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Una nueva lectura de Adam Smith

De Carlos Martínez Gorriarán

Adam Smith es considerado el padre del pensamiento económico moderno, pero su pensamiento aún es más interesante. Hace poco me vi envuelto en Twitter en un ácido intercambio sobre política y economía donde algunos sedicentes liberales invocaron el nombre de Adam Smith en vano. Respondí con un hilo de Twitter sobre el gran pensador escocés que amplío en este post. Schumpeter objetó que su obra económica incluía pocas ideas originales e incluso que estaba más atrasada que las de algunos antecesores, pero también que Smith escribió la síntesis que la época necesitaba. Creo necesaria una lectura más amplia que la puramente económica para entender por qué fue uno de los filósofos más originales y profundos de la Ilustración y, sobre todo, por qué sus ideas seminales siguen vivas, capaces de suscitar controversias iluminadoras.

Adam Smith inició la investigación que iba a producir su obra económica clásica por un punto un tanto sorprendente: la filosofía moral. Su Teoría de los sentimientos morales, publicada en 1759, fundamenta el hoy mucho más famoso La riqueza de las naciones, de 1776, obra que tuvo enseguida un gran impacto en Europa, con numerosas traducciones a las principales lenguas nacionales; la primera española, de un resumen parcial de Condorcet, data de 1792.

El brillo de las ideas de Smith sobre el origen de la riqueza, con el papel motor de la división del trabajo en la célebre fábrica de alfileres, el mercado y su famosa “mano invisible”, los tipos de valor de cambio y de uso, el rechazo del colonialismo y de la concepción mercantilista del comercio como un juego de suma cero, etc., explican el relativo eclipse posterior de su filosofía moral, nacida del prolongado debate con su amigo David Hume, como explica Rasmussen en un interesante libro. Pero la economía liberal de Adam Smith no se comprende adecuadamente sin entender su visión previa de la naturaleza moral, actualizada hoy por las ciencias cognitivas.

Las ciencias cognitivas forman un archipiélago que incluye neurociencia, psicología evolutiva, filosofía de la mente y otras disciplinas. Han dado la vuelta a la concepción intelectual y dualista de la naturaleza humana dominante desde Platón y reelaborada por los racionalistas e idealistas modernos, como Descartes, Spinoza, Kant y Hegel. Muy brevemente, esa concepción sostiene que los seres humanos somos un compuesto de cuerpo y alma racional (o espíritu, conciencia, mente o como queramos llamarlo); la razón debe controlar y someter las pasiones, instintos y necesidades corporales irracionales causantes de todo tipo de problemas, pues la razón es la principal fuente del conocimiento.

El modo cognitivo de comprendernos es bastante diferente: no somos tanto seres racionales afectados por pasiones e instintos irracionales que debemos domar, como seres emocionales dotados de razón: las ideas forman el final de una cadena iniciada por las sensaciones y seguida por emociones y sentimientos, sin las cuales no hay conocimiento ninguno. Lo explica muy bien en esta entrevista el neurocientífico Antonio Damasio. Así pues no somos seres duales, sino unitarios y (más o menos) coherentes: no hay frontera entre mente y cuerpo, ni entre las emociones y sentimientos y la razón. Hay un continuum, aunque (por motivos que no puedo explicar aquí) nos imaginemos (más o menos) como mentes o conciencias alojadas en cuerpos.

No hay economía sin naturaleza moral

Tal continuidad implica no sólo que el pensamiento racional está inevitablemente fundado en sentimientos y emociones, sino que todas las acciones típicamente humanas tienen continuidad y coherencia. Por ejemplo, la moral y la economía, como propuso y sostuvo Adam Smith. Podría decirse que somos seres económicos porque somos seres morales o sociales. Un punto de vista revolucionario contra dos mil años de tradiciones filosóficas y religiosas partidarias de que la economía es algo inmoral o amoral, como siguen pensando no sólo los altermundistas e izquierdistas, sino algunos que se consideran herederos de Adam Smith y creen, equivocadamente, que debemos separar la economía de los asuntos morales en su más amplio sentido ilustrado (que incluye el bienestar psicológico y político).

El acertado punto de vista de Adam Smith sostiene en cambio que la comprensión de la economía exige la correcta comprensión de la naturaleza moral. La razón es que la actividad económica se basa en los mismos principios instintivos, naturales, que la conducta ética y social.

Smith llegó a la conclusión de que el motor principal de la moralidad es lo que llamó “simpatía”, equivalente a la empatía actual. Y acertaba de pleno: hoy sabemos que el altruismo, la compasión y la cooperación, pero también la competencia, la rivalidad y la agresión, derivan de la empatía, firmemente anclada en nuestro equipamiento neurológico innato (como explica este artículo). Impresiona que Adam Smith, basándose únicamente en la observación y la reflexión, llegara a la conclusión, nada obvia, de que su simpatía fundamenta la conducta  moral y social, y también la actividad económica. Así, la división del trabajo, motor de la economía, es “consecuencia necesaria” de la dependencia social, con “la propensión a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra”, y “consecuencia necesaria de las facultades de la razón y el lenguaje” (La Riqueza de las naciones, I, 2).

El caso es que Jean Jacques Rousseau, con su teoría de la maldad de la sociedad y de la cultura (y de la economía), enemigas de la bondad humana natural, teoría equivocada y peligrosa, influyó mucho más que Adam Smith en la corriente principal de las ciencias sociales y de la filosofía. De un modo bastante contradictorio Smith se convirtió en el lúgubre profeta de algo llamado “el capitalismo”, y Rousseau de las utopías encantadoras más o menos socialistas. El divorcio rousseauniano entre moralidad y economía estuvo en la raíz de esta inversión del sentido de las ideas del escocés que encontramos, por ejemplo, en Karl Marx.

Procesos creativos: la economía como sistema emergente

Contra lo que defendía Rousseau, la producción y el comercio de bienes no son vicios artificiales derivados de la maldad social. Al contrario, el enriquecimiento material forma parte del enriquecimiento moral y cultural; todo constituye el mismo proceso.

La genialidad de Smith brilla especialmente al enfocar el mercado no como una institución, sino como un proceso. El mercado se mueve por la acción de una “mano invisible”, metáfora del hecho de que el mercado no surge de una decisión centralizada aunque esté regulado por leyes y normas, sino de la interacción espontánea de multitud de acciones particulares de intercambio y producción, oferta y demanda de bienes.

La economía es, como muchos fenómenos naturales y sociales, un sistema emergente –este libro de Steven Johnson explica la idea- y creativo. También implica que su evolución es difícil de prever e imposible de planificar por una autoridad central determinada, razón de que el librecambismo sea superior al proteccionismo, la libertad mejor que el imperialismo colonial, y la igualdad de oportunidades mucho más valiosa que los oligopolios. Si un gobierno o un oligopolio limitan en exceso la creativa espontaneidad de la actividad económica, lo único que consiguen es reducir la economía y perjudicar a la sociedad. Esta es, por cierto, la explicación teorética del fracaso inevitable de los experimentos socialistas –el último y catastrófico, el de Venezuela- que pretenden sustituir la espontaneidad por la planificación autoritaria y los fenómenos emergentes por el determinismo.

La estrecha relación entre moral y economía que descubre Adam Smith va aún más lejos. La importancia capital de la división del trabajo exige comprender los posibles efectos perversos que puede tener en la calidad de vida del trabajador industrial. El trabajo fraccionado en operaciones mecánicas y repetitivas es, en efecto, rentable pero alienante. Diríamos que es un gran negocio para la industria pero una mala inversión en términos morales: ninguna sociedad se beneficia de que los trabajadores manuales padezcan una existencia frustrante y embrutecida, como comenzaba a ser evidente en la Gran Bretaña del inicio de la revolución industrial, con su corolario de miseria, analfabetismo, alcoholismo, epidemias y otras lacras. Una sociedad desmoralizada es una sociedad económicamente atrasada.

Por eso el Estado debe facilitar la libertad económica y la expansión de los mercados, del comercio y la industria, pero también, sostiene Smith, y como parte del proceso de enriquecimiento de las naciones, debe facilitar la extensión de la educación, la igualdad de oportunidades y el cuidado moral de la calidad de vida de las personas, para rectificar los inconvenientes sociales de la actividad económica libre. Como puede verse, el considerado padre del liberalismo económico lo fue también del estado de bienestar más bien atribuido a la socialdemocracia. Adam Smith no sólo quedó fascinado por cierto taller industrial de alfileres, también profundizó como pocos en las consecuencias económicas de la naturaleza innata de los seres humanos, con su doble necesidad complementaria de libertad de acción y de protección social, derivada de la continuidad entre emociones, sentimientos y racionalidad. Hoy el mundo es muy diferente al de 1776, pero afrontamos nuevos desafíos –de las migraciones huyendo de la pobreza a la desaparición de los empleos tradicionales- a los que una lectura creativa de Adam Smith tiene aún mucho que ofrecer.