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La Separación de la CNMC: Reforma o Distracción

Como ya hablamos en ocasiones interiores, la falta de mayoría del Partido Popular y el atropello a los intereses de los ciudadanos que representó la creación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) en 2013, está llevando a la reforma del sistema. Ciudadanos y el PSOE manifestaron su interés en que se abandonara la “ocurrencia” que este organismo representaba y se volviera a las mejores prácticas internacionales que separan los reguladores y las autoridades de competencia. La consulta pública promovida por el Ministerio de Economía y que terminó hace unos días certificaría la defunción de la CNMC.

Esta consulta, sin embargo, es muy poco informativa. Por un lado, mezcla en un mismo documento la reforma de los organismos reguladores sectoriales y la autoridad de competencia con la creación de otros organismos independientes relacionados con seguros y productos financieros. Por el otro, y como es habitual, se mencionan como principios la excelencia, independencia, meritocracia, etc. con los que es difícil estar en contra, pero como no se entra en detalles (la propuesta en sí tiene apenas una página), no parece que busque obtener comentarios muy concretos.

En todo caso, esta consulta y la manera en que se está orientando la reforma parece equivocada. Sin duda es necesario romper el Frankenstein que es la CNMC y buscar una estructura más coherente y operativa de estos organismos pero hay que entender que ese no es el origen del problema sino su síntoma más claro. Y esto significa que hay que volver a cómo se fraguó este organismo ahora que tenemos más información y cierta perspectiva.

Los hechos de los últimos cuatro años (la CNMC se formó en 2013) indican que la estructura del superregulador es esencialmente la consecuencia de dos objetivos políticos: destituir a los consejeros de los reguladores y autoridades de competencia existentes con anterioridad y traspasar las competencias de estos organismos al gobierno, permitiendo así llevar a cabo la política industrial que deseara.

El primero de estos objetivos quedó patente con la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de octubre de 2016 que de manera bastante vehemente tachó de contraria a derecho la destitución de los consejeros de la antigua Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (ver aqui). El gobierno se había escudado en la creación de la CNMC como argumento para destituir a los consejeros de los organismos anteriores y la sentencia deja claro que la reforma no era incompatible con haber buscado acomodo a estos consejeros en la nueva institución y que no hacerlo minaba su independencia. Además, los nombramientos de los consejeros que el gobierno hizó para la CNMC, basados en criterios de afinidad política más que de meritocracia apuntan también a la voluntad de ejercer un ferreo control del organismo.

El segundo de estos objetivos es más preocupante, si cabe. Nunca se ha disimulado el interés en convertir los reguladores sectoriales y la autoridad de competencia en organismos testimoniales que era necesario tener porque así lo estipulaba la legislación europea. El primer indicio de este interés proviene del mismo anteproyecto de ley y que pretendía cosas tan increíbles como que la instrucción de los casos de competencia se llevara desde el Ministerio de Economía. Esto, que era una anomalía de la Ley de Competencia de 1989 se solucionó con la reforma de 2007 que creaba la antigua Comisión Nacional de la Competencia y que, al otorgar esta competencia a la autoridad independiente, ponía a España en lo que es la práctica normal en el resto de los países. No hacerlo, como el anteproyecto de ley proponía, era abrir la puerta a que el gobierno decidiera qué casos se instruían en función de su oportunidad política. A Bruselas no le hizo mucha gracia este cambio y se tuvo que abandonar.

En todos los mercados regulados, el papel de la CNMC es mucho menos importante de lo que sería deseable (y de lo que es habitual en países con unas instituciones más maduras) y, en algunos mercados, las reformas que se llevaron a cabo durante la última legislatura contribuyeron a que el superregulador tuviera unas competencias aún más reducidas.

En el caso de la energía, la voluntad de hacer política industrial con el precio de la electricidad es más que patente. La factura de la luz incorpora un montón de cargos que no tienen justificación económica (ver aquí) y se han ido añadiendo más. Así, costes como el de la política energética, la insularidad o el bono social deberían ir a cargo de los Presupuestos del Estado. Los subsidios encubiertos a las empresas como los que representan los pagos por la interrumpibilidad (y que, como ya conté en su momento, no cumplen con los objetivos que su nombre indican) no deberían ser parte de los costes del sistema.

Este tipo de trampas no las realizaría un regulador independiente, comprometido a seguir más de cerca la normativa europea, y es por ello que estos mercados los “dirige” el ahora llamado Ministerio de Energía. El gobierno se atribuyó competencias sobre la fijación de la tarifa de la luz a través de una ley que nada tenía que ver con ello y ahora sabemos que lleva dos años en conflicto con Bruselas porque la falta de competencias de la CNMC es otro flagrante incumplimiento de la legislación comunitaria. En un lenguaje de lo más educado se dice que “España ha transpuesto incorrectamente algunas disposiciones sobre la independencia de la autoridad nacional de reglamentación” y que la CNMC debe “establecer o aprobar las tarifas de transporte y distribución” (ver el informe aquí).

Esta situación se repite en el sector aeroportuario. La CNMC tenía unas competencias limitadas a la hora de fijar las tarifas que podía cobrar AENA. Estas competencias le fueron arrebatadas cuando en 2015 la CNMC propuso una disminución de las tarifas aeroportuarias, a diferencia de la congelación de las mismas que deseaba Fomento. Y sí, Bruselas también parece molesta al respecto y ya ha abierto expediente a España por ello. ¡Qué sorpresa!

En el caso del transporte ferroviario la situación es muy parecida. La CNMC no tiene competencias relevantes en este mercado y la regulación la lleva a cabo el Ministerio de Fomento y la propia empresa regulada, ADIF. Este tipo de organización no vulnera (por motivos difíciles de explicar) la legislación comunitaria, pero como conté en el caso del transporte de mercancías, explica en parte porque este sector es totalmente residual en España. De hecho, la reciente sentencia de la sala de competencia de la CNMC en la que se condena a Renfe Mercancías por abuso de posición de dominio y colusión (algo poco habitual, por cierto, y que constituye la mayor multa impuesta nunca a una sola empresa) demuestra que el supuesto supervisor ha estado mirando hacia otro lado durante los últimos diez años, porque había que proteger a la empresa pública, algo que un regulador independiente no habría permitido. En el caso del transporte de pasajeros, el riesgo de tener un regulador independiente es que debería fijar unas tasas de acceso a la red de alta velocidad que haría el negocio totalmente inviable...porque el negocio es realmente inviable.

Argumentos parecidos se podrían hacer, por ejemplo, para el caso de las telecomunicaciones donde ya desde antes de la creación de la CNMC las competencias del regulador eran muy limitadas (lo discutimos aquí o aquí).

Las anteriores consideraciones muestran que la estructura que ahora se plantea cambiar no es la causa del problema sino su consecuencia lógica. Dado que los organismos independientes no iban a tener funciones relevantes y que creando un organismo nuevo se podía destituir a los consejeros anteriores y a la vez reducir costes, se optó por crear un cajón de sastre llamado CNMC, esperando que Bruselas no se diera cuenta.

Por tanto, hay que empezar por el principio y hablar de cómo devolver las competencias a los reguladores y cómo garantizar que se nombran siempre a personas adecuadas para dirigirlos. Una vez tengamos claro eso, la reforma deberá concentrarse en garantizar que la estructura resultante tenga la independencia y la organización adecuada para acometer sus tareas en beneficio de los ciudadanos y no de unos políticos que a menudo querrán apropiarse de ellas. Ahora mismo, el riesgo es que el debate se limite a cuántos organismos tenemos y qué nombre tendrán, olvidándonos de lo más importante: para qué deberían servir.