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¿Es Bueno ser Competitivo?

competitiveDe Irma Clots-Figueras

Como ya les anunciamos, esta semana ha tenido lugar en la Fundación Ramón Areces, en Madrid, el COSME Gender Economics Workshop. De todos los interesantísimos artículos presentados en el workshop, uno me llamó especialmente la atención. Es un artículo de Ernesto Reuben, Paola Sapienza y Luigi Zingales. Pueden encontrar el artículo completo aquí.

Los autores tienen datos de estudiantes de MBA en la Booth School of Business de la Universidad de Chicago, uno de los programas de MBA más prestigiosos del mundo. Lo más interesante es que han realizado experimentos con sujetos que en su momento eran estudiantes, pero a los que después han seguido para tener información de sus trayectorias laborales tras haberse graduado. No sólo tienen información de la industria en la que trabajan y sus salarios, sino que tienen datos del proceso que siguieron para conseguir su primer empleo, las ofertas que recibieron, las entrevistas, y lo que más valoraron las empresas que los evaluaron.

La pregunta principal de su artículo es el efecto de las preferencias por la competitividad de los individuos, podríamos llamarlo quizá de forma un tanto imprecisa el hecho que sean “competitivos”, en los resultados que obtienen en el mercado laboral, y en las diferencias entre hombres y mujeres.

La forma de medir la “competitividad” de los individuos es mediante un experimento, similar al utilizado en otras investigaciones similares que han analizado diferencias en competitividad entre hombres y mujeres. En el experimento les dan 150 segundos para realizar sumas de cuatro números de dos dígitos, una tarea que en principio hombres y mujeres deberían realizar igual de bien y a igual velocidad. Cada ronda se puede pagar de dos formas, una en la que dan 4 dólares por suma realizada (“piece rate”) y otra en la que dan 16  a la persona que ha realizado más sumas (competición, o “tournament”). Para medir las preferencias por la competición les preguntan en una de las rondas si prefieren la competición o simplemente recibir 4 dólares por suma.

Al igual que en otros artículos que han analizado este tipo de experimentos  (ver aquí, por ejemplo), los autores encuentran diferencias de género en las preferencias por competir. La probabilidad de elegir la competición es un 13.3% más alta en el caso de los hombres , controlando por características individuales como habilidad al realizar la tarea y aversión al riesgo. Pero lo interesante es analizar las implicaciones de este resultado en el mercado laboral.

En las figuras siguientes se puede ver la diferencia en el primer salario que obtuvieron los estudiantes después de su graduación, clasificados por su género. El salario de los hombres es significativamente mayor al de las mujeres (unos 25000 dólares anuales), pero el de los individuos más competitivos (los que prefirieron “tournament” a “piece rate”) también es mayor. Los individuos más competitivos ganan 21000 dólares más al año. Después, los investigadores analizan si esta diferencia persiste una vez controlan por otras características individuales.  La diferencia persiste, pero se reduce a 15000 dólares anuales, una cantidad, de todos modos, nada desdeñable.

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Los autores también se preguntan si las diferencia de salario entre hombres y mujeres se debe a sus preferencias por la competición y encuentran que la competitividad explica un 10% de la brecha de género. Otro resultado interesante es que los individuos más competitivos tienden a trabajar en industrias que pagan más después de graduarse y  también siete años más tarde.

Habiendo visto todo esto, no puedo sino preguntarme si sería bueno que el sistema educativo fomentara la competitividad, siempre y cuando las preferencias por la competición no sean algo con lo que nacemos y se puedan modificar. De este artículo podemos concluir que la competitividad parece ser buena para individuos con un perfil determinado, que han estudiado un MBA, pero no está tan claro que sea buena para individuos con otras profesiones. Por ejemplo, en el caso de profesionales sanitarios o profesionales de la educación (dejando a parte a los profesores universitarios, que realizamos investigación en un mundo muy competitivo), la competitividad podría no ser tan importante. Por otro lado, el hecho de fomentar la competitividad en el sistema educativo podría ser bueno para los mejores estudiantes, pero no para aquellos que tienen más dificultades.

De todas formas, si la competitividad también explica parte de las diferencias de género en estas profesiones, quizá deberíamos también preguntarnos si los juguetes que ofrecemos a los niños son también los más adecuados, y si el hecho de comprar juguetes distintos para niños y niñas alimenta estas diferencias en competitividad. Por ejemplo, el hecho de comprar muñecas a las niñas en lugar de juegos de mesa, ¿puede afectar a sus preferencias por la competición? De todos modos hay que analizar  si realmente las preferencias por la competición son innatas, ya que a lo mejor no hay nada que hacer, ni por parte del sistema educativo, ni en casa.