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Viento del Este, viento del Oeste

En mis años adolescentes encontré una forma de pasar las largas y a veces aburridas tardes de verano, cuando terminaba la retransmisión del Tour de Francia, leyendo una colección de obras completas que editaba Plaza y Janes en un formato que muchos de mi edad recordarán en tapa de piel y hojas finas como de misal. Así fui dando cuenta sucesivamente de novelas como Sinuhe, el Egipcio, mucho W. Somerset Maugham y repetidamente el gran Jeeves de P.G. Wodehouse -que afortunadamente no me ha abandonado desde entonces. En algún momento cayó en mis manos una famosa novela de Pearl S. Buck cuyo título he tomado prestado para el post, que no sé si era de lo más entretenido para un quinceañero pero que según lo poco que recuerdo de ella trataba de como ciertos rasgos de la cultura occidental acababan abriéndose paso en los usos de la sociedad china tradicional. El libro me ha venido a la memoria al reflexionar sobre los efectos del proceso que Danny Quah cuantifica en su artículo The Global Economy’s Shifting Centre of Gravity y que tiene que ver con otro tipo de encuentro, en este caso no cultural -o no sólo- sino de poder económico entre Asia y Occidente.

El artículo, que ha sido bastante comentado en distintos medios internacionales, no nos dice nada muy nuevo pero cuantifica de una forma original y rigurosa el desplazamiento geográfico de la actividad económica en el mundo en los últimos años. En él se localiza, bajo una serie de supuestos, el centro de gravedad económico del planeta teniendo en cuenta las coordenadas de más de 600 concentraciones urbanas y promedios nacionales con sus respectivos niveles de renta. El principal resultado es que dicho centro de gravedad que se encontraba en 1980 en medio del Océano Atlántico se ha desplazado veinticinco años después casi 5000 kilómetros hacia el Este, para situarse prácticamente a la altura de Estambul, y esto no como resultado de la pujanza económica de Europa sino de China y la India.

Hay además otros resultados llamativos. Por una parte este impresionante movimiento hacia el Este no ha venido acompañado de un cambio significativo en la latitud, de manera que el peso relativo del Sur respecto al Norte se ha mantenido bastante estable. Y esto a pesar de que en el Hemisferio Sur se sitúan no sólo algunos de los países más pobres del planeta sino también otras economías muy desarrolladas, algunas emergentes y países exportadores de petróleo. En segundo lugar destaca el hecho de que la extrapolación del crecimiento de las distintas unidades económicas consideradas en el estudio apunta a que el centro de gravedad puede haberse desplazado en 2050 otros 4500 kilómetros, hasta situarse en algún lugar entre China y la India. Y, por último, la ubicación del centro de gravedad económico en 2050 prácticamente coincidiría con el demográfico -lo que no sucede hoy día- y vendría a confirmar un movimiento muy importante de convergencia en renta per cápita como predice el modelo neoclásico de crecimiento.

Los efectos económicos de este desplazamiento serán de primera magnitud, y no están mereciendo la suficiente atención en las discusiones económicas en una Europa preocupada por cómo superar los próximos meses. Sin embargo este proceso no es una mera tendencia más de largo plazo, sino que el centro de gravedad económico del planeta nos ha pasado literalmente por encima a una velocidad vertiginosa, atravesando la Península Ibérica en apenas cinco años y rebasando el ámbito geográfico de la Unión Europea en aproximadamente trece. Obviamente cualquier extrapolación al futuro es discutible y hay muchos factores que pueden contribuir a retardar o incluso a alterar sustancialmente el panorama que dibuja el artículo de Quah para los próximos años. Pero si se materializa esta evolución, la contribución creciente de los países asiáticos al crecimiento mundial tendrá sin duda un impacto positivo sobre la economía global y puede además alterar algunas de las características principales del modelo económico que hemos conocido en las últimas décadas, en particular en lo relativo a los patrones de comercio, la gran moderación y los desequilibrios globales.

Por una parte el incremento de renta en los grandes países emergentes acabará sin duda reflejándose en un la demanda interna y en una dificultad creciente para mantener la moneda artificialmente depreciada. Esto que puede tener efectos positivos para las exportaciones de los demás países del mundo es una razón más para apostar por la competitividad de las economías nacionales en Europa. La excesiva preocupación que mostramos sobre los déficits y superávits comerciales entre los países de la Unión Europea nos hace olvidar con frecuencia que Europa misma es una región deficitaria y que el reequilibrio interno no puede basarse en un juego de suma cero en el que Alemania, Holanda etc, reduzcan sus exportaciones netas para que las aumentemos los demás. Todos los países tenemos el reto de mejorar nuestra competitividad –unos más que otros lógicamente- para aprovechar los nuevos mercados mundiales. Esta recomposición del comercio, si es adecuadamente aprovechada por los países hoy deficitarios, puede ayudar a corregir de forma natural los desequilibrios globales que son una fuente permanente de inestabilidad. Además, las nuevas oportunidades de inversión doméstica en los países emergentes suplirá en parte la escasez de activos seguros que Ricardo Caballero ha señalado como la causa última de estos desequilibrios globales.

Sin embargo el crecimiento basado en la demanda interna de los grandes emergentes puede acabar también con la época de inflación contenida y tipos de interés reales históricamente bajos que ha acompañado a la llamada gran moderación. Durante los últimos veinte años la abundancia de ahorro en el mundo ha sido fundamentalmente impulsada por el envejecimiento de la población y la represión del consumo y la inversión doméstica en algunos países emergentes. El crecimiento de su demanda interna dará lugar a una mayor necesidad de fondos en estos países con el previsible incremento del tipo de interés real internacional. Además la presión a la baja sobre los precios de las manufacturas que ha traído consigo la globalización puede desaparecer con el recalentamiento de los mercados laborales domésticos de estos países y de los mercados de materias primas, fenómenos ambos que ya se están manifestando. El aumento del tipo de interés real hasta valores más acordes con su promedio histórico y la mayor presión y variabilidad de la inflación tendrán su reflejo en la política monetaria en todo el mundo con lo que previsiblemente deberemos acostumbrarnos a mayores tipos de interés de los que hemos tenido en el pasado. Los bancos centrales de los países occidentales pueden volver a encontrarse con menos margen de maniobra y mayores riesgos de shocks de oferta y de costes, que se habían mitigado mucho desde los años de la estanflación.

Por último está por ver la capacidad de las autoridades económicas de los nuevos países centrales para gestionar la estabilización macroeconómica -en un contexto de menor control estatal que el presente- y evitar ciclos muy pronunciados que se conviertan en factores de riesgo sistémico. La generación de burbujas y de crisis financieras -que fueron típicas de los emergentes de los noventa y de algunos países desarrollados en el siglo XXI -en países que abarcan a casi un tercio de la población mundial pueden tener un efecto global de proporciones incalculables.

En definitiva, el desplazamiento del centro de gravedad económico del planeta no es sólo una cuestión de geografía económica sino que puede tener profundas implicaciones para el crecimiento y la estabilidad de la economía global. La demanda interna de los emergentes puede proporcionar un impulso significativo y duradero a la demanda mundial, contribuyendo a reequilibrar el crecimiento en el mundo, reduciendo las disparidades de cuenta corriente y favoreciendo la recuperación del tipo de interés real a un nivel suficiente para estimular el ahorro en los países desarrollados. Sin embargo una eventual corrección del atípico proceso de globalización de las últimas décadas, en el que por primera vez el capital ha fluido en grandes cantidades desde los países emergentes a los desarrollados, puede dar lugar a un patrón de crecimiento más convencional que también acabe con la moderación de las fluctuaciones de la que hemos disfrutado. Los efectos positivos pueden tener su contrapartida en la aparición de nuevas fuentes de inestabilidad con una mayor inflación y riesgos de ciclos pronunciados en los nuevos países sistémicos. Se ha argumentado con frecuencia -y en mi opinión con bastante razón- que la gran moderación y los desequilibrios globales han sido dos manifestaciones inseparables del proceso de globalización que ha tenido lugar en las últimas décadas. Es posible que el desplazamiento económico hacia el Este acabe con –o modere- ambos fenómenos, con unas implicaciones de política económica que conviene empezar a tener en cuenta.