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Flores de Lemus o el Mandarín y la Llave del Cerrojo del Sepulcro del Cid

Este pasado fin de semana, por razones alambicadas que no hace falta repasar aquí, volví a leer mucho de lo que tenía en casa sobre Flores de Lemus.

El economista más influyente en España de la primera mitad del siglo pasado, su figura como máximo Mandarín del Ministerio de Hacienda de 1906 a 1934, le hizo dejar huella indeleble en como organizamos por décadas nuestra vida económica, sirviendo lo mejor que pudo a los gobiernos de la tardía restauración, a la dictadura de Primo y a la república, y generando amores (Maura y Calvo Sotelo) y desamores (Cambó y Azaña) en lo más concurrido de nuestra élite política. Su prestigio hizo también que fuera figura central para la generación que fundó la primera facultad de economía en España en los 40 y que marcó nuestra profesión de una manera que, nos guste o no, aún debemos de vivir con ella.

Ramón Carande, uno de los economistas profundamente influidos por Flores de Lemus, resumió mejor que lo que yo puedo hacer su figura: “Su personalidad complejísima reunía rasgos contradictorios…”

Por una parte Flores de Lemus siempre fue una luz en un panorama oscuro de una clase política profundamente ignorante de los principios básicos de la ciencia económica. Para ilustrar lo poco que nuestros políticos de la época entendían, siempre pongo el ejemplo de Marcelino Domingo, ministro de agricultura del 31 al 33 y quien, en medio de los debates en el Congreso sobre la tan manida reforma agraria y desbordado por lo que le preguntaba la oposición, tuvo que llamar en un aparte a Pascual Carrión, miembro de la Comisión Técnica que había elaborado el anteproyecto y preguntarle: “Don Pascual, ¿qué son los bienes comunales?”.

Por otra, Flores de Lemus nunca rompió con el nacionalismo económico y de la mitificación de la protección que Canovas había conseguido impregnar en nuestro subconsciente y siempre fue preso del esplendor del segundo imperio alemán, donde había pasado varios años estudiando (otro día hablaré de porque se entiende mucho mejor nuestra historia si nos damos cuenta que nuestros abuelos estudiaban Alemán en el bachillerato). Como ejemplos, dos citas. Una, en una carta a un médico amigo, Flores se declara “economista neomercantilista, imperialista, militarista a la prusiana,” vamos, todo un canto a Bismarck . La segunda, hablando a la Asamblea Nacional organizada por la caricatura de dictador al que se aferraba una restauración desmochada y de la que he sacado el título de este comentario: “Cuando yo, por mis funciones públicas, oigo a tanto Sancho, con la panza bien rellena de Arancel, repetir la frase de Costa –que era un idealista que vivía de milagro- de que hay que enterrar la llave del sepulcro del Cid, me podía reprimir difícilmente para no decirle: Pues si el Cid no fuera, ¿qué comerías tú?”

El final de la vida de Flores de Lemus refleja aún mejor estas contradicciones. Tras permanecer en Madrid en 1936, tiene que salir al poco tiempo para Francia por las amenazas de muerte (alguno recordaba que había colaborado con la dictadura). Vuelto a Madrid al acabar la guerra ya gravemente enfermo, se encuentra con la desagradable sorpresa de su destitución como catedrático y la apertura de diligencias por la nefanda Ley de Responsabilidades Políticas (alguno recordaba que había colaborado con la república), noticias que le llevaron a una triste muerte en 1941.

¿Qué saco de todo esto? Primero que los escribimos en este blog de política económica debemos recordar que toda nuestra labor tendrá claros y sombras y que algunas de las cosas que digamos serán repetidas en unos años con poco disimulado pero merecido tono crítico. Segundo, un cauto optimismo, pues si después de todo lo que nos vino encima en la primera mitad del siglo XX, salimos adelante, las dificultades presentes no han de ser más que una molestia pasajera.