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Nuestras Instituciones

Luis acaba de poner una entrada sobre la selección del nuevo director de RTVE. Yo publiqué hace un par de semanas una columna en EL MUNDO en el que hablaba de cosas semejantes. Merece la pena copiarla aquí para reforzar el mensaje de Luis: si nos creemos que la capacidad de memorizar 200 temas en una oposición es una prueba de excelencia intelectual (los "métodos decimonónicos de evaluación intelectual" a los que me refiero en el artículo) o mérito suficiente para llevar una televisión, tenemos un futuro muy negro.

Ahí va:

En 2001, con el cambio de siglo, los españoles nos encontrábamos en un cruce de caminos. España había desbordado los límites de las estructuras organizativas que nos habíamos dado para construir nuestra realidad contemporánea. Desde el punto de vista económico, el camino a la racionalidad y la apertura al exterior -basado en el turismo y en las exportaciones de manufacturas de tecnología media- que se había comenzado con el Plan de Estabilización de 1959 se había agotado. El crecimiento de los salarios reales y la aparición de competidores en Asia y en el este de Europa (para los productos industriales) y en el Mediterráneo (para el turismo) no nos dejaban mucho margen adicional de crecimiento.

Desde el punto de vista político, la democracia de partidos fuertes diseñada por los líderes de la Transición para evitar una repetición del caos de la Segunda República había degenerado en una politización de todas las instituciones, desde las puramente públicas -judicatura, alta administración del Estado- a otras supuestamente parte de la sociedad civil -cajas de ahorros, universidades-. Además, la división territorial del Estado chirriaba por todas partes y, lejos de solventar los problemas por los que se había creado, los agravaba a un altísimo coste.

Pero en vez de enfrentarse con estos problemas, esta estructura organizativa tenía un as escondido en la manga. La apuesta por Europa, económica y política, de las décadas anteriores mantenía el suficiente impulso como para empujarnos al grupo de cabeza del Euro. La introducción de la moneda única redujo de manera brutal nuestros tipos de interés y nos permitió aprovechar la enorme liquidez en los mercados de ahorro mundiales existente entre 2002 y 2007.

En un país como España con baja productividad, con poco capital humano, con parca tecnología y con un sesgo institucional fortísimo hacia la compra de vivienda, estos bajos tipos de interés sólo se podían traducir en una cosa: una burbuja inmobiliaria. Y aunque este fenómeno existió en otros países, el impulso de la liquidez mundial fue transmitido en España de una manera peculiar: por unas cajas de ahorro que por politizadas estaban mal gestionadas y cuyo único objetivo era la expansión por la expansión para justificar prebendas y favores.

La burbuja no solo creció incontrolada, sino que escondió, desde 2002 a 2007, los límites de España a los que nos referíamos antes. Daba igual que, más allá de un reducido número de empresas, no pudiésemos enmarcarnos adecuadamente en las cadenas de valor mundial. Nos podíamos dedicar con alegría a urbanizar nuestros campos. Daba igual que el partidismo se hubiese comido todas las instituciones o que las comunidades autónomas fueran disfuncionales: las enormes recaudaciones tributarias generadas por la desenfrenada compraventa de viviendas permitía a los políticos guardar sus vergüenzas y prometer un AVE o una universidad a diestro y siniestro con los que acallar conciencias inquietas. Daba igual que las cajas de ahorro no estuviesen bien gestionadas: con la vivienda creciendo sin parar la mora era bajísima y perder dinero en el negocio bancario casi imposible. Los españoles, complacientes, no exigieron nada mejor a sus gobernantes y los años de prosperidad se malgastaron. Ante el cruce de caminos de 2001, la burbuja nos permitió sentarnos de brazos a esperar no se sabe muy bien qué.

La crisis de 2008 nos hizo despertar bruscamente de este sueño. Agotada la construcción de vivienda no había ningún sector que tirase de nuestra economía. Disminuida la recaudación fiscal, la estructura de gasto de nuestras administraciones públicas era insostenible. Y con una reducción del precio de la vivienda, el negocio bancario de las cajas se venía abajo.

Pero de igual manera que el modelo de crecimiento de 1959-2001 se prolongó con una burbuja, el modelo político de 1978-2007 se ha prolongado con unas élites, en ambos partidos mayoritarios, que han demostrado una incapacidad de reacción ante la situación alarmante. Los problemas de nuestro sector financiero, serios pero tratables en 2008, fueron negados primero y minimizados después hasta crecer a una magnitud que nos ha forzado a pedir un primer rescate a Europa. Los desequilibrios de las cuentas públicas apenas han sido corregidos y sin modificar un proceso presupuestario que está roto. Los organismos reguladores han sido desarbolados uno detrás de otro. Y lo que es más importante, un enorme caudal de credibilidad que España había acumulado ha sido despilfarrado en cinco años de planes sin coherencia y anuncios contradictorios. Los inversores extranjeros han pasado de pensar en España como un país virtuoso con mala suerte a considerarnos un país disfuncional.

Y no les falta razón: España se encuentra perdida, desorientada en un mundo cambiante y con unas élites seleccionadas en base o bien los servicios prestados en los partidos o por métodos decimonónicos de evaluación intelectual, y que son en su gran mayoría incapaces, tanto material como conceptualmente, de responder a los retos. Un sistema de selección de dirigentes que favorece la lealtad o las maniobras de pasillo y que desconfía radicalmente de la independencia o de la excelencia es un camino a ninguna parte.

Sí, España tiene una crisis económica con nulo crecimiento, alto paro y un sector financiero que tardará años en desapalancar. Sí, España se enfrenta con un problema de solvencia en el medio plazo de sus cuentas públicas. Sí, España tiene un problema de liquidez en los próximos meses. Pero esto son los síntomas de una enfermedad más grave: unas instituciones agotadas.

Y cuando una sociedad se encuentra con esta disyuntiva, cuando las tensiones en el reparto de poder político y económico llegan a un nivel crítico, las instituciones terminan saltando por los aires. Un posible resultado es el populismo: el abandono del mercado, de la integración con el exterior, de la seguridad jurídica y el quebranto de los derechos de propiedad. Esta opción es siempre tentadora -como señalaba Hayek, el socialismo es más instintivo que el libre mercado- pero sólo conduce al fracaso y a la pobreza.

Una segunda alternativa es el reformismo: el crear un gran consenso nacional acerca de la necesidad de cambiar nuestra sociedad de arriba abajo, de apostar de nuevo por la apertura al mundo, la economía de mercado, el Estado de Derecho, la democracia y la transparencia. De seleccionar élites basadas en el mérito y de resolver, de una vez por todas, nuestro diseño territorial basándonos en realidades objetivas y no en la captura de unos cuantos votos. Y si algo nos enseña nuestra historia es que cada vez que España ha apostado por el reformismo, España ha avanzado. Es hora, por consiguiente, de cambiar unas instituciones que no funcionan.