan o suministren energías limpias (y no sujetas al impuesto) será esencial. La cuestión a debate es entonces: ¿Gravamos a los que suministran energías sucias (impuesto-dividendo CO2) o subvencionamos a los que producen energías limpias emitiendo deuda pública (New Green Deal)? Tenemos la sensación de asistir a un “saltwater – freshwater revival,” que es bastante técnico, y en el que profundizaremos en otro post. Solo dos apuntes:

- Se grava la externalidad: un coste generado por una actividad que es soportado por un agente distinto al que la realiza. Por ello, gravar al que produce la externalidad es una manera de trasladarle el coste que impone a la sociedad. Lo ideal sería que el impuesto reflejara el daño social de las energías sucias. Es decir, la asignación de mercado no es eficiente, y el impuesto al carbono será distorsionante en la medida que sea mayor que el daño social que mitiga, provocado por el suministro de energía de origen fósil.

- Las subvenciones premian a las empresas menos productivas entre las que produzcan energías renovables mientras que los impuestos perjudican a las empresas menos productivas que producen energías de origen fósil.

¿Por qué un carbon dividend?

La experiencia internacional de gravar las emisiones de CO2 (y otros gases de efecto invernadero) es reducida. Recientemente, Andoni Montes ha publicado (aquí) un informe en el que repasa diversos aspectos institucionales de la imposición ambiental en España en relación a la experiencia internacional. Los países que gravan las emisiones lo hacen de manera diferente, con soluciones distintas al problema de la doble imposición y con exenciones particulares a sectores concretos, trayendo de rondón una política industrial encubierta (el caso de Suecia es paradigmático y volveremos a ello en otro post –se nos van acumulando-- para hablar del punto 3 de la propuesta).

Más novedoso aún que la propuesta de gravar las emisiones en origen en vez del consumo final, lo es la propuesta de que esta política sea fiscalmente neutra: es decir, que se devuelva los ingresos fiscales en forma de transferencias igualitarias (lump-sum) a las familias. Este “carbon dividend” tiene dos objetivos: por un lado, evita el rechazo de la ciudadanía y, por otro, alivia, aunque sea parcialmente, la regresividad del impuesto. No solo eso, sino que el dividendo, junto con el tamaño de la base imponible (en este caso, las empresas que pagarían el impuesto) nos da una medida del éxito de la política: su éxito sería que, en el largo plazo, el dividendo fuera cero porque no se recaudara nada por desaparición de la base imponible. Además, conviene recordar que la progresividad de una transferencia igualitaria (T=a; la menos progresiva de las transferencias lineales del tipo T=a-bY, a,b>0) aumenta si se fijan los umbrales de renta adecuados.

¿Energía y crecimiento económico?

En un artículo reciente (Díaz, Marrero, Puch y Rodríguez, Díaz et al., 2018) analizamos la relación entre uso de energía y el crecimiento económico registrado en una muestra de 134 países en el período 1960-2010. El Gráfico 2 a continuación (que es el 1 de Díaz et al., 2018) ilustra sobre la interacción entre la evolución del PIB real per capita de los distintos países, y los cambios en su intensidad energética y en la participación de las energías limpias en su mix energético primario. A partir de la evidencia preliminar que sugieren las nubes de puntos correspondientes que representamos, implementamos un análisis dinámico de los datos de panel en el que incorporamos las variables de control típicamente utilizadas en la literatura de crecimiento económico (medidas del capital físico y humano, condiciones socio-económicas, índices de calidad institucional y de política económica, entre otras). Encontramos una relación positiva y significativa entre reducciones en intensidad energética y crecimiento económico. Este resultado ya estaba sugerido en la literatura relacionada para algunas regiones y periodos, pero nosotros lo obtenemos a nivel global y para un periodo suficientemente extenso. También mostramos que la sustitución en el mix energético primario de energías fósiles por renovables no parece ir asociada a un mayor crecimiento económico a nivel global de forma general. Sólo cuando se sustituye energías fósiles por energías renovables “de frontera” (solar, viento, olas, geotérmica; por oposición a “convencionales”: hidroeléctrica y biomasa) y sin que aumente la intensidad energética, encontramos que el uso creciente de energías renovables va asociado a un mayor crecimiento del PIB.

Estos resultados sugieren que el impuesto al carbono puede tener un “efecto multiplicador” si la demanda se orienta hacia las energías renovables “de frontera”.

¿Y España?

Queremos terminar este post con una breve mención. En España los consumidores finales pagamos una electricidad muy cara porque aún no hemos resuelto bien la organización de la competencia entre las eléctricas (ver aquí y aquí). La aplicación de un impuesto-dividendo al carbono, para que no se repercuta íntegramente a los consumidores finales (de nuevo: se repercutirá más cuanto menor sea la elasticidad de la demanda), necesita de un desarrollo previo de la política de defensa de la competencia. También habrá que tener presentes a los grandes consumidores energéticos, a menudo tan imprescindibles para la economía.

Gráfico 2. Evidencia sobre Renta, Intensidad Energética y Energía Renovable.

Fuente: Díaz et al (2018)