La política industrial tiene una merecida mala fama. Y con motivo. Bajo la excusa de la política industrial, en los años 60 y 70 del siglo pasado los gobiernos malgastaron enormes cantidades de dinero a la vez que distorsionaban el funcionamiento de los mercados. La reacción a este despropósito llevó a acuñar la frase de que “la mejor política industrial es la que no existe”. Pero ¿cuándo está justificada la política industrial?
En la actualidad la política industrial goza de buena salud y es una herramienta utilizada por la práctica totalidad de gobiernos, constituyendo una manifestación del voluntarismo político que tanto gusta a los gobernantes. Con la idea de que los políticos saben mejor que los agentes mismos que es lo mejor para la economía, los gobiernos intervienen activamente en muchas dimensiones. En la mayor parte de los casos proporcionan subsidios o impuestos a algunas actividades o aprueban regulaciones que afectan al comportamiento de las empresas en los mercados, por ejemplo, otorgando licencias. Además de otras distorsiones en el funcionamiento del mercado, estas actuaciones conllevan importantes efectos redistributivos, al favorecer a algunos sectores o agentes en detrimento de otros.
Sin embargo, como he defendido en entradas anteriores la intervención pública en el funcionamiento de los mercados solo está justificada en situaciones en las que la libre competencia conlleva fallos. Estos fallos incluyen mercados donde el monopolio constituye la manera natural o eficiente de funcionamiento (monopolio natural), mercados donde se producen bienes de los que es difícil excluir (bienes públicos), bienes que conllevan externalidades o actividades en las que existe información asimétrica. Es decir, los fallos de mercado no incluyen cosas como subsidiar un sector porque se cree que será el futuro del país, mantener la españolidad de una empresa o dar subsidios para mantener el empleo en una provincia.
Recientemente he estado leyendo el libro de Maurici Lucena “En busca de la pócima mágica” que intenta aunar la visión económica (es antiguo estudiante del Máster del CEMFI) con la experiencia práctica basada en parte en su trabajo como director del Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial (CDTI). Entre otras cosas este libro repasa los motivos por los que la política industrial habitual no funciona (lo que denomina la política industrial vertical) y aboga por lo que llama la política industrial horizontal, basada en la intervención en aquellos casos en que existe un fallo de mercado.
La política industrial vertical supuestamente identifica sectores importantes para la economía e intenta favorecer su crecimiento. En la situación actual esta es una de las preguntas que oímos a todas horas. Muchos expertos hablan de promocionar la biotecnología, las energías renovables, etc. ¿Debería el gobierno favorecer alguno de estos sectores? Como Maurici comenta, el historial de los gobiernos en esta dimensión se podría calificar de como mínimo malo. Casos como el MITI japonés muestran que sectores con el apoyo público acostumbran a funcionar peor que otros que no tuvieron ese apoyo. En España tenemos nuestros propios agujeros negros, como los subsidios del gobierno anterior a la energía solar fotovoltaica destinada a promover una industria local que nunca llegó a tener un papel relevante, incluso sin el aparente dumping de la producción china. Estas políticas industriales verticales promueven, además, la búsqueda de rentas: agentes que intentan conseguir el apoyo del gobierno para sus actividades haciendo ondear la muy socorrida bandera del interés general.
La política industrial horizontal en cambio, trata de identificar aquellas actividades en las que los fallos de mercado existen e intervenir generando las menores distorsiones posibles. Pongamos como ejemplo a las energías renovables. Hay potencialmente dos fallos de mercado que afectan a este sector. Por un lado, están las ventajas medioambientales que generan en comparación con las tecnologías fósiles. Por otro, el hecho de que la innovación tiene externalidades sobre el resto de las actividades de la economía. En el primer caso, la política industrial puede tomar la forma de impuestos medioambientales, relacionados con las emisiones pero agnósticos en cuanto a la tecnología, o establecer cuotas. La elección de una u otra política es algo estudiado desde el artículo seminal de Weitzman (1974) y en lo que parece que los políticos deberían innovar poco. Respecto a lo segundo, las ayudas a la innovación serán útiles en la medida en que se estructuren apropiadamente. No deben identificar sectores “prioritarios”, deben basarse en criterios de viabilidad y contribución técnica y deben valorar los recursos que se destinan en función de los incentivos a la innovación que cada euro invertido aporta.
Una dificultad específica del sector de las energías renovables es que la política industrial horizontal necesaria para que las empresas internalizaran los costes de la contaminación y del efecto invernadero no puede ser nacional ni regional, sino que debería ser global. Como sabemos, esto no sucede ni es probable que suceda en el corto plazo. Si un país o región impone cuotas muy estrictas o impuestos medioambientales altos el efecto sobre su crecimiento será muy importante. Es por ello que el mercado europeo de emisiones ha fracasado. Por este motivo Maurici pone a las energías renovables (junto con el sector de la defensa) como la única excepción en la que la política industrial vertical estaría justificada. La excepción no se debe a la necesidad de que los gobiernos lo seleccionen sino a que los mecanismos para la corrección del fallo de mercado existente no se pueden implementar.
Los más escépticos argumentarán que una política industrial horizontal seria es pedirle mucho a un gobierno y que es muy improbable que su intervención cumpla los requisitos anteriores, generando un “fallo del gobierno” que en muchos casos es más importante que el “fallo de mercado” que su actuación debería resolver. Xavier Sala-i-Martín lo discutía en una reciente entrada en su video blog. Aunque esto es cierto, lo que podemos concluir es que no se trata de renunciar a la política industrial sino de poner nuestro esfuerzo en mejorar las instituciones para que esta política industrial se pueda llevar a cabo. En esa dirección, dos actuaciones que he defendido desde este blog son (1) llevar a cabo reformas con transparencia y en la que se dé la oportunidad de participar a todos los agentes afectados, y (2) hacer que el correcto funcionamiento del mercado esté supervisado por organismos independientes.