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Los efectos de largo plazo de una intervención pública en educación (I)

Alguna vez me preguntan cómo encuentro tiempo para dedicar al blog. Parte del secreto es que a diferencia de un artículo científico, o incluso que uno en prensa tradicional, un blog es interactivo y en buena medida lo escriben los lectores. Por ejemplo, la semana pasada hablaba de un experimento extraordinario de Roland Fryer sobre incentivos a estudiantes para mejorar su rendimiento. Carlos Jerez preguntó por la necesidad de mantener la intervención en el tiempo para conseguir un efecto. Acto seguido Núria Rodríguez-Planas, desde la Universitat Autònoma de Barcelona, me enviaba un excelente estudio suyo reciente que contestaba la pregunta. Hoy comento la evidencia de Núria y otra relacionada con el mismo asunto.

Para los impacientes, Núria encuentra que los efectos de corto plazo de la intervención en adolescentes no se mantienen en el largo plazo, excepto para los más jóvenes. Otra evidencia que comento muy brevemente hoy, y en más detalle en próximas semanas, sugiere que las intervenciones en niños muy jóvenes pueden ser duraderas y muy rentables desde el punto de vista social. Mi conclusión es que hay que encauzarlos jóvenes, cuanto más, mejor.

Pero vamos a los detalles. Primero el experimento del que habla Núria. El Quantum Opportunity Program es una intervención de cinco años de duración sobre jóvenes estudiantes de secundaria (de unos 14 años al comenzar). El programa incluye un refuerzo educativo, un monitor para los chicos e incentivos monetarios para la participación en el programa. Este programa duraba cinco años y sus efectos se midieron en su último año, a los tres y a los cinco años de acabar. Para poder evaluarlo de manera rigurosa, se siguió al grupo intervenido y a otro grupo de control, y la participación en uno u otro grupo se seleccionó al azar.

La intervención se centraba en estudiantes con malas calificaciones en escuelas con problemas. La parte más innovadora del programa era que a cada estudiante tratado se le asignaba un monitor experimentado que debía desarrollar con él una relación de largo plazo durante los cinco años que duraba la intervención. Este monitor, cada uno de los cuales tenía solamente entre 15 y 25 chicos a su cargo, debía proporcionar el tipo de atención que un pariente interesado suele proporcionar y de la que estos chicos normalmente carecen. Esta relación debía mantenerse incluso si el chico dejaba el programa, abandonaba la escuela, era encarcelado o se mudaba fuera de su barrio o ciudad.

Las actividades propiamente educativas tenían tres partes. Refuerzo académico en matemáticas y lengua, así como ayuda en la preparación a la universidad y otros estudios post-secundarios; educación cívica y social (planificación familiar, higiene, salud, ayuda psicológica); y servicio comunitario (visitar residencias de ancianos o comedores sociales).

Finalmente, los estudiantes recibían 1,25 dólares por cada hora que participaban en el programa (incentivos por inputs) y entre 1000 y 3000 dólares por conseguir el título de bachillerato y/o matricularse en algún tipo de estudio post-secundario (incentivos por outputs).

Como se pueden imaginar una intervención de este tipo no es barata. El coste aproximado fue de unos 25.000 dólares por participante, y su generosa financiación fue compartida entre el departamento (ministerio) de trabajo americano y por la Fundación Ford.

Los datos que produjo la intervención son ricos en muchas dimensiones. Resultados de exámenes de lengua y matemáticas, datos sobre si los estudiantes recibieron el título de bachillerato, si se matricularon en algún tipo de estudios después del bachillerato, datos laborales (si trabajaron y cuánto ganaban), datos sobre conductas de riesgo y resistencia en el programa. Además, los datos sobre participación en estudios y empleo se recogieron al terminar el programa, tres y cinco años después de acabarlo. Un pequeño problema es que la única medida disponible de los estudiantes antes de su tratamiento es la nota de octavo (equivalente a nuestro segundo de ESO).

Los resultados son, como ya avancé, algo decepcionantes. El programa aumenta en un 7% la probabilidad de terminar el bachillerato a tiempo (comparando el grupo tratado con el de control) y en un 6% la de matricularse en la universidad o algún tipo de estudios post-secundarios (estas diferencias representan, respectivamente una mejora del 17,5% y del 23%). El problema es que las diferencias se anulan tres años más tarde, en ese momento en el grupo de control hay un 16% adicional de titulados de bachillerato, frente a un 10% de los tratados. Es decir, el 7% de ganancia inicial es esencialmente un adelanto de la titulación. En ese momento hay un 7% más de chicos trabajando en el grupo de control, lo cual parcialmente puede ser debido a que hay más participantes del grupo tratado estudiando. Finalmente, cuando pasan 5 años no se aprecian diferencias entre los dos grupos ni en porcentaje de empleados ni de titulados. Es decir, los efectos iniciales de la intervención desaparecen con el tiempo.

No todo es negativo. La riqueza del estudio permite analizar la diferencia de resultados entre diversos grupos. La más importante es la que existe entre los estudiantes de comenzaron noveno (nuestro tercero de ESO) con catorce años (es decir, en el tiempo normal) o los que empezaron con más de catorce (porque habían repetido algún curso, por ejemplo). Los que empezaron con catorce y participaron en el programa, tenían una probabilidad de haber acabado el bachillerato 7 puntos por encima de los que no participaron, a los cinco años de acabar el programa. También tenían una tasa de matriculación en la universidad 12 puntos por encima de los estudiantes comparables del grupo de control, y 10 puntos por encima para estudios post-secundarios en general. Para estos chicos, la intervención tiene un efecto duradero.

Como decía antes, una parte de las conclusiones es desconsoladora. Que no se pueda recuperar a algunos chicos incluso con una intervención que cuesta 25.000 dólares resulta dramático. La parte buena es que algunos chicos sí que son rescatables, incluso a los catorce años. Y los experimentos del programa Perry o del Abecedarian, así como el experimento STAR de Tennesee, que comentaré en próximas semanas, sugieren que si podemos intervenir a edades muy tempranas es posible ganar esta batalla. Hay gente a la que no le gusta el programa, pero el nombre “No Child Left Behind” (“ningún niño dejado atrás”) me parece que señala un buen objetivo. ¿No les parece?