El Desarrollo Humano en 2010 según el nuevo índice de Naciones Unidas (I de II) de Antonio Villar

 

 

de Antonio Villar (Universidad Pablo de Olavide & Ivie)

Aumentar el bienestar social y fomentar el desarrollo económico son dos objetivos básicos de la mayoría de los gobiernos democráticos. Para poder evaluar los logros en dichos aspectos se requiere el diseño de un conjunto de indicadores adecuado, lo que exige adoptar una serie de compromisos, tanto conceptuales como prácticos, relativos a las dimensiones a considerar y a la forma de integrarlas en una o varias fórmulas sintéticas.

Hay una larga tradición en tomar el PIB como medida de referencia para el crecimiento económico.  Se trata de una variable estandarizada de la que se disponen datos fiables con regularidad en la mayoría de los países. Los límites de este indicador son muy conocidos: sólo calcula transacciones de mercado, pasa por alto aspectos cualitativos o distributivos, sólo proporciona una burda aproximación de los costes de uso de capital, no computa las dotaciones de bienes duraderos e infraestructuras, etc. Por ello se trata de un indicador discutido desde hace muchos años, sin que se haya conseguido un consenso suficiente para sustituirlo por otro que refleje mejor la dinámica económica.

Parece obvio que utilizar una única dimensión para evaluar el desarrollo económico supone una aproximación metodológica muy endeble. Una forma natural de mejorar el análisis consiste, por tanto, en construir indicadores multidimensionales que tengan en cuenta varios aspectos relacionados con el bienestar humano y el potencial económico. La construcción de ese tipo de indicadores abre toda una línea de investigación: ¿Cuáles son las dimensiones más relevantes a considerar? ¿Cómo aproximar esas dimensiones por medio de variables específicas de las que existan datos fiables? ¿Cómo agregar esas variables en un único indicador que permita comparar los países y analizar su evolución?

El índice de desarrollo humano (IDH) es el indicador multidimensional más conocido y aceptado. Fue presentado por las Naciones Unidas en 1990 como protocolo de medición del grado de desarrollo de los países, basado en la idea de Amartya Sen de aproximar el desarrollo tomando como referencia las capacidades más que las realizaciones.

Este protocolo identifica salud, educación y bienestar material como los aspectos claves del desarrollo. Desde 1990 hasta 2009 los logros en salud, educación y bienestar material se asocian con las variables esperanza de vida al nacer, una combinación de tasa de alfabetización y tasa bruta de matriculación (con pesos de 2/3 y 1/3, respectivamente) y el logaritmo del PIB per cápita, respectivamente.  El índice de desarrollo humano (IDH) consiste en la media aritmética de los valores normalizados de esas tres variables.

En su edición de 2010 el IDH ha sufrido algunos ajustes metodológicos importantes que alteran la visión del desarrollo económico que nos proporcionaba el IDH. Con objeto de entender el diseño del nuevo indicador, describo a continuación las principales críticas que se la han venido haciendo al IDH tradicional.

Las limitaciones del IDH convencional

Hay cinco críticas fundamentales al diseño del IDH convencional como un indicador de desarrollo adecuado, aun reconociendo que supone un paso adelante con respecto al uso de PIB per capita como criterio de referencia. Son las siguientes:

(1) El número y naturaleza de las dimensiones seleccionadas.

Hay algunos aspectos relevantes del desarrollo humano que no se consideran explícitamente en la formulación del indicador (v.g.  la integración social o la sostenibilidad medioambiental).

(2) La elección de las variables que miden esas dimensiones.

No está claro que las variables utilizadas para aproximar salud, educación y bienestar material sean las más adecuadas.

La esperanza de vida al nacer, que mide los logros en salud, tiende a exagerar el valor de la componente de salud de los países con una demografía menos dinámica debido a que es un indicador independiente de la estructura demográfica.

El índice de educación seleccionado apenas refleja el capital humano existente debido al excesivo peso dado a la tasa de alfabetización. A medida que se extiende la educación obligatoria el analfabetismo se va convirtiendo en un problema residual. En particular se trata de una variable que no tiene capacidad alguna de discriminación entre los países más desarrollados.

El uso de logaritmos aplana las diferencias de renta entre los países. Es cierto que la importancia de un euro adicional de renta depende del nivel al  se produzca esta adición, de modo que como una aproximación al grado de bienestar es razonable el uso de los logaritmos. Sin embargo desde un punto de vista descriptivo de las capacidades de consumo de las sociedades, su empleo reduce artificialmente las diferencias existentes.

Estos problemas en la selección de las variables se traducen en una escasa sensibilidad del IDH en la comparación de países con niveles similares de desarrollo.

(3) La falta de preocupación por cuestiones distributivas.

Es lógico pensar que el nivel de desarrollo humano debe tener en cuenta no sólo "el tamaño del pastel", sino también la forma en que se distribuye. La falta de preocupación por cuestiones distributivas es una de las características más sorprendentes del IDH. Por una parte, porque choca frontalmente con la propia filosofía que inspira la construcción de este indicador (recordemos las numerosas aportaciones de Amartya Sen sobre el tema). Por otra parte,  porque hay estadísticas que aproximan la desigualdad en renta para la mayoría de los países y tenemos una teoría bien establecida que permite vincular el tamaño y la distribución de los ingresos de forma simultánea.

Hay muchas contribuciones que sugieren maneras de introducir las cuestiones de igualdad en este contexto. La forma estándar de transmitir un contenido normativo a una medida de la desigualdad es el de interpretar la desigualdad como una pérdida de bienestar, siguiendo como modelo Dalton, Atkinson, Sen y Kolm.

(4) La estructura aditiva del índice.

A pesar del atractivo que tiene el uso de la media aritmética como forma de agregar los diferentes componentes que miden el grado de desarrollo, esta formulación presenta inconvenientes muy importantes.

El primero de ellos es que esta estructura aditiva implica una relación muy particular entre los diferentes componentes, ya que supone  asumir perfecta sustituibilidad (curvas de indiferencia lineales). Sólo la suma total cuenta sin que importe cuál es la distribución de los sumandos. Dicho en otros términos, podemos sustituir la falta de salud por educación o renta a una tasa constante a cualquier nivel que consideremos.

En segundo lugar, este tipo de índice genera un ranking que es sensible a la normalización de las distintas variables. Esto hace que la ordenación generada por el IDH dependa de la forma en que se normalizan los índices parciales, siendo éste un aspecto arbitrario de la formulación.

Por último, la falta de justificación teórica de esta fórmula y su dependencia de la normalización de sus componentes no permiten su uso como una medida cardinal (o sea que sólo permite generar un ranking). Tener una idea de la magnitud de las diferencias existentes entre los países mejoraría claramente el contenido informativo del índice.

(5) La falta de comparabilidad intertemporal.

Los informes sobre el desarrollo humano desde su inicio hasta 2009 proporcionaban datos de cada año concreto sin que se pudieran establecer comparaciones con los años anteriores debido a los cambios en algunos aspectos de la metodología empleada. De este modo no se podía saber cuál era la evolución de los países.


Hay 3 comentarios
  • En relación a (3), un índice de progreso o felicidad sobre el que exista un mínimo consenso es un imposible y esto se refleja en la ausencia de la desigualdad en el IDH. Al margen de lo fácil o difícil que sea obtener datos fiables y comparables, ¿estamos seguros de que menos desigualdad es mejor en cualquier circunstancia? Si no, ¿dónde está el nivel óptimo de desigualdad?

  • En realidad no defiendo ninguna de las dos. Me limito a constatar que ni siquiera podemos decir, objectivamente, que más o menos es mejor. Esta ausencia de monotonía complica notablemente la inclusión de la desigualdad en cualquier índice y sólo refleja, desde mi punto de vista, la imposibilidad metafísica de construir un índice de social welfare.

    El paper de Myerson lo que viene a decir es que a poco que impongas un par de condiciones de regularidad una regla de elección social tiene que ser utilitarianista o igualitarista, y ambas son absurdas: Thou shall not make interpersonal comparisons of utility.

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