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El coste de no reformar las pensiones: pan para hoy, hambre para mañana, de Michele Boldrin y Sergi Jimenez

(Como los argumentos del articulo de Vicenc Navarro en EP son los mismos que hace dos anos, reproducimos un articulo que publicaron Michele Boldrin y Sergi Jimenez en La Vanguardia del 26 de Diciembre del 2010. Os lo recomiendo encarecidamente, es muy transparente y escrito con toda claridad.)

Hace ahora ya casi un año que se introdujo en la agenda política el problema de las pensiones. No fue un hecho aislado, ya que la profundidad e intensidad de la crisis puso en entredicho a muchas de nuestras instituciones económicas, públicas y privadas. Lo que estaba y está en cuestión es la propia sostenibilidad de la economía española, carente de perspectivas razonables de crecimiento futuro. En un país de escasísima tradición democrática - apenas una generación - el miedo a reformar se ha visto acerbado por la multitud y complejidad de las reformas necesarias, todas ellas relativamente urgentes si queremos volver a una senda de crecimiento sostenido.

Parece que las turbulencias en los mercados financieros han, finalmente, convencido a nuestros políticos, más a los del gobierno que a los de la oposición, de que hace falta poner manos a la obra y reformar el sistema de pensiones. En el proceso hay algunas trampas que hace falta evitar si queremos una reforma digna de este nombre.

Tenemos que deshacernos, para empezar, del mito según el cual “las cosas se arreglarán por sí solas”. Muchas fuerzas que, desde ambos lados del espectro político, se niegan a reformar el sistema, utilizan con frecuencia diferentes versiones del siguiente argumento: “el crecimiento futuro de la productividad hará posible gastarse mucho más en pensiones (entre otros programas) porque la tarta futura será tan grande que en unas décadas habrá suficiente rentas para todos, permitiendo subir los impuestos y las cotizaciones sociales, que absorberán sin mayores problemas los incrementos esperados en el gasto en pensiones”.  De lo que se desprende, que de haber una reforma, ésta solo debería ser modesta.

Sin embargo, un sencillo ejercicio contable nos muestra que, incluso en un contexto sumamente favorable, no hay muchas razones para el optimismo: en el 2050 nuestro PIB será mucho menor de lo que muchos comentaristas “anti-reforma” vaticinan. Y ello debido, fundamentalmente, a que la población ocupada, debido al menor tamaño de los cohortes jóvenes, será bastante menor que la actual. Incluso haciendo el supuesto muy optimista de que la productividad del trabajo crezca al 1,5% y la tasa de empleo suba hasta el 70% (11 puntos por encima de la actual) el PIB resultante es sólo 1,8 veces. Si, alternativamente, la tasa de empleo se estanca en el 60% de la fuerza laboral, aunque bajo la misma tasa de crecimiento de la productividad, el PIB en 40 años sería solo entre 1.52 y 1.60 veces el corriente.

Por otra parte, no debemos confundir lo que es cierto con lo que algunos prevén. Si no se reforma el sistema, la subida del gasto en pensiones, que se doblará, es cierta: los pensionistas de 2050 ya nacieron (habrá 15,6 millones de mayores de 65 años en 2050) y las reglas de cálculo determinan exactamente que fracción de su renta laboral tendrán que recibir en pensiones y en que rango de edades. Lo que es totalmente incierto es cuánto van a crecer el PIB y la productividad del trabajo en España en los próximos 40 años. Los teóricos, de derechas o de izquierdas, de “las cosas se arreglarán solas” están seguros de que la productividad crecerá en el entorno del 1,5% al año porque esta ha sido la media en los últimos 40. Ciertamente, pero se olvidan de que la productividad del trabajo creció en España, en promedio, un 4% entre 1970 y 1990 y sólo un 0,8% en los veinte años posteriores. Dicho de otra manera, los últimos veinte años han sido un desastre debido, entre otras causas,  a la especialización en sectores de baja productividad y a unas cotizaciones y unos impuestos sobre la renta laboral relativamente altos. En cualquier caso, si la productividad del trabajo creciera, en los próximos 40 años, al ritmo (aún optimista) del 1% anual y se alcanzara una tasa de empleo del 70%, la tarta sería a lo sumo 1,5 veces la presente. Si creciera como lo hizo a lo largo de los últimos 20 años y la tasa de empleo se quedara cerca del 60% actual (hemos de estar preparados para la eventualidad de un desastre laboral), la tarta acabaría siendo sólo 1,1 veces la actual. En estas circunstancias - que podrían ganar verosimilitud de no mediar reformas profundas en varias de nuestras instituciones económicas - el argumento apuntando en el párrafo anterior se desvanece. En definitiva, es altamente improbable que las cosas se arreglen solas.

Incluso en los supuestos más optimistas los trabajadores futuros tendrían que cotizar casi el doble para sostener las pensiones en su nivel de generosidad corriente. Da igual, ya que, según los apóstoles del no hay que hacer nada (o poco), aún dejándose en cotizaciones más de la mitad de su sueldo, los trabajadores del futuro recibirían bastante más, en términos de poder de compra, que los trabajadores del presente. Como ya hemos visto, esto no es necesariamente cierto, aún así démoslo por válido ya que nos ayuda en nuestra siguiente reflexión. Hace 30 años el trabajador medio español trabajaba por un salario que corresponde ahora a menos de 400 euros. ¿Como es posible, entonces, que ahora nadie acepte trabajar por un sueldo así? Todo el mundo se niega trabajar hasta por 500 euros (que es inferior al SMI) porque, al crecer la renta media, crecen en proporción las exigencias de los  trabajadores. La evidencia disponible dice que los seres humanos se comportan de la siguiente manera: si, cuando su renta bruta es 100, se apañan con 70 después de impuestos y cotizaciones, cuando la renta bruta es 200 pretenden 140 y no se conforman con llevarse solo 100. Pero esto, llevarse a casa 100 cuando la renta bruta es 200, es precisamente lo que impondremos a los trabajadores del futuro mediante la no-reforma de las pensiones hoy!

En consecuencia, dado que no es tan seguro que la tarta a repartir sea tan grande como algunos se imaginan ni es, en absoluto, fácil que los trabajadores del futuro (nuestros hijos) estén dispuestos a cargar sobre sus espaldas las obligaciones impuestas desde el presente (para luego recibir relativamente menos a cambio), es necesario plantear una reforma profunda y flexible del sistema de pensiones que, manteniendo el carácter de reparto,  distribuya los costes entre las diversas generaciones involucradas y sea capaz de absorber los shocks demográficos presentes y futuros.
En definitiva, los riesgos de la economía española son tan profundos y relevantes que merece la pena pararse a pensar cuales son las opciones disponibles y que destinos se dan a los escasos recursos disponibles. En este contexto, el trade-off entre gasto social y gasto productivo (educación, formación, innovación, infraestructura) es más que obvio y el viejo refrán “pan para hoy, hambre para mañana” cobra extraordinaria vigencia.