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¿Por qué España siempre se reforma tarde, mal y nunca?

En 1959, Franco aceptó abandonar la autarquía porque no quedaba dinero en la caja; pero, apenas salió del atolladero, empezó a gastar en el sucedáneo de autarquía que eran los planes de desarrollo. Por un motivo similar, Zapatero ha iniciado algunas reformas en las que tampoco cree. Como Franco, hace lo mínimo, tarde y mal; o nunca, pues reformas imprescindibles están quedando sin hacer. A veces, parece convencido de que ha pasado la tormenta; y cuando tenga sucesor, el conflicto entre ambos puede frenar las reformas.

Más que quejarnos de que no se adopten medidas sobre las que existe un notable grado de consenso, debemos preguntarnos por qué no se adoptan. Caben al menos dos hipótesis, según las cuales la causa de nuestra parsimonia se situaría en los valores o en las instituciones. La similitud con 1959 es inquietante, pues se suponía que habíamos cambiado valores e instituciones. Sospecho que algo esencial ha permanecido constante: aparte de cierto cortoplacismo a lo Sancho Panza, nuestro sentido ciudadano, nuestro interés en controlar la cosa pública, y en particular, el gasto público, sigue siendo escaso.

Sospecho también que esta actitud tiene mucho que ver con factores históricos; sobre todo, con la ausencia de una reforma protestante que hubiera independizado al individuo, exigiéndole un mayor grado de responsabilidad y control mutuo. Si bien no podemos cambiar los individuos ni sus preferencias, sí podemos adaptar las instituciones. Debemos compensar el desinterés del ciudadano reduciendo los costes de entender los asuntos públicos. No se trata de educar, sino de hacer transparente; no se trata de razonar intelectualmente, sino de encauzar emociones de modo que le sea más fácil percibir lo público.

Si estoy en lo cierto, para que el votante español deje de escurrir el bulto en la acción política, ha de sufrir emocionalmente los dislates públicos. Es preciso que se enfade, como se enfada cuando sospecha un fraude en su comunidad de vecinos. En este caso, su comprensión del fenómeno y el consiguiente enfado es inmediato: se siente dueño de los recursos robados y es consciente de haberlos pagado. Su emoción le lleva a actuar y ayuda así a resolver el problema de acción colectiva.

Sería fácil lograr algo parecido en la esfera pública. Empecemos por modificar la falaz distinción entre seguridad social a cargo de la empresa y del trabajador. Denominémosla por lo que realmente es: un “impuesto sobre el trabajo”, y dictemos por ley que conste íntegra en todas las nóminas y declaraciones de la renta. No sólo eso: hagamos que los salarios se abonen en las cuentas bancarias por su importe bruto, deduciendo a continuación, pero en apuntes separados, los pagos a la seguridad social y las retenciones por IRPF. Obliguemos también a que las tiendas exhiban los precios sin IVA. Sólo unas pocas lo hacen y a muchos clientes no les gusta. Por eso hace falta una norma imperativa, para que todos contribuyamos al bien público siendo ciudadanos más conscientes y mejor informados. Fijemos, incluso, las escalas del IRPF de modo que a la mayoría de los contribuyentes nos salga una declaración positiva, como sucedía en los primeros años de la democracia. A muchos votantes les informaba más pagar 100 euros de cuota diferencial que padecer, sin saberlo, unas retenciones anuales de 10.000.

El coste de la transparencia fiscal es bajo comparado con el copago sanitario, cuya administración gastará buena parte de los ahorros que genere. Por no hablar de la entrega de “facturas sombra” a los usuarios, facturas que vienen a crear otra burocracia inútil y a reducir la transparencia. Hacen así honor a su nombre, ya que, al destacar el valor de los servicios públicos, esconden cuánto hemos pagado por ellos. Al contrario que el autobombo de las facturas sombra y la mal llamada publicidad institucional, la transparencia fiscal sometería las decisiones públicas a un escrutinio más intenso. Por eso no ha sido del gusto de nuestros políticos, quienes han preferido alimentar el oscurantismo y la ilusión del maná público, cuando no la mentira de que los impuestos los pagan los ricos. Pero la situación ha empezado a cambiar con la crisis. Sin que el votante conozca el origen de los ingresos públicos, ¿cómo va a apoyar las reformas que el país necesita?