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La Seguridad Jurídica, Licencias de Taxi y Uber

En una serie de entradas he criticado (aquí, aquí, aquí y aquí) con dureza la situación de Uber en España. La resistencia a la actividad de esta empresa es un ejemplo casi perfecto del origen último de los males económicos de nuestra nación: un grupo de presión bien organizado (los taxistas) que extraen una renta de unas licencias limitadas por decisión de las administraciones públicas, unas autoridades que no aprecian la importancia del cambio tecnológico e imponen barreras a la competencia, una justicia que emplea argumentos demagógicos para violar el espíritu de nuestro sistema procesal y una población que, en su gran mayoría, desconfía profundamente del mercado como mecanismo de asignación de recursos y que acepta por ello sin mayor problema que el bienestar de casi todos quede supeditado a los intereses particulares de unos pocos.

Pero incluso muchos de nuestros lectores que han expresado más simpatías con la idea de desregular el mercado de transporte de pasajeros por automóvil argumentan que las administraciones públicas deberían de alguna manera compensar a los taxistas si el precio de sus licencias (por las que pueden haber pagado mucho dinero a un particular que se las vendió) cae rápidamente como consecuencia de la llegada de Uber.

Este argumento se construye en torno a dos consideraciones, una de seguridad jurídica y otra de equidad. En esta entrada me centraré en la seguridad jurídica y comentaré solo brevemente el tema de equidad.

La consideración de seguridad jurídica se basaría en la idea de que, al permitir la llegada de Uber, de alguna manera las administraciones públicas eliminan el valor de las licencias de taxi y que por tanto generan un derecho de compensación hacia los taxistas.

Esta consideración es errónea, tanto desde el punto de vista formal como substantivo. Empecemos el punto de vista formal. La seguridad jurídica, reconocida en el artículo 9.3 de nuestra constitución, es definida por el Tribunal Constitucional (STC 27/1981, de 20 de julio) como la:

“suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad, pero que, si se agotara en la adición de estos principios, no hubiera precisado de ser formulada expresamente. La seguridad jurídica es la suma de estos principios, equilibrada de tal suerte que permita promover, en el orden jurídico, la justicia y la igualdad, en libertad".

Como es claro de esta cita, la seguridad jurídica ningún momento supone la protección de unas expectativas de lucro futuro basadas en una situación regulatoria que los poderes públicos pueden cambiar cuando las circunstancias evolucionen. [1] Como dice la misma sentencia anterior:

"El ordenamiento jurídico, por su propia naturaleza, se resiste a ser congelado en un momento histórico determinado: ordena relaciones de convivencia humana y debe responder a la realidad social de cada momento, como instrumento de progreso y de perfeccionamiento".

y sigue:

"Desde el punto de vista de la constitucionalidad, debemos rehuir cualquier de aprehender la huidiza teoría de los "derechos adquiridos", y es de suponer que los constituyentes la soslayaron, no por modo casual...".

Esta libertad de los poderes públicos de cambiar una regulación no es ilimitada (la “interdicción de la arbitrariedad” impone unos límites razonables) pero si lo suficientemente amplia para que un test de racionalidad básico sirva para justificarla. Este test de racionalidad parte de una deferencia a los poderes públicos emanados de unas elecciones democráticas. La llegada de los smartphones y las aplicaciones por internet permiten un cambio profundo en el transporte de pasajeros y por tanto los poderes públicos están plenamente justificados en el cambio de la legislación sin incurrir en arbitrariedad. Esta libertad de la actividad regulatoria de los poderes públicos no es pues más que una reformulación ligeramente modificada en su presentación de la vieja distinción entre arbitrariedad y discrecionalidad de las administraciones públicas: mientras el cambio regulatorio sea discrecional y no arbitrario, el mismo no viola la seguridad jurídica.

Esta situación es muy diferente a la que se daría (entre otras posibles circunstancias que no creo sean relevantes en este caso) 1) si existiese una relación contractual entre una parte privada y una administración pública o 2) si las administraciones públicas se han comprometido expresamente a mantener una regulación por un tiempo determinado y este compromiso (y no la mera expectativa de comportamiento) ha generado un comportamiento costoso de la parte privada. [2] Como ejemplo de la primera situación, si la Comunidad de Madrid firma un contrato con una operadora de autobuses, no puede de manera unilateral cambiar ese contrato sin violar la seguridad jurídica (e incluso si el contrato le diese libertad de cambiar de manera unilateral algunas de las condiciones, si los susodichos cambios se realizasen sin una justificación razonable). De igual manera, si el ayuntamiento de Madrid se compromete a no cambiar la regulación del taxi por cinco años y subasta unas licencias de taxi que alcanzan un alto valor en la puja como consecuencia de esta promesa, y luego, al segundo año y sin causa de fuerza mayor, el ayuntamiento cambia la regulación, nos encontramos de nuevo con una violación de la seguridad jurídica.

Aunque carezco del acceso desde Estados Unidos a una buena biblioteca jurídica española y los varios manuales de administrativo que tengo a mano en mi oficina apenas tratan el tema, mi fuerte sospecha es que cuando los taxistas en la mayoría de las ciudades españolas acceden a una licencia ni lo hacen en un régimen contractual (como una concesión de autobuses) ni con un compromiso explícito de los poderes públicos en no cambiar esta regulación por un tiempo determinado que les haya llevado a pujar por ella en una subasta pública (por ejemplo, aquí la ley 20/1008 de 27 de noviembre, de Ordenación y Coordinación de los Transportes Urbanos de la Comunidad de Madrid y aquí la ordenanza del taxi de Madrid, que fijan un sistema de licencias discrecional por el ayuntamiento de Madrid). En mi opinión, no es suficiente con que la licencia se haya otorgado por un periodo determinado; la licencia tiene que otorgarse con el compromiso de no cambiarla y en subasta pública (no por concurso o lotería). De igual manera tampoco cuenta que la licencia se venda a un alto precio en el mercado secundario como consecuencia de la percepción subjetiva de vendedores y compradores que la regulación no cambiará.

Dado que el ayuntamiento de Madrid ha modificado la regulación del taxi en varias ocasiones en los últimos años (por ejemplo introduciendo la tarifa plana desde Barajas al centro), me parece claro que no ha habido en ningún momento este compromiso de mantenimiento de la regulación. Es más, llevado a sus últimas consecuencias, el argumento de seguridad jurídica obligaría a los poderes públicos a compensar a los taxistas por cualquier cambio de regulación (como la emisión de licencias adicionales) que redujesen el valor en el mercado secundario de sus licencias. Esta consecuencia es tan obviamente un absurdo que invalida la premisa de la que parte.

Es más, a fortiori, argumentaría que la llegada de los smartphones suponen un cambio tan sustancial en el panorama tecnológico que una protección de rebus sic stantibus para los poderes públicos comprometidos en una relación contractual o una regulación a tiempo determinado sería claramente aplicable. La seguridad jurídica se basa en la protección de unas expectativas razonables de continuidad en las circunstancias objetivas, no en una abrazo rígido al formalismo.

Pero incluso sin necesidad de aceptar mi argumento a fortiori, el andamiaje de mi razonamiento fundamental (la ausencia de relación contractual y la ausencia de un compromiso explícito por las administraciones públicas) es más que suficiente.

Entremos ahora en el análisis del aspecto substantivo de la seguridad jurídica. Esta es un valor fundamental en un Estado de derecho porque permite fijar expectativas de situaciones futuras y, con ello, inducir a los agentes privados a embarcarse en una serie de actividades beneficiosas para todos. Sin seguridad jurídica no podría haber inversión en proyectos a largo plazo, estudios para formarse o simplemente los miles de decisiones que, día a día, permiten que una sociedad moderna y su sistema económico funcione.

Pero una pretendida seguridad jurídica sobre una barrera a la competencia viola con ello esta justificación consecuencialista de la seguridad jurídica: lejos de ayudar a que la economía de una país genere riqueza y bienestar, las barreras a la entrada únicamente reducen estos bienes.

Es más, el eliminar la expectativa de mantenimiento de una regulación que bloquea la competencia, reduce los potenciales beneficios de una actividad de lobby para conseguir la misma y por tanto reduce la búsqueda de rentas ex ante que tan dañina es para la economía de España (para ser completamente honesto hay un efecto de incrementar la defensa de las regulaciones ya existentes al no poder ampararse en este principio de seguridad jurídica mal aplicado, pero tal efecto es de segundo orden con respecto al que acabo de presentar).

En otras palabras: desde el punto de vista de eficiencia, no hay razón alguna para mantener una regulación injustificada. Eliminar esta regulación no solo no crea problemas de incentivos intertemporales sino que los reduce.

Igualmente, desde el punto de vista axiológico, la seguridad jurídica no puede proteger algo que no deja de ser un privilegio no justificado una vez que el cambio tecnológico ha llegado al bolsillo de casi todos los españoles.

Mis anteriores párrafos presentan, en mi opinión, una serie de argumentos muy solidos que, al cambiar la regulación de los taxistas, no estamos en ningún momento violando la seguridad jurídica. Queda pues, únicamente una tema de equidad. ¿Debemos el resto de los Españoles compensar a los taxistas por la llegada de Uber?

Con respecto a este tema, distintos lectores podrán tener diferentes posiciones y alcanzar un consenso sobre las mismas puede ser imposible. Pero mi posición es muy clara. Una indemnización a los taxistas viene del dinero de todos. Y puestos a gastar ese dinero, prefiero hacerlo en educación o sanidad. Y no, el argumento de "se podrían subir los impuestos o reducir otros gastos para financiar esta indemnización" es sencillamente incorrecto: la decisión siempre es en el margen. Incluso si subimos los impuestos al nivel que maximiza la recaudación aun nos enfrentaremos con el problema de si empleamos el último euro en indemnizar al taxista que nos ha cobrado en exceso por décadas o en educación para el futuro.

Sinceramente creo que buena parte de las peticiones de “paguemos esto o aquello” vienen de la falta de interiorización de la restricción presupuestaria pública. De alguna manera no nos acordamos nunca que la compensación de los taxistas saldría del IVA que pagamos al comprar la leche o del IBI. Y no veo en absoluto justificación alguna para tener que pagar más por el IBI para compensar a que un taxista no pueda cobrarme 5 euros extra cada vez que quiero ir de Barajas a mi casa.

En resumen, ni desde el punto de vista de la seguridad jurídica ni del de equidad considero que haya que indemnizar a los taxistas por la llegada de Uber. Esta entrada, sin embargo, deja al descubierto muchos de los inherentes problemas del estado regulatorio que surge en el siglo XX y los callejones sin salida al que constantemente nos conduce. Pero el análisis de estas consideraciones las dejare para otro día.

1. En esta entrada asumo, para centrar el debate, que la actividad regulatoria es la que crea la situación de lucro. Mi análisis de esta tema sería muy diferente si, por ejemplo, yo vendo caramelos en un mercado sin barreras de entrada y de repente una actividad regulatoria limita la cantidad de caramelos que puedo vender al año. Por seguir con el ejemplo: esta entrada argumenta que si yo disfruto de beneficios gracias a la limitación en la entrada a la industria de la venta de caramelos generada por la regulación, no tengo en general un derecho a una compensación por la eliminación de tal barrera regulatoria. Esto explica, para quien sepa de esto y me haya oído hablar en el contexto americano de ello, porque mi posición con respecto a las licencias de taxi y mi postura crítica hacia la decisión de la mayoría en Penn Central Transportation Co. v. New York City son perfectamente consistentes.

2. Estas dos excepciones capturan la idea de que la actividad de las administraciones públicas genera una responsabilidad en caso que causen un daño que cumpla cuatro consideraciones: 1) antijurídico, 2) efectivo, 3) evaluable e 4) individualizable. Básicamente mi argumento es una manera tediosa de explicar que el cambio de una regulación, salvo en ciertos casos, no es antijurídico.