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Edad Media: capacidad fiscal, fortaleza de los estados y crecimiento económico

Wickham

Esta semana pasada completé, con más retrasado del debido, Medieval Europe de Chris Wickham. Los lectores de este blog quizás recuerden como algunas veces he mencionado mi admiración por una obra previa de Wickham, Framing the Middle Ages, y de su increíble capacidad de síntesis de nuestro conocimiento de la temprana edad media en Europa y el mundo mediterráneo, tanto en términos conceptuales como geográficos. Desde aquella monografía, he estudiado regularmente todos los nuevos libros de Wickham y siempre ha sido una experiencia de un rendimiento intelectual extraordinario.

Medieval Europe no ha sido una excepción y si bien la cantidad de material condensado en 352 páginas es tan fantástica que para asimilarlo incluso en un detalle mínimo me he visto obligado a dejar alguna obligación estos días un poco de lado, el resultado final me ha llevado, casi por necesidad, a escribir esta entrada.

Antes de continuar debo, sin embargo, advertir a nuestros lectores. Medieval Europe es una monografía académica sin compromiso alguno. El lenguaje es claro y, en muchas ocasiones, brillante en su precisión, pero no es un libro para llevarse a la playa para distraerse un rato sin tener que pensar mucho. Wickham no le va a contar a uno los amores de Leonor de Aquitania, sino cómo la capacidad fiscal de los reinos anglosajones anteriores a la invasión normanda de Inglaterra de 1066 va a ser clave en la evolución de la economía política del norte de Europa en siglos venideros. No es este un mundo de lanzas y torneos, es un mundo de sistemas productivos y estructuras administrativas.

Pero incluso dentro de la historiografía contemporánea, para Wickham aspectos como los problemas de representación y entendimiento, la construcción de las mentalidades o los ejercicios de memoria colectiva juegan un papel secundario frente a la modelización de los fundamentos materiales de una sociedad. No podría ser, quizás, de otra forma, pues Wickham nunca ha escondido su convicción sobre la utilidad de la herencia historiográfica marxista más clásica y su insistencia en la primacía (aunque no exclusividad o determinismo) de las explicaciones materiales, en especial en comparación con los temas favoritos del giro cultural.

Paradójicamente, este en un punto de contacto de tal tradición marxista con los economistas convencionales, como yo, que también otorgamos un lugar de preeminencia a factores como la tecnología y las instituciones que la misma crea en el desenvolvimiento de las sociedades (este es un argumento que desarrollé con más calma en esta entrada sobre G.A. Cohen hace ya muchos años). Como dice un amigo mío con ironía, pero con cierta razón, los economistas neoclásicos somos marxistas de derechas. Y como tales, hay mucho que aprender en la obra de Wickham.

En particular el papel central que juegan las estructuras fiscales en las formas políticas y en su evolución a lo largo del tiempo. Para Wickham es el colapso de la capacidad fiscal de la que había disfrutado el antiguo imperio romano en occidente la que explica, antes que nada, la debilidad de los estados sucesores durante los primeros siglos de la Edad Media. Sin capacidad fiscal no se puede financiar un ejército regular o una administración eficiente y sin estos dos instrumentos de poder, las formas políticas terminan fracturándose. La única manera de financiar la actividad militar sin impuestos sobre la tierra o el (mínimo) comercio, es entregar tierra a la nobleza y caballeros a cambio de servicios de armas.

Aunque la revolución feudal del siglo XI (que, a pesar de los nuevos avances historiográficos y las matizaciones que los mismos han introducido a viejas concepciones, Wickham todavía considera es un esquema interpretativo útil) no era inevitable, sí que era una consecuencia muy probable de la política de la tierra altomedieval. Como Wickham nos recuerda, fue Marc Bloch el autor que más elocuentemente ha explicado que esta política de financiar estados entregando la tierra a las élites es inherentemente inestable: cuanta más tierra se otorga por un soberano para construir una coalición ganadora entre las élites, menos tierra queda por repartir para pagos futuros y por tanto más complejo es mantener la estabilidad de la coalición.

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Para ilustrar la potencia de este argumento, Wickham narra lo que ocurre en aquellas partes del imperio romano donde tal capacidad fiscal no se colapsa y que hoy llamamos de manera anacronística Imperio Bizantino (sus habitantes siempre se llamaron ellos mismos “Rhōmaîoi,” o romanos en griego). Las continuidades de estructuras políticas, económicas e ideológicas con la antigüedad tardía son mucho más acusadas que en Occidente y, con ellas, el futuro de estas sociedades habrá de ser muy distinto. En dos capítulos centrales en el argumento del libro (3: Crisis and transformation in the east, 500-850 y 9: 1204: the failure of alternatives), Wickham insiste en la necesidad crucial de entender Bizancio y sus estados sucesores (los califatos y el Imperio Otomano) para comprender lo que ocurre en el oeste y norte de Europa. De manera contraria a la intuición, hay mucho más de “romano” en los dominios de Mehmed II que en la Inglaterra de los Tudor, la Francia de los Valois o la Castilla de los Trastámara.

Para apuntalar esta idea, el libro se mueve a explicar cómo es únicamente la lenta y paulatina reconstrucción de tal capacidad fiscal la que permitirá la aparición de organizaciones como los reinos de Inglaterra, Francia o Castilla que mencionaba en el párrafo anterior y que marcarán los siglos venideros. Pero estos reinos son criaturas muy diferentes a Roma, Bizancio o incluso los estados merovingios y ottonianos. Son aventuras de gobierno donde el consentimiento de una parte importante de la sociedad (señores, élites urbanas, potentados eclesiásticos y a menudo terratenientes relativamente modestos) es imprescindible para el ejercicio del poder fiscal. Y este consentimiento se cristalizará, en buena medida, por medio de los parlamentos.

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Estos parlamentos son una institución sin igual en parte alguna del mundo. Aparecen, probablemente en España en primer lugar con las Cortes de Alfonso IX de León de 1188, como combinación de debilidad monárquica y necesidad fiscal. La clave de los mismos, que quizás Wickham no enfatiza lo suficiente, es su persona jurídica propia. Esta forma legal (tan importante en una Europa que está redescubriendo el derecho romano clásico como tecnología organizativa central) los hace radicalmente diferente, en su legitimidad y permanencia intratemporal, de las antiguas asambleas germánicas tan populares en la Europa Merovingia y de los consejos reales comunes a los soberanos a lo largo de la historia. Los conflictos entre reyes y parlamentos será un eje fundamental de la historia europea hasta la victoria definitiva de los mismos, a veces escondida detrás de otros ropajes, siglos más tarde. Pero ya en el siglo XIII vemos la idea, especialmente en Inglaterra, de la fundamental implicación de la oligarquía como codirigentes de la vida pública en formas, usos y entendimientos que no existen en el mundo islámico, en la India o en la China de los mismos siglos.

La reorganización del poder de los estados durante los siglos XII y XIII no aparece así en oposición a la estructura celular de la política europea sino como contrabalance de la misma. Estados más poderosos agudizan la necesidad de señores, ciudades, Iglesia e incluso campesinos de defender sus propias esferas de actuación, creando con ello un dinamismo social cuyas consecuencias en el largo plazo serán incalculables (por mucho que Wickham repita a menudo, de manera algo apagada, que él no quiere cruzar el Rubicón de tal interpretación triunfalista).

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El mejor ejemplo de esta idea es Inglaterra. No es un accidente que Inglaterra sea probablemente el estado mejor organizado de la Europa occidental medieval (los famosos 14.5 kilos de cera empleados cada semana para sellar cartas por la cancillería inglesa a mediados del siglo XIII), a la vez, el estado donde una oligarquía relativamente amplia ha penetrado más sistemáticamente en la codirección de los asuntos públicos. Parlamento y Derecho Común, como Dicey nos explicó hace décadas, soberanía popular (o, en este momento, de las élites) en el parlamento e imperio efectivo de la ley en del Derecho Común, no se contradicen, como a menudo comentaristas superficiales discuten, sino que se refuerzan mutuamente. No hay Enrique III sin Enrique II, ni numérica ni conceptualmente.

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Pero, y este un camino que Wickham tampoco quiere recorrer pero que yo sí que estoy dispuesto a explorar, tampoco es accidente que sea Inglaterra el origen de la revolución industrial. Si algo hemos aprendido de la reciente y vibrante literatura en capacidad de los estados, es que el poder estatal y los mercados no se contraponen en el proceso de crecimiento económico (un interesante y completo resumen de la literatura aparece aquí, por Noel Johnson y Mark Koyama; Mark, por cierto, es muy crítico con algunas de las interpretaciones de Wickham sobre la evolución económica de la antigüedad tardía aquí). Lejos de ser sustitutos, como se argumenta demasiadas veces de manera totalmente ahistórica desde ambos lados del debate político, estados y mercados se complementan de maneras, a veces, sutiles.

Bank_of_England_Charter_sealing_1694

El crecimiento surge cuando los estados pueden suministrar defensa contra los enemigos externos e internos de la sociedad, cuando los estados aseguran que el imperio de la ley es supremo (incluido, en un concepto substantivo de tal imperio, un respeto a los derechos de propiedad), cuando los estados crean un mercado interno integrados, cuando los estados construyen (o posibilitan la construcción de) infraestructuras, cuando los estados suministran (o aseguran el suministro) de educación, cuando los estados crean las condiciones para que los mercados financieros funcionen. Todo esto cuesta dinero y mucho. En la Inglaterra del siglo XVIII quizás unos 10 puntos del PIB de recaudación fiscal. Hoy, al menos 20 y si consideramos las transferencias sociales que cumplen una labor de redistribución de riesgos que a menudo los mercados no pueden suministrar por motivos de información asimétrica y sin la la cual la sociedad no podría funcionar adecuadamente, probablemente de 30 o 35 puntos. Inglaterra no crece en el siglo XVIII porque los derechos de propiedad estuviesen particularmente bien protegidos: crece porque, en comparación con Francia, el parlamento nacido de la Revolución Gloriosa de 1688 puede crear el Banco de Inglaterra, financiar la flota de guerra, imponer concentraciones parcelarias o forzar la construcción de ferrocarriles contra la oposición de las localidades a las que va a sacar de su retardo. El camino a los molinos de algodón de Manchester pasa por las colinas de Blenheim: no hay un James Watt sin un John Churchill.

A la vez, la evidencia histórica es meridianamente clara que, cuando los estados no intentan complementar a los mercados sino sustituirlos, el resultado es desastroso. Los estados fuertes crean mercados internos para que se puedan vender automóviles, los estados sustitutivos quieren construir automóviles. Es más, queriendo hacer lo que no pueden hacer bien, lejos de reforzar el poder estatal, el mismo se paraliza como consecuencia de las luchas constantes por las rentas creadas por la actividad estatal entre decenas de grupos de presión. Solo tenemos que ver los estados modernos de Europa. ¿Es un estado fuerte el español? Ciertamente es un estado grande, pero no es un estado que pueda frenar la constante captura regulatoria, que pueda asegurar la unidad de mercado interna o que pueda suministrar una educación de calidad. Un derecho de propiedad robusto requiere un derecho eminente poderoso, pero un derecho eminente poderoso sólo puede triunfar con un derecho de propiedad robusto. Ahora no tenemos ni el uno ni el otro.

Me imagino que no son estas las conclusiones que Wickham extraiga de su libro y, casi seguro, que se quejaría de la mayoría de mis inferencias. Pero mi respuesta es que, cuando uno escribe un libro tan magnífico como este, uno tiene que ser consciente que texto cobra su propia vida y que las avenidas conceptuales, los marcos interpretativos y las estructuras cognitivas de referencia que el mismo nos muestra llevan al lector a lugares insospechados. Somos esclavos de nuestras propias lógicas.