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¿Cómo Deberíamos Elegir a los Diputados? II

La semana pasada explicaba que el Reino Unido vota mañana jueves si sigue con el sistema mayoritario unipersonal tradicional o se pasa a un sistema de votación preferencial. Argumentaba, en concreto, que el sistema mayoritario tradicional tenía muchos problemas y que, en particular, perjudicaba a los partidos pequeños.

¿Qué es el sistema de votación preferencial? ¿Qué ventajas tiene? ¿Y cuáles son sus problemas?

Empiezo con la explicación del sistema, al menos tal y como se ha planteado en el Reino Unido (como todo en la vida, hay miles de detalles que pueden variar de un país a otro). Exáctamente igual que en el sistema mayoritario, primero creamos circunscripciones de más o menos igual tamaño en términos de población. Volviendo al ejemplo de la semana pasada, si hay 1 millón de votantes y 100 miembros del Parlamento, creamos 100 circunscripciones de aproximadamente 10.000 habitantes cada una. De nuevo, como en el sistema mayoritario, se presentan candidatos.

La diferencia es a la hora de votar. En vez de seleccionar a un candidato, como en el sistema mayoritario, en la votación preferencial uno “ordena” los candidatos, desde el que más le guste al que menos le guste. Imaginémonos, por ejemplo, que tenemos tres candidatos, uno del partido A, uno del partido B y uno del partido C. Por tanto, un elector puede ordenarlos A-B-C (en este caso A es el primero, B el segundo, C el tercero), A-C-B, B-A-C, B-C-A, C-A-B o C-B-A, como buenamente quiera (esto sería una imagen de una papeleta). En realidad, en la mayoría de los países que utilizan este sistema (aunque no en todos), uno no esta obligado a ordenarlos todos y si quiere, solo puede escoger 2 candidatos o 1, pero como demostraré en un momento, en la practica esto puede ser tirar el voto.

Lo primero que hacemos es contar todas las “primeras preferencias” de cada votante. Si algún candidato tiene mayoría (que normalmente es la mitad de los votos totales más 1, pero algunas veces puede ser menor, por ejemplo, el 45% de los votos siempre claro que no haya otro candidato que tenga más), se acaba el proceso. Si ningún candidato tiene la mayoría, se elimina al candidato con menos votos en “primera preferencia” y los votos en “segunda preferencia” de las papeletas que ponían en primer lugar al candidato eliminado se suman a los votos por primera preferencia de los candidatos supervivientes.

Un ejemplo clarifica el sistema. Imaginémonos que, como antes, hay tres candidatos, A, B, y C en una circunscripción con 100 votantes.

A tiene 45 votos en primera preferencia.
B tiene 30 votos en primera preferencia.
C tiene 25 votos en primera preferencia.

Ningún candidato tiene la mayoría y por ello eliminamos a C, que es el que menos votos tiene. Ahora miramos a las segundas preferencias de los votantes de C. Estas eran:

A tiene 4 votos en segunda preferencia de votantes cuya primera preferencia era C.
B tiene 21 votos en segunda preferencia de votantes cuya primera preferencia era C.

Cuando sumamos estos votos, tenemos

A tiene 49 votos (45 en primera preferencia y 4 en segunda)
B tiene 51 votos (30 en primera preferencia y 21 en segunda).

El ganador es B.

Este ejemplo explica también porque el sistema se llama de segunda vuelta instantánea (sobre todo en EE.UU., donde se usa en alguna ciudad para elegir al alcalde): es como si fuéramos a una segunda vuelta con solo A y B pero donde los votantes de C ya han dicho a quién iban a apoyar. (nota: en una primera versión de este post había un error tonto en los números, gracias a Kartoffel por verlo enseguida).

En caso de que después de eliminar al candidato menos votado sigamos sin tener un candidato con mayoría, eliminamos al candidato penúltimo en votos, distribuimos sus segundas preferencias (y en el caso que su segunda preferencia haya sido también eliminada, su tercera preferencia) y contamos de nuevo. El proceso, eliminando a los candidatos menos votados, sigue hasta que un candidato tiene la mayoría, que sabemos que tiene que ocurrir, en el peor de los casos, cuando solo queden dos candidatos.

Ahora se entenderá porque decía antes que no ordenar todas las alternativas es (potencialmente) desperdiciar un voto: si, pongamos, solo ordeno los primeros 3 candidatos y los 3 son eliminados en las primeras rondas, mi papeleta es eliminada y es como si no hubiese votado.

Existen pequeñas variaciones del sistema como la votación contingente, donde todos los candidatos menos los dos más votados son eliminados en la primera ronda (esto sí que es una segunda ronda automática) en vez de en rondas sucesivas. Así es como se elige al presidente de Sri Lanka. Otra variación es dejar solo expresar dos preferencias, como se hace para elegir el alcalde de Londres.

El Reino Unido se ha fijado en el sistema de votación preferencial porque es relativamente cercano a su “cultura” (se utiliza, por ejemplo, en Irlanda, Australia o Nueva Zelanda a distintos niveles) y es una desviación menor del sistema mayoritario: se mantienen los distritos unipersonales, sigue habiendo una relación más directa entre votantes y miembros del parlamento, etc.

La ventaja aludida del sistema es que, al extraer más información de los electores que simplemente su candidato favorito, permite agregar mejor las preferencias de los ciudadanos y dar más cancha a los partidos pequeños. Por ejemplo, si se que mi partido favorito va a perder, lo único que tengo que hacer es poner a su candidato el primero, como un brindis al viento, y luego el candidato con posibilidades reales como segunda preferencia. Así dejo claro quién me gusta de verdad sin desperdiciar mi voto.

A la vez, la votación preferencial sigue sufriendo de buena parte de los problemas del sistema mayoritario, como las posibles paradojas de tener votantes “mejor” o “peor” distribuidos o el gerrymandering que explicaba la semana pasada.

Es más, la votación preferencial introduce todo un nuevo conjunto de problemas.

El primero, quizás no muy importante pero tampoco trivial, es que si tenemos distritos con 20 o 30 candidatos, tenemos que ordenarlos todos y esto hace pesado y más costoso el votar (excepto, claro, que solo ordenemos a unos pocos y nos arriesguemos a que nuestro voto no cuente, aunque si uno solo ordena a los candidatos con posibilidades reales, no es un riesgo muy grande) y más sujeto a errores. El recuento también es más lento, aunque con máquinas de votar electrónicas este coste es mínimo.

El segundo es que, si un partido tiene una fuerte implantación en un distrito, la votación preferencial resultará igual que el sistema mayoritario, con lo cual nos complicamos la vida para nada. Es más si muchos votantes, a pesar de mi argumento anterior de no desperdiciar el voto, no hacen más que seleccionar a uno o dos candidatos en sus preferencias (como ocurre en la práctica en muchos lugares con este sistema), terminamos con un sistema mayoritario como con él que empezamos.

El tercer problema es que dificulta saber quién ganó las elecciones: ¿el partido con más diputados elegidos? ¿El partido con más votos en primeras preferencias? ¿El partido con más votos en las preferencias que son utilizadas al final? Aunque no lo parezca, en la práctica esto enturbia todo el proceso político más de lo que nos sospecharíamos.

El cuarto problema es que, en la práctica, la votación preferencial tiende a seleccionar no al candidato que despierta más pasión sino al que deja a más gente indiferente. Es lo que algunas veces se llama el efecto “pepperoni con queso”: cuando tenemos que pedir pizza para mucha gente (en mi caso particular, en las reuniones del grupo de macro en Penn) al final siempre terminas pidiendo una pizza de pepperoni con queso pues es la que menos molesta a la gente pero también la que menos pasiones levanta. Por cierto, lo mismo pasa con los Oscar a la mejor película, que se deciden por votación preferencial y que terminan cayendo en la película más blanda y menos espinosa. El sistema de votación preferencial puede, por tanto, agudizar la sensación que los políticos son meros profesionales cuyo único objetivo es no levantar odios sino simplemente apatía.

Al mismo tiempo, y no esto es una paradoja, favorece a los pequeños partidos extremistas, que pueden recoger muchos votos en primeras preferencias porque el votante sabe que no desperdicia su voto. Aunque luego el candidato elegido es “pepperoni con queso”, los partidos más extremistas reciben un espaldarazo electoral importante que les hace tener más visibilidad, incrementando el desencanto entre primeras y siguientes preferencias.

El quinto problema, y para mí uno particularmente importante, es que genera un fuerte incentivo al voto estratégico, es decir a mentir en las preferencias para manipular el orden de eliminación de candidatos.

Volvamos a nuestro ejemplo de antes con

A tiene 45 votos en primera preferencia.
B tiene 30 votos en primera preferencia.
C tiene 25 votos en primera preferencia.

Recordemos que, después de eliminar a C, B sale ganando. Pero imaginémonos que las segundas preferencias de B son 12 para A y 18 para C, es decir la mayoría de los votantes de B están más cerca de C que de A (como también ocurría en sentido contrario). Pero el director de campaña de A es listo y pide a 6 de sus votantes que pongan a C como su primera preferencia (aunque esto no sea cierto). Ahora tenemos que el día de las elecciones tenemos:

A tiene 39 votos en primera preferencia (45 votantes-6 votantes estratégicos).
B tiene 30 votos en primera preferencia.
C tiene 31 votos en primera preferencia (25 votantes sinceros+6 votantes estratégicos).

B queda eliminado y, después de asignar los votos en segundas preferencias:

A tiene 51 votos (39 en primera preferencia y 12 en segunda).
C tiene 49 votos (31 en primera preferencia y 18 en segunda).

Con lo que ¡A es el ganador!

Fíjense en la paradoja: al incentivar el “mentir” en sus preferencias, los votantes de A ganan cuando si hubiesen votado sinceramente, habrían perdido. Esto es una aplicación del teorema de Gibbard–Satterthwaite que básicamente dice que este tipo de sistemas de preferencias son siempre manipulables.

Y cualquiera sabe que, en la práctica, siempre habrá un partido u otro dispuesto a jugar sucio y que de las instrucciones adecuadas a sus votantes (por ejemplo, en la II República en España, donde también existían incentivos a manipular los votos, los partidos te pedían votar a uno u otro según la primera letra de tu apellido paterno, en Australia, el partido te envía la papeleta ya rellena de la mejor manera para maximizar sus posibilidades). Pensar lo contrario y confiar en la bondad humana es, tristemente, ingenuo.

Finalmente, me queda un tema importantísimo, que es el que los candidatos y los partidos son endógenos al sistema de votación y que, en realidad, todos los ejemplos que hemos utilizado hasta ahora no son muy realistas pues toman las preferencias sobre un conjunto dado de candidatos y no sobre un conjunto endógeno de los mismos. Pero como esto me llevará otro buen rato explicarlo, lo dejo para la semana que viene.

En todo caso, y ya que mañana es el referéndum en el Reino Unido, ¿Qué votaría yo si fuera británico? Después de pensarlo con calma (y de leer los editoriales de mis dos fuentes básicas de información acerca del mundo, Financial Times, a favor, y The Economist, en contra), creo que votaría por mantener el sistema actual (que sería votar por el “no”). La votación preferencial no resuelve los problemas básicos del sistema mayoritario y solo generaría, en mi opinión, políticos con menos ganas de hacer nada controvertido y más voto estratégico. A la vez (y en parte me adelanto a lo que quiero explicar la semana que viene de candidatos endógenos), no creo que en la práctica haga mucha diferencia y que, al contrario de lo que se sueñan los liberales demócratas, el partido conservador y el laborista seguirían siendo hegemónicos incluso con la votación preferencial pues en una buena mayoría de los distritos en el Reino Unido hay solo dos candidatos viables en todo caso (y los liberal demócratas verán que muchos de sus votantes son en realidad verdes). Bueno, veremos que pasa.