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Tomar un taxi ya no es lo que era

(@gllobet) Reproduzco aquí un artículo que escribí para la revista el "Notario del Siglo XXI" sobre el futuro del sector del taxi y el encaje de tecnologías como Uber. Este texto es parte de un debate sobre el futuro de la economía colaborativa que hemos abierto en este blog en varias ocasiones. Jesús y yo hablamos del tema aquí, y aquí y más recientemente lo discutió Vicente Cuñat. Todo parece indicar que, para variar, las autoridades no están por la labor de replantearse estos temas y se han posicionado claramente en contra de servicios como Uber. Así, la Comunidad de Madrid multará con hasta €6,000 a un conductor de este servicio y la Generalitat de Cataluña prevé en la nueva Ley Catalana del Taxi la inmovilización durante tres meses del vehículo que lleve a cabo esta actividad.

Los taxistas en la mayor parte de los países se han levantado en armas contra la competencia que ha surgido de las nuevas tecnologías. Servicios como Uber o Lyft emplean a conductores no profesionales para realizar traslados de pasajeros que habitualmente llevaban a cabo los taxistas en régimen de exclusividad. De manera muy comprensible, este colectivo ha mostrado su total oposición a estos nuevos servicios  acusándolos de intrusismo profesional, que diezma sus ingresos y reduce el valor de sus licencias de taxi.  Sus reclamaciones han sido escuchadas por las autoridades de muchos países, hasta el punto de que recientemente el servicio Uber fue prohibido en toda Alemania. Esa prohibición se basa en que tanto los conductores como Uber carecen de los permisos necesarios y su actuación constituye un caso de competencia desleal. La consideración de estos servicios de colaboración como ilegales, no debe ser excusa para cerrar la puerta a su uso, sino un acicate para plantear un debate sobre si las regulaciones que aplican al mercado del taxi, así como la de otros servicios como los hoteles (también sujetos a la amenaza de servicios como Airbnb) deben reformularse para permitir estas nuevas actividades.

La regulación del mercado del taxi es muy distinta de la que observamos en la mayor parte de los bienes y servicios. Así, mientras el panadero de la esquina puede escoger donde abre su negocio, los productos que vende y su precio, en el sector del taxi estos aspectos están férreamente regulados por los ayuntamientos: el precio está fijado, así como el número de licencias, que a su vez determinan el número de taxis que recorren nuestras ciudades. En gran parte de los municipios estás licencias se pueden comprar y vender (a veces por cientos de miles de euros) de tal manera que alguien que quiera ejercer como taxista deberá comprar una licencia de alguien que deje ese oficio. Aunque los aspectos anteriores son las regulaciones más conocidas, también se incluyen limitaciones a la presencia de flotas en el sector (equivalente a limitar la existencia de cadenas de panaderías) o a las características de los vehículos que pueden ser utilizados como taxi (equivalente a regular los metros cuadrados que debe tener esa panadería).

El motivo esgrimido para justificar este tipo de regulaciones es la idea de que el mercado del taxi tiene características especiales que generan lo que los economistas llamamos fallos de mercado. Entre ellas, las dos más importantes serían la falta de información de los clientes y los costes de negociación. Así, alguien que compra el pan todos los días puede conocer sin dificultad el precio y la calidad de las panaderías de su entorno, lo que le permite tener toda la información necesaria para tomar su decisión. Además, si compra el pan cada día en el mismo sitio el precio será siempre el mismo (a parte de los esporádicos cambios originados por la variación en el coste de los ingredientes o mano de obra) y si un día la calidad del pan disminuye el comprador podrá optar por comprarlo en otro establecimiento.

Se afirma que la lógica anterior, aplicable a la mayor parte de los productos y servicios, no funciona en el mercado del taxi. Si los precios fueran libres cada vez que necesitáramos su servicio tendríamos que parar varios taxis por la calle hasta encontrar aquel que nos proporcionara la carrera al precio que nosotros consideráramos adecuado o bien dedicar un tiempo a negociar ese precio. Cuando escogiéramos el taxi, el conductor raramente sería alguien con el que hubiéramos viajado anteriormente. Sin una regulación específica no sabríamos si es buen conductor, se conoce la ciudad o si el coche está en buen estado. Además, dado que es improbable que en el futuro volviéramos a subir a su vehículo, probablemente no le preocuparía que estuviéramos satisfechos con su servicio.  El problema es que si todos los taxistas actuaran de esa manera probablemente no tendrían pasajeros, porque todo el mundo anticiparía la baja calidad del servicio y su alto precio. La regulación se podría entender, por tanto, como una vía para no perder una actividad de indudable valor para la sociedad. La fijación del precio se entendería como una manera de eliminar los problemas de negociación. Otras regulaciones, como la limitación del número de licencias, irían destinadas a dar proporcionar servicio de calidad, al dar unos mayores ingresos al taxista, que luego podría reinvertir en su actividad.

Los argumentos anteriores, aunque constatan la diferencia teórica entre el mercado del taxi y otros mercados más convencionales, deben ser sin embargo puntualizados. Por un lado, estas diferencias no tienen repercusiones prácticas tan importantes como el relato anterior podría hacer pensar. En países como Estados Unidos, donde las regulaciones son muy distintas entre ciudades, no se observa que el funcionamiento del mercado del taxi sea tan diferente incluso en aquellos mercados que están menos regulados (algunos de los cuáles incluyen libertad de precios y/o de entrada). Por otro lado, los argumentos anteriores podrían justificar algunas de las regulaciones, como los precios fijos o requerir que los conductores tengan unos mínimos conocimientos al poseer el permiso de conducir adecuado, pero difícilmente explicarían otras como la prohibición histórica de las flotas de taxis o la limitación del número de licencias, cuya relación con el argumento de que conllevan una mayor calidad del servicio parece especialmente débil. Si ese fuera el objetivo la regulación directa de la calidad parece un mecanismo mucho más efectivo.

En un buen ejemplo de que la falta de competencia acostumbra a desincentivar la innovación, el sector del taxi ha adoptado muy lentamente las nuevas tecnologías y la flexibilidad que otorgan. Hasta muy recientemente la organización de este servicio no se diferenciaba demasiado de lo que habríamos observado hace veinte o treinta años. Esta lentitud contrasta con servicios como Uber o Lyft que han utilizado internet y sobre todo los dispositivos móviles con una aplicación específica para poner en contacto a conductores y pasajeros. El cliente solicita el servicio mediante su dispositivo móvil, y la plataforma le pone en contacto con un conductor. La plataforma fija un precio para el servicio, que no está regulado y puede variar, por ejemplo, según la hora del día o la cantidad de conductores desocupados en ese momento.

El éxito de estas plataformas se basa por un lado en sus precios bajos pero también en que permiten mitigar considerablemente los problemas de falta de información de los clientes, que hacían el sector del taxi especial y justificaban su regulación. Con estas plataformas, sigue siendo cierto que el pasajero recibirá el servicio de un conductor distinto cada vez. Sin embargo, la plataforma puede garantizar la calidad a través de los clientes, a los que pide que evalúen cada viaje. Conductores con valoraciones bajas son excluidos de la plataforma. La flexibilidad en los precios es también clave, en la medida en que se ajusta oferta y demanda. En hora punta el precio aumenta, lo que puede incrementar el número de conductores que están dispuestos a trabajar a esa hora, reduciendo la espera de los clientes.

Sin embargo, el despliegue de estas plataformas se debe no solo a las indudables ventajas que la tecnología representa sino también al hecho de que pueden ser rentables con precios menores, dado que actúan al margen de la ley y, por tanto, no pagan los impuestos a los que los taxis sí están sujetos. A esta operación fuera de la ley se agarran taxistas y autoridades para evitar el despliegue de estas nuevas tecnologías. Pero desde el punto de vista del interés general, la reacción debería ser otra, encaminada a actualizar la regulación de manera que la competencia ocurriera en igualdad de condiciones, redundando en beneficio de los consumidores, a la vez que se preserva la calidad del servicio. Para ello se debería promover un marco legal que fuera agnóstico sobre quien lleva a cabo la actividad y que permitiera la convivencia entre el servicio de taxi convencional y los servicios que emergieran de las nuevas tecnologías actuales y futuras. Esta nueva regulación debería considerar aspectos como los siguientes.

Primero, las nuevas tecnologías hacen la regulación oficial del precio, salvo en contadas excepciones, innecesaria. El sector del taxi podría, por supuesto, fijar su propio precio y así evitar que los usuarios necesitaran negociar con cada taxista. La competencia entre plataformas, entendiendo a los taxis convencionales como una más, aún siendo la mayor, limitaría el precio, que podría fluctuar según las necesidades del servicio.  Cada cliente optaría por aquella plataforma que le proporcionara el mejor precio y/o servicio, que conocerían de antemano y, por supuesto, los taxistas podrían decidir proporcionar sus servicios para varias plataformas a la vez, según las condiciones que les ofrecieran.

Segundo, las autorizaciones para llevar a cabo el servicio deberían plasmarse en la necesidad de poseer el permiso de conducir que evalúe su capacidad para esa actividad y no depender de si ésta actividad se ejerce como profesión a tiempo completo o no.

Tercero, la actividad tradicional del taxi debería estar sujeta al estatus de servicio universal, lo que debería implicar ciertas obligaciones, como la de tener un número mínimo de vehículos en operación o que estos estuvieran en algunas paradas (incluyendo los aeropuertos). Estas obligaciones son comunes en otros mercados como el de las telecomunicaciones y podrían ser financiadas por el resto de las plataformas que estarían sujetas además a impuestos equivalentes a los que gravan al sector del taxi.

Un escollo importante a la reforma sería el precio de las licencias de taxi. Típicamente se piensa en ese precio como la suma descontada de todos los beneficios que la actividad de taxista aportará en el futuro. Por ello, la mayor competencia que enfrentaría el sector del taxi tras la reforma significaría una sensible pérdida de valor de estas licencias. Por este motivo sus propietarios solicitarían una compensación. Sin embargo, es difícil argumentar que una licencia de taxi alguna vez estuvo asociada a la promesa por parte de la administración de que su actividad se mantendría en las mismas condiciones de manera indefinida, entre otras cosas porque nadie puede prever de manera perfecta el progreso tecnológico. Esto es especialmente cierto en la medida en que el precio de las licencias de taxi ha fluctuado ya en el pasado. Ahora disminuirían de valor de la misma manera en que en el pasado encadenaron episodios donde su valor se incrementó considerablemente porque sus potenciales compradores anticipaban una regulación favorable en el futuro. Igual que en ese momento sus propietarios y no la administración se beneficiaron del incremento en el precio, no debería recaer ahora sobre la administración la responsabilidad de compensar las pérdidas asociadas a la nueva regulación.

El nuevo sistema tendría elementos muy distintos del actual. Por ejemplo, algunos taxistas abandonarían su actividad tradicional y, en su lugar, optarían solo por las nuevas plataformas, si eso les permitiera concentrarse en las horas más rentables. La mayor flexibilidad y el uso de las nuevas tecnologías permitiría conseguir para el sector del taxi las mejoras de eficiencia que hemos observado en otros mercados como el de las agencias de viajes, libros, música o vídeos. Esto es algo que debemos abordar si el objetivo es tener una economía más competitiva.