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Incentivos en el sector público

El elevado deficit fiscal que padece España pone de manifiesto la necesidad de mejorar la eficiencia del sector público. Una potencial fuente de mejoras podría ser la introducción de incentivos vinculados a la productividad. Estos incentivos han sido ensayados en el pasado en diversos ámbitos de la administración pública con resultados desiguales. A continuación analizamos algunas de estas experiencias y discutimos los principales retos a los que se enfrenta la administración pública.

El principal problema al que se enfrenta cualquier sistema de incentivos es la medida de la productividad. Esta tarea, de por sí difícil en cualquier ámbito, resulta particularmente complicada en el sector público. Un caso especialmente complejo es el del sector judicial. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) mide la productividad de los jueces con arreglo a los llamados módulos de dedicación. Este sistema asigna una serie de horas a las actividades realizadas por cada juez. Por ejemplo, en un juzgado de instrucción un juicio de faltas con sentencia equivale a un hora y cuarenta y cinco minutos de trabajo, mientras que una sentencia en un juicio rápido por delito con conformidad supondrían dos horas. Desde el año 2004, aquellos jueces que superan en un 20 por ciento el objetivo de producción correspondiente a su destino obtiene un complemento salarial equivalente a un 5% de su salario. Desde una perspectiva puramente cuantitativa, la introducción de este sistema de incentivos ha conseguido aparentemente aumentar la producción judicial, medida en módulos, en cerca de un 7% (Bagues y Esteve-Volart 2010). Sin embargo, en ámbitos jurídicos se ha argumentado en numerosas ocasiones que la introducción de incentivos basados en una medida cuantitativa podría haber tenido efectos perversos. La falta de información adecuada acerca de la calidad de las sentencias impide evaluar adecuadamente la relevancia de estas críticas pero numerosos casos sugieren que, en ocasiones, ha sido posible para los jueces aumentar de una manera ficticia su productividad a costa de un deterioro de la calidad (e.g. Domènech Pascual 2008). Por otro lado, más allá de los problemas inherentes a la medida de la calidad, otro posible riesgo es la posible manipulación de las medidas. Es ilustrativo el caso de las escuelas públicas de Chicago. Tras la introducción de un sistema de incentivos que vinculaba el salario de los profesores con los resultados obtenidos por sus alumnos en exámenes estandarizados, algunos profesores reaccionaron “chivando” las respuestas a sus alumnos (Jacob y Levitt 2003).

Un segundo problema que debe afrontar un sistema de incentivos es su capacidad de actualización. En general, todos los sistemas de medida de la productividad son inicialmente susceptibles de mejoras. Es difícil anticipar las diversas maneras en las que se podrá manipular el sistema. Por ejemplo, cuando hace unos años el Reino Unido comenzó a evaluar la calidad investigadora de sus universidades a través del Research Assessment Exercise, se valoraba el número de artículos publicados donde figurase la afiliación de la universidad en cuestión. A raíz de esto, diversas universidades británicas contrataron a profesores de prestigio establecidos en el extranjero. En muchas ocasiones el contrato exigía que el profesor incluyese el nombre de la universidad inglesa en sus publicaciones pero permitía que el autor siguiera residiendo en su país de origen. Este defecto del sistema fue detectado por los reguladores y, en convocatorias sucesivas, únicamente se consideraron las publicaciones de profesores residentes en el Reino Unido. Uno de los mayores problemas a los que se enfrentan los sistemas de incentivos establecidos en el sector público español es precisamente su rigidez. Por ejemplo, el sistema de medida de la productividad judicial de los jueces españoles no ha sufrido ningún cambio desde su introducción en 2003. Esta falta de agilidad del regulador puede generar efectos muy perversos, dado que permite que los agentes perfeccionen los modos de manipular el sistema.

En tercer lugar, se ha señalado en numerosas ocasiones que los sistemas de incentivos explícitos pueden dañar los incentivos intrínsecos de los agentes. Por ejemplo, el número de donantes de sangre podría disminuir al introducirse una pequeña remuneración monetaria (Mellström y Johannesson 2008). De manera similar, Gneezy and Rustichini 2000 observan que el retraso con que acuden los padres a recoger a sus hijos a la guardería paradójicamente aumenta si se establece una ligera penalización monetaria. Esta idea también es consistente con la evidencia observada en el caso de los jueces, donde tras la introducción del sistema de incentivos la producción media aumenta pero el número de jueces “hiperproductivos” se reduce en cerca del 25% (Bagues y Esteve-Volart 2010). Algunos autores han sugerido que cuando los incentivos intrínsecos son importantes podría ser conveniente combinar la remuneración monetaria con premios no monetarios. Por ejemplo, un reciente experimento de campo realizado por Nava Ashraf, Oriana Bandiera y Kelsey Jack muestra que los agentes de una ONG son más productivos cuando reciben una recompensa no monetaria en lugar de un bonus monetario.

En cuarto lugar, a menudo existe una fuerte presión para que el sistema premie a todos por igual. Por ejemplo, en 2011 la Consejería de Educación del Principado de Asturias aplicó un plan de evaluación del profesorado con el acuerdo de los principales sindicatos del ámbito educativo. El proyecto, que permitía “medir objetivamente la actividad profesional del personal docente”, acabó premiando a 8086 profesores de un total de 8088 profesores evaluados (La Nueva España, 1 de Julio de 2011). El sistema de retribución variable de los jueces tampoco consiguió escapar totalmente a este tipo de presiones. En el año 2007 el CGPJ acordó con las principales asociaciones de jueces introducir un complemento adicional del 3% para aquellos jueces cuya producción se situaba entre el 100% y el 120% del objetivo. De esta manera se extendía el cobro del complemento a más del 60% de los jueces. En otras ocasiones el origen de la distorsión se debe a que aquellos que diseñan el sistema han de ser a su vez evaluados utilizando esa misma métrica que proponen. Por ejemplo, esto podría potencialmente ocurrir en el caso de algunos centros de investigación y departamentos universitarios, quienes elaboran sus propios rankings de revistas académicas para poder medir la productividad de sus miembros.

En definitiva, a pesar de los diversos estudios realizados en las últimas décadas (e.g. Dixit 2002), la provisión de incentivos en el ámbito del sector público continúa siendo un desafío. Más allá de los principios generales que habitualmente determinan el éxito de un sistema de incentivos (accountability, observabilidad de la productividad, capacidad de adaptación del sistema, transparencia,…), la adopción de este tipo de sistemas en el ámbito público depende en última instancia de la voluntad tanto de reguladores como de empleados públicos. La dramática encrucijada en la que se encuentra actualmente la sociedad española constituye una ocasión única para que las distintas partes implicadas se comprometan con la implantación de un sistema de incentivos eficaz.