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La Ciencia Económica y la Gran Recesión I

Estas dos semanas de finales de junio ando de viaje, primero en el Banco de Italia, donde estoy enseñando un curso sobre modelos no lineales en macro (aquí están las notas de clase) y luego en el BCE y en el Banco de Inglaterra, donde hablaré de política monetaria.

Por eso, os dejo con una serie en dos entregas de una cosa que me pidieron escribir por un compromiso sobre la crisis económica y el estado de la macro, algo sobre lo que ya se ha dicho mucho pero que siempre resulta interesante. En la primera entrega explico porque las la mayoría de las críticas a la macro no me convencen. En la segunda entrega explicaré qué es lo que pienso que tenemos que hacer al respecto. Espero comentarios (aunque puede que tarde en responderlos unos días).

INTRODUCCIÓN

Quizás uno de los temas acerca de los que más se ha hablado desde el comienzo de la gran recesión mundial en el 2008 es cómo la ciencia económica (en especial la macroeconomía y la economía financiera) puede haber influido en el origen de la crisis y cuáles son los posibles efectos en el futuro desarrollo del análisis económico de las turbulencias en los mercados. En particular, un gran número de comentaristas han criticado la labor de los economistas y pedido una reorientación profunda de la ciencia económica.

LA CRÍTICA

El argumento de los críticos es, básicamente, que no solo los economistas no pudieron prever la crisis, sino que, dada su excesiva confianza en el mercado, indujeron una desregulación demasiado agresiva que llevó a la creación de una burbuja especulativa cuyas consecuencias estamos aún pagando. Por tanto, concluyen, la ciencia económica tiene que transformase en un instrumento más útil. Los detalles de esta transformación difieren entre los comentaristas, unos enfatizando más la necesidad de abandonar lo que consideran un excesivo formalismo matemático y otro centrándose en la construcción de modelos donde los agentes económicos sufren de sesgos sistemáticos en su comportamiento, con terceros autores enfatizando la distinción entre riesgo (aquellas situaciones donde conocemos las distribuciones de probabilidad de los eventos futuros) de las de incertidumbre (donde no conocemos estas distribuciones). Por supuesto estas propuestas no son excluyentes entre ellas y, por eso por ejemplo, muchos de los que sospechan del formalismo matemático también desconfían del paradigma del agente racional.

En este artículo vamos a centrarnos más en la segunda parte del argumento, la necesidad de cambiar la ciencia económica ya que el primero (la posible responsabilidad de los economistas en el origen de la crisis) requeriría, para corroborarle o negarla de un aporte documental que va más allá del espacio disponible.

UN PAR DE DEFINICIONES

Antes de entrar en una evaluación más detallada de estos argumentos, vamos a restringir el uso de la palabra economista y ciencia económica en los párrafos siguientes en un sentido muy estricto. Por economista entenderemos aquellas personas que se dedican la mayor parte de su tiempo al estudio de la actividad económica, bien directamente en una universidad u otros centros de investigación (por ejemplo, el servicio de estudios de un banco central o de un banco privado) o que están inmersos en la creación y coordinación de la política económica, bien a nivel nacional (como en un ministerio) o internacional (como el Fondo Monetario Internacional). Esta definición excluye del conjunto de los economistas a aquellas personas cuya labor profesional fundamental es la dirección de empresas, la participación en los mercados financieros, la asesoría fiscal o la consultoría. Aunque en el uso cotidiano en castellano a muchos de las personas en estas labores últimas se les llama también economistas, este no es el sentido con el que la palabra se utiliza normalmente en inglés, el lenguaje en que la abrumadora mayoría de la discusión académica e intelectual está escrita. Por consiguiente, resulta más fácil y menos dado a confusiones el uso anglosajón del término que el español. El objetivo es ser preciso, no el excluir a nadie. Es importante fijarse que la definición propuesta no está basada en una educación formal: un doctor en economía que trabaje en una consultora no es incluido en el conjunto de los economistas mientras que un físico cuya labor profesional le haya llevado al estudio universitario de las series temporales en economía puede ser llamado sin problema un economista.

Por ciencia económica entenderemos el estudio detallado de la actividad económica de las personas. La palabra “ciencia” es un tanto desafortunada pues conlleva una serie de connotaciones y cargas ideológicas que enturbian el discurso, en particular por la asociación con la visión un tanto romántica del científico natural (físico o químico) extendida entre el público y que a menudo poco tiene que ver con la labor cotidiana de estos investigadores. Sin embargo, existe poca alternativa a esta palabra ya que en castellano, a diferencia del inglés, no tenemos una clara distinción en nuestro vocabulario entre la economía como actividad económica (the economy) de la economía como campo de estudio (economics) y parece demasiado tarde para poder solucionar esta carencia.

Pero incluso con estas definiciones muy estrictas de economista y ciencia económica, queda claro que la ciencia económica es un campo intelectual muy amplio, que abarca desde la econometría (el uso de métodos estadísticos formales para el análisis de los modelos económicos) hasta la organización industrial (que estudia como distintos sectores de la actividad funcionan), la economía de la salud o la teoría de la decisión. La inmensa mayoría de los economistas están especializados en un campo relativamente reducido y sus conocimientos de otras áreas es casi siempre esquemático (que en la práctica quiere decir “lo que se aprendió en la carrera y en el primer año del doctorado”). Esto no es más que un producto inevitable de la división del conocimiento en una sociedad moderna y resulta inútil lamentarse de esta situación: ningún cambio metodológico va a modificar esta especialización. Pensemos en el campo de la historia económica: el esfuerzo de aprender la historia económica de, pongamos Alemania en la edad media, a un nivel suficientemente profundo para realizar una contribución significativa a la literatura es tan grande en tiempo que apenas deja tiempo para mucho más. Es por ello que esta especialización ocurre en todas las áreas del conocimiento, desde la filosofía a la física y la ciencia económica no es una excepción.

Una primera consecuencia de esta división del trabajo es que menos de un 25% de los economistas se dedican a la macro o la economía financiera y que por tanto todos los demás, ni tenían mucho que decir acerca de la burbuja ni queda claro que su labor tenga que verse muy afectada por la gran recesión (excepto, indirectamente, por un cambio más general de metodología).

Pongamos por ejemplo el caso de un economista del trabajo que estudie los incentivos en la educación primaria, un amplio campo de investigación en el momento por el interés de los gobiernos y la sociedad por mejorar nuestros sistemas educativos. El que cambiemos o no nuestra visión sobre la eficiencia de los mercados de activos o en la importancia relativa de los problemas de agencia en los bancos de inversión poco o nada tiene que ver con su investigación. Incluso dentro de la macroeconomía o de las finanzas, muchos de los economistas se concentran en temas como el crecimiento económico en el largo plazo o los efectos de la imposición sobre la estructura del pasivo de las empresas que tienen una intersección relativamente reducida con los acontecimientos de los últimos años. La mayoría de los economistas no vieron una posible burbuja porque no estaban mirando a ella y no estaban mirando a ella porque ese no era su trabajo. Quejarse de ello es como quejarse de que su traumatólogo no predijo la epidemia de gripe porcina: ni era su trabajo ni tenía que serlo.

Con este bagaje terminológico, podemos empezar el análisis de las críticas a la economía y las propuestas para su reforma.

De todas las críticas vertidas, tres son las más populares: la crítica al uso de las matemáticas, la crítica al uso del agente racional como paradigma de investigación y la crítica a la hipótesis de mercados eficientes.

LAS MATEMÁTICAS EN ECONOMÍA

Resulta obvio para todos, defensores y detractores, que la teoría económica ha ido matematizándose cada vez más con el transcurrir del tiempo. Si mientras en Adam Smith o David Ricardo uno encuentra, a lo sumo, ejemplos numéricos, en la década de los 40 del siglo XX empezaron a introducirse técnicas formales mucho más sofisticadas en un camino que ha llevado a que, en el 2010, se pueda argumentar que una grado en matemáticas puede ser una mejor formación para estudiar un doctorado en economía que un grado en economía.

Resulta muchos menos obvio, al menos fuera de los ámbitos más académicos, cuál es la razón de este movimiento. Antes de reflexionar sobre ello, es mejor limpiar la mesa de muchos argumentos sencillamente equivocados. Aquí, en consideración del espacio, nos centraremos en dos.

El primero, un error muy común en los medios de comunicación, es que el uso de las matemáticas tiene algo que ver con una defensa del mercado como medio de asignación de recursos o con el liberalismo. Nada más alejado de la realidad. Un ejemplo paradigmático son los economistas de la llamada escuela austriaca (que reciben su nombre por considerarse herederos intelectuales de Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk, Ludwig von Mises y, con algún matiz, Friedrich Hayek, todos ellos economistas nacidos en Austria o en el imperio Austrio-Húngaro). Los miembros de esta escuela son, simultáneamente ardientes defensores del libre mercado y furibundos enemigos del uso de las matemáticas en economía.

De hecho, la introducción de matemáticas en la teoría económica vino de autores como Paul Samuelson, Leo Hurwitz o Kenneth Arrow que defendían una intervención mucho más decidida del estado en la economía y que pensaban que las matemáticas ofrecían el instrumental para guiar esta intervención. Esta es una las razones por la que los economistas austriacos desconfían de las matemáticas o por lo que la Comisión Cowles, que agrupaba a la primera generación de economistas matemáticos, fue empujada a abandonar la Universidad de Chicago en 1955, que ya por el aquel entonces era un bastión de los enemigos del intervencionismo. Quizás el caso más claro de los compromisos intelectuales de esta primera generación de economistas matemáticos fue Jacob Marschak, que como director de la Comisión Cowles jugó una figura clave en la matematización de la economía y que, antes de dedicarse a la academia, había sido un activo miembro del partido menchevique y líder regional durante la revolución rusa de 1917.
Esta vinculación entre los métodos matemáticos y las actitudes más intervencionistas se prolongó a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en la década de los 60 del siglo XX, los macroeconomistas keynesianos eran los que utilizan en general matemáticas más avanzadas mientras que los monetaristas solían preferir argumentos más verbales y modelos esquematizados.

El vínculo en la cabeza de muchos entre economía y matemáticas probablemente venga causado por dos razones. La primera es que los economistas son, entre todos los grupos intelectuales modernos, los más favorables de media al mercado, ciertamente mucho más que el sociólogo o el politólogo mediano (es importarse fijarse en la palabra mediano, como en todos casos hay una distribución no trivial de opiniones en cada grupo). Dado que la ciencia económica también es la más matemática de las ciencias sociales, la asociación de matemáticas y defensa del mercado es demasiado tentadora para muchos que miran la situación desde fuera.

La segunda razón es la revolución de las expectativas racionales. Esta revolución, que comenzó en los 70 del siglo XX, consistió en un cambio profundo en cómo los economistas trataban la manera en la que los agentes económicos, familias y empresas, formaban su visión acerca de lo que ocurriría en el futuro (sus “expectativas”). El adjetivo “racional” solamente quiere decir que los agentes formaban sus expectativas como si fueran estadísticos, utilizando adecuadamente la información disponible. Luego volveremos a la conveniencia o no de asumir estas expectativas racionales. En esta parte del argumento, sin embargo, solo nos hace falta resaltar que la revolución de las expectativas racionales supuso un gran aumento en el nivel matemático de la macroeconomía en los años 70 y 80, con la generalización de técnicas recursivas y de programación dinámica. Dado que la primera generación de modelos con expectativas racionales tendían a sugerir que la política económica tenía una capacidad limitada de estabilizar el ciclo económico, pronto surgió una impresión que las expectativas racionales de alguna forma estaban ligadas a los más acérrimos defensores del mercado. Aunque este limitado papel de la política económica se eliminó en las siguientes generaciones de modelos con expectativas racionales, en los cuales la política fiscal y monetaria tienen un papel importante que jugar de estabilización, la asociación entre expectativas racionales, matemáticas e incapacidad de la política económica ha quedado gravada en la cabeza de más de un comentarista que ha prestado menos atención a los desarrollos de los últimos 20 años.

El segundo común error que tenemos que eliminar es la vinculación entre matemáticas y el paradigma del agente racional. Utilizar un agente racional que entiende las restricciones a las que se enfrenta y como maximizar su bienestar simplifica las matemáticas, no las complica. Ese sencillo homo economicus que tantas veces se caricaturiza es extraordinariamente simple de caracterizar: maximiza una función bien definida sujeto a unas restricciones. Las verdaderas dificultades aparecen cuando uno quiere introducir sesgos sistemáticos en la elección, expectativas no racionales, o inconsistencias en el procesamiento de la información. De repente nos encontramos con problemas mucho más complejos que todavía no entendemos cómo solucionar. Un vistazo al trabajo de Lars Peter Hansen y Tom Sargent de modelos robustos confirma esta afirmación de manera lapidaria. Todos aquellos que, por tanto, piden mayor realismo en la modelización del comportamiento y mayor influencia de la psicología, deben de ser conscientes que tal petición llevará, con casi total seguridad a más y más complejas matemáticas (a menos, claro, como se puede sospechar no sin razón, que su petición de una modelización más realista no sea más que una coartada para el nihilismo analítico).

Si hemos concluido que las matemáticas ni se introducen para defender el mercado ni el agente racional, ¿de dónde vienen?

Básicamente del convencimiento que los argumentos verbales son extraordinariamente peligrosos. El lenguaje diario, por su estructura y funcionamiento y como ha dejado bien claro la filosofía analítica del siglo XX, está plagado de ambigüedades y las frases que elaboramos, incluso cuando en ello ponemos la máxima atención, están llenas de errores de consistencia. Esta sea quizás una experiencia que solo se pueda entender plenamente cuando le pasa a uno mismo, pero todos los economistas académicos pueden citar docenas de ocasiones en las que un argumento que sonaba absolutamente convincente en una conversación con otro economista o en nuestra cabeza, se torna erróneo cuando uno utiliza papel y lápiz y lo intenta formalizar con matemáticas, que no es más que un lenguaje preciso y depurado. En un análisis serio hay demasiadas piezas moviéndose al mismo tiempo como para no perderse uno mismo sin la ayuda de las ecuaciones y sin la posibilidad de emplear experimentos para comprobar la validez de nuestras ideas que se tiene en otras ciencias. Uno se podría atrever a decir que esta epifanía de la utilidad de las matemáticas le ha ocurrido, en mayor o menor medida a casi todos los economistas que las han probado y que, precisamente por ello la mayoría van a defender con vehemencia el formalismo.

Esto no quiere decir que los resultados de los modelos no puedan ser expresados verbalmente. De hecho, los mejores economistas suelen ser también aquellos que explican la intuición de sus resultados de una manera particularmente diáfana. Pero creer que la intuición viene primero y las matemáticas después es una equivocación. Normalmente, solo después de mirar el resultado matemático por muchas horas, uno desarrolla la intuición.

Finalmente, las matemáticas juegan un papel sutil, pero importantísimo en el constante rejuvenecimiento de la ciencia económica. La ventaja comparativa de los jóvenes economistas es siempre el uso de mejores métodos. Un profesor recién doctorado nunca va a poder escribir un artículo con tanta elocuencia como aquellos que llevan décadas en la profesión: cómo escribir y saber qué argumentos verbales son más convincentes es un conocimiento que solo se adquiere con mucho tiempo de experiencia. Sin embargo el joven profesor sí que va a poder sentarse en frente del libro y derivar ecuaciones novedosas que sean aceptadas por la profesión.

Esto es por lo que en economía muchos economistas alcanzan unos notables niveles de reconocimiento en la profesión en menos de una década, cosa que raramente ocurre en áreas como historia o sociología, mucho más dependientes de los argumentos verbales.
La conclusión de esta sección es sencilla: las matemáticas no son una excusa para ningún objetivo ideológico o para defender el paradigma del agente racional. Son un instrumento básico para asegurar que nuestros razonamientos son lógicamente consistentes. Y, como los economistas jóvenes siempre van a entender que su mejor apuesta es el uso de métodos formales, especialmente si quieren introducir supuestos más realistas sobre el comportamiento humano, es muy poco probable que la corriente cambie de dirección.

EL AGENTE RACIONAL

Una segunda crítica a la ciencia económica es el uso del paradigma del agente racional. Los críticos argumentan que este agente no es más que una caricatura que nos impide entender el comportamiento de las personas en el mundo real y por tanto nos lleva a conclusiones erróneas de política económica.

Esta crítica agrupa dos tipos de problemas. El primero es la conveniencia de utilizar el agente racional. La segunda es sobre el poder predictivo de la hipótesis del agente racional. Podemos empezar con esta última.

Una parte no trivial de las quejas vienen de una minusvaloración del poder explicativo de la racionalidad. Los economistas parten de la existencia de preferencias a nivel individual que satisfacen una serie de propiedades sencillas (como el que si yo prefiero naranjas a limones y plátanos a naranjas, también prefiero los plátanos a los limones). Dadas estas preferencias, se estudia el comportamiento de los agentes que intentan obtener, de todas las posibilidades a su alcance, aquella que prefieren más. La función de utilidad es un simple mecanismo que nos permite, en ciertas circunstancias, trabajar con un objeto matemático más sencillo que las preferencias en sí mismas. Pero nada en el argumento anterior implica, por ejemplo, que los agentes tengan que tener preferencias egoístas o que solo se preocupen por ganar todo el dinero posible. Al contrario, los agentes pueden tener preferencias por el ocio o por el bien común. Es más, uno puede fácilmente especificar preferencias que muestran interrelaciones (a mí me gusta una película más cuanto a más gente le guste, o al revés). Esto no acarrea, por supuesto, que el paradigma del agente racional lo pueda explicar todo, ya que existen restricciones que la teoría impone en los observables. Lo que dice es que uno puede llegar mucho más lejos de lo que le parecería a aquel que se encuentra con la teoría por primera vez.

Pero es más. Los economistas ni siquiera están preocupados porque el agente sea racional: lo único que importa es que se comporte como si lo fuera. En una famosa parábola, un jugador de billar no tiene que resolver complicadas ecuaciones para golpear la bola que quiere golpear ya que lo hace por intuición y aprendizaje, pero resulta útil pensar acerca del jugador como si las estuviese resolviendo.

La razón por la que resulta útil es triple. Primero, porque nos ofrece un nivel con el que comenzar la comparación. Aunque no creamos que el agente racional sea una buena aproximación a la realidad, es importante comprender el caso básico, y por tanto más sencillo, de perfecta racionalidad. Volviendo al caso del jugador de billar: solo entenderemos cómo este se comporta si primero entendemos cómo se debería haber comportado.

Segundo, porque nos permite eliminar todas las consideraciones de cómo las personas razonan (o aprenden) en la vida real, no solo acerca de ellas mismas, sino también acerca de cómo otras personas razonan y por tanto de cómo estas predicciones propias de la actuación ajena influyen en la acción propia. La modelización de estos comportamientos introduce tantas complejidades, por una parte, y grados de libertad al investigador, por la otra, que al final resulta desalentadoramente difícil progresar o incluso, dada la falta de disciplina acerca de que hipótesis son más adecuadas (y no, los datos no van a ser nunca tan claros que nos permitan una simple elucidación empírica), de decidir qué es progreso. Hace muchos años, en un famoso artículo, Chris Sims, uno de los grandes economistas contemporáneos, enfatizaba como una vez que uno abandonaba el mundo de la racionalidad se adentraba en una selva oscura de la racionalidad limitada.

Tercero, por la economía, a diferencia de la física o de la química, tiene un componente normativo. Los economistas se preocupan no solo de cómo se comportan los agentes sino también de cómo estos se deberían comportar (por ejemplo, para realizar recomendaciones de política económica, para diseñar instituciones o para ejercer de consultores en empresas privadas). Es más, la mera creación de nuevas teorías económicas tiene un efecto sobre los fenómenos que estas estudian. El caso típico que siempre se cita es el de la valoración de opciones: la popularización a finales de los 70 del siglo pasado de la formula de Black-Scholes para valorar estos instrumentos financieros hizo que los precios de los mismos empezaran a comportarse de manera más acorde con la teoría que antes de que esta se formulara.

Esto no quiere decir que, especialmente desde principios de los 90, los economistas no hayan prestado una mayor atención a los modelos de racionalidad limitada. Hoy prácticamente todos los departamentos de economía de calidad tienen al menos una persona especializada en este tipo de trabajo y las mejores revistas publican este tipo de investigación de manera regular. Pero, probablemente por las razones apuntadas anteriormente, el progreso ha sido particularmente lento y es improbable que se acelere en el corto plazo por muchas llamadas retóricas que desde los medios de comunicación se hagan a ello. Cualquiera que haya leído, por ejemplo, las magníficos contribuciones de Gul y Pesendorfer en el campo del papel de las tentaciones en la decisión individual se percata que (aparte de requerir, como se ha enfatizado ya varias veces incluso más matemáticas), el nivel de sutiliza requerido por el análisis es abrumador.

Por todo ello, y aunque los modelos de racionalidad limitada es probable que ganen más terreno en las próximas décadas, también es muy improbable que desplacen al agente racional como centro básico de la teoría económica moderna.

LA HIPÓTESIS DE MERCADOS EFICIENTES

La tercera crítica se ha basado en que la subida de los precios de los activos (inmobiliarios y de valores) y su posterior caída ha invalidado la hipótesis de mercados eficientes. Esta crítica construye sobre una queja más antigua de que los datos no apoyan la idea de que los precios de los activos se comportan como un paseo aleatorio.

De nuevo nos encontramos con un caso donde los críticos parecen no entender exactamente lo que la teoría económica postula. Desde luego el uso de la palabra “eficiente” no ayuda pues esta trae consigo una fuerte carga de connotaciones alejadas de su uso técnico (algo similar ocurre con la palabra “equilibrio”, otro concepto básico en el instrumental del economista; el que tengamos tantos malentendidos por el uso del lenguaje es el mejor ejemplo de porque la vuelta a un análisis verbal es un retroceso notable).
La hipótesis de mercados eficientes simplemente postula que los mercados financieros han incorporado toda la información existente y que no existen posibilidades adicionales de arbitraje. Como corolario, y bajo ciertos supuestos adicionales, la eficiencia de los mercados implica que los precios seguirán una martingala (es decir, que el precio esperado mañana es el precio de mercado hoy).

Lo que NO dice la hipótesis de mercados eficientes es:

1) Que los precios no se muevan. Al contrario, los precios han de moverse continuamente con la nueva llegada de información.

2) Que los retornos de los activos tengan que seguir una distribución normal y que no se puedan generar distribuciones con colas gruesas (la pervivencia de esta falacia es realmente sorprendente: el mismo Eugene Fama, el economista más vinculado a la idea de la eficiencia de los mercados, escribió sobre las colas gruesas en su tesis doctoral, con lo cual es difícil acusarle de ignorar el tema).

3) Que los precios sean “óptimos” o “correctos” o “adecuados” o “socialmente beneficiosos”. La eficiencia de los mercados solo implica que los precios deben de reflejar los pagos futuros del activo descontados de acuerdo con una distribución de probabilidad que es una transformación de la distribución de probabilidad subjetiva de los agentes y sus utilidades marginales. Esta distribución es, en general, muy diferente de la distribución objetiva de probabilidades de los eventos.

Esta última observación es particularmente relevante: la hipótesis de mercados eficientes no se puede contrastar por si misma sino únicamente en conjunción con un modelo de utilidad de los agentes y con una estructura de equilibrio determinado (existe la excepción de poder encontrar una oportunidad de arbitraje sin riesgo alguno, pero estas, excepto por algún suceso excepcional, son raras y pasajeras). Esa es la razón por la que los economistas dejaron de contrastar, hacia finales de los 80 del siglo pasado sí los agentes tenían o no expectativas racionales: estos contrastes son, inherentemente, un contraste conjunto de racionalidad y una larga lista de supuestos auxiliares. Un argumento análogo ha sido propuesto, por ejemplo, por Gul y Pesendorfer, para rebatir las críticas que desde la economía experimental se realizan a la teoría de la elección racional: todo experimento acarrea un bagaje adicional que el economista no puede controlar de manera absoluta.

Uno puede quejarse, no sin total falta de razón, que esto transforma a la teoría de los mercados eficientes es una proposición casi tautológica y esa es precisamente la razón por la que los economistas, en aplicaciones particulares, postulan estructuras más detalladas. Pero lo que uno no puede hacer, porque es lógicamente inconsistente, es simplemente mirar a la evolución de los precios de la vivienda y, sin un largo conjunto de supuestos adicionales, concluir que la existencia de una burbuja (o de lo que este observador llama una burbuja) refuta la teoría de la eficiencia de los mercados.

LAS PROPUESTAS DE REFORMA

Dada la larga discusión anterior, no es de sorprender que uno solo pueda expresar una opinión crítica de las propuestas de reforma. El abandono del formalismo solo llevaría a una conversación tan plagada de ambigüedades y falacias lógicas como las que abundaban a principios del siglo XX. Los historiadores del pensamiento económico han discutido por décadas lo que de verdad quería decir Marx con su teoría de las crisis o Keynes con su teoría general. Nadie discute lo que quiso decir Lucas en su artículo de 1972 sobre los ciclos. El abandono del paradigma del agente racional, al menos como centro del discurso y punto de partida, solo llevaría o bien a un conjunto de posiciones ad hoc acerca del comportamiento que nos harían perder toda la disciplina o, si nos lo tomamos de verdad en serio, a unos niveles de complejidad analítica aún mayores. El abandono de los prejuicios ideológicos o de la falta de “conocimiento de la realidad” de la que se les acusa a los economistas ni siquiera es factible por ser patentemente falta y fruto de la caricatura de la profesión que se ofrece en los medios de comunicación, más preocupados en contar una historia atractiva de héroes y villanos que en el estudio desapasionado de la realidad.

Lo más gracioso, sin embargo, no es que las críticas sean incorrectas o las propuestas de reforma caminos a ninguna parte, sino que tampoco son originales, pues en una forma u otra llevan apareciendo desde los orígenes de la economía. Sin ir más lejos, muchos de los temas principales anteriormente apuntados fueron enfatizados durante la crisis del petróleo en la década de los 70 del siglo pasado. Todos aquellos que invirtieron en las alternativas al paradigma central de la ciencia económica, como por ejemplo lo que se llamó la economía radical o crítica, terminaron en el fracaso. Más tarde, durante los 80 y 90 se intentó crear un movimiento alrededor primero, de la Teoría del Caos y después, de la Teoría de la Complejidad. Dos décadas después, ha quedado claro que, más allá de la publicidad y marketing de estos enfoques (que siempre fueron sorprendentemente efectivos y que llegaron la cultura popular de manos de Parque Jurásico), al menos en economía, no hemos aprendido nada de demasiado interés ni del Caos ni de la Complejidad más allá de unas reducidas contribuciones.

La semana que viene, la segunda parte.