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Los desequilibrios globales (II) y el ajuste de la economía española

En un post anterior planteaba algunos aspectos generales relativos a los desequilibrios globales –aunque para ser más precisos habría que denominarlos desajustes o asimetrías. En las últimas semanas esta cuestión, que va a estar entre nosotros por largo tiempo condicionando la salida de la recesión y el patrón de crecimiento futuro en el planeta, ha vuelto a estar de actualidad por diversas razones –basta leer el Financial Times cualquiera de estos días para comprobarlo. Ejemplos sobran: las temidas guerras de tipos de cambio, el abandono de la coordinación en política monetaria y fiscal entre las principales economías y, dentro de la Unión Económica y Monetaria, los nuevos episodios de crisis de deuda y los avisos de nuevas medidas para prevenir la aparición de desequilibrios de cuenta corriente entre los países del área en el futuro. Por ello me parece un buen momento para volver sobre el tema discutiendo las causas de estos desequilibrios y como se relacionan con la evolución de la crisis y con las respuestas de política económica que estamos observando.

Se ha discutido mucho sobre el papel de estos desequilibrios con anterioridad a 2008, pero la cuestión de interés más práctico hoy día es si su evolución actual y su previsible recuperación a medio plazo pueden dificultar la salida de la recesión e incluso provocar una recaída. Todo parece indicar que la posición financiera neta con el exterior tiene algo que ver con la vulnerabilidad frente a la crisis, como demuestra el hecho de que los países con mayores superávit comerciales estén recuperándose más rápidamente que los demás.

El desarrollo de estas asimetrías en las posiciones exteriores netas puede entenderse desde dos visiones alternativas, que difieren en la identificación de sus causas últimas, en los riesgos a que someten a los países endeudados y en los mecanismos de ajuste para su solución. Por una parte están quienes consideran que las enormes disparidades de cuenta corriente en el mundo son un fenómeno de desequilibrio, causado por un exceso de gasto en los países deudores que les lleva a un empeoramiento continuado de su déficit comercial; estos déficits son únicamente sostenibles si se compensan con expectativas de superávits significativos en el futuro. Cuando surgen dudas sobre esta sostenibilidad se pone en marcha un proceso de devaluación real y nominal, que puede ser paulatino, en condiciones normales, o más abrupto si resulta de una crisis del tipo sudden stop –para una discusión más detallada de este y otros aspectos de los desequilibrios globales puede verse el magnífico trabajo que Luis Servén (World Bank) presentó en el reciente Simposio de Moneda y Crédito y la posterior discusión por parte de Roland Straub (European Central Bank).

Para los partidarios del enfoque de equilibrio las posiciones exteriores netas tan extremas son el resultado del rápido crecimiento de países con una estrategia basada en la exportación, acompañada de la acumulación de reservas en dólares y de la inversión en ciertos tipos de activos en cuya producción se especializan los países más endeudados. Esta situación puede mantenerse indefinidamente mientras perduren las asimetrías en la demanda y oferta de ciertos tipos de activos. Las diferentes posiciones de déficit y superávit tienen su causa última no tanto en las asimetrías en el funcionamiento de los mercados de bienes y trabajo como en los mercados financieros: unos países proporcionan a los otros activos atractivos –deuda pública o vivienda por su uso como colateral- en los que depositar su ahorro.

Es evidente que la devaluación es un mecanismo de ajuste que afecta al tamaño de estos desequilibrios tanto si una economía deja de recibir flujos de capital porque los inversores extranjeros dejan de confiar en sus posibilidades de crecimiento, como si lo hace porque cambian las preferencias de aquellos por los activos domésticos. La obligación de reequilibrar el ahorro y la inversión domesticas requiere alguna forma de devaluación. Sin embargo el ajuste macroeconómico necesario puede ser muy diferente según el origen de los desequilibrios, y estas diferencias son relevantes en la situación actual.

Según el enfoque de desequilibrio cuando el déficit exterior es inconsistente con las expectativas de superávits futuros el mecanismo de precios empieza a actuar y el exceso de demanda de productos del exterior se corrige tarde o temprano, según la rapidez de respuesta de los mercados. De este modo, dadas unas elasticidades de demanda de exportaciones e importaciones razonables, el mismo fenómeno de apreciación que llevo al déficit se revierte y permite eliminarlo sin cambios estructurales muy profundos. Si, por el contrario, la afluencia de capital y el déficit comercial tienen como causa fundamental el deliberado intento de los ahorradores internacionales por acumular activos domésticos esta acumulación puede continuar, sin que sea necesario un ajuste del tipo de cambio real, mientras se mantenga la demanda de dichos activos, lo cual a su vez depende fundamentalmente del crecimiento de las economías exportadoras. De hecho la disponibilidad de flujos de ahorro hace que aumente la demanda y que se acometan inversiones menos productivas lo que genera –vía demanda y vía oferta- una presión sobre los precios que erosiona la competitividad. Esta sostenibilidad, sin embargo, no reduce la vulnerabilidad a la economía a shocks que afecten a su capacidad de generar activos atractivos.

Esta explicación es útil para analizar la relación entre China y Estados Unidos, pero lo es también para entender la situación de algunos países dentro de la UEM y, en particular, las razones por las cuales el mecanismo de ajuste vía precios no ha funcionado como hubiéramos esperado hace unos años. En las fases iniciales de la unión muchos pensábamos que la convergencia estructural entre los países miembros haría que las posiciones exteriores netas no alcanzasen niveles muy elevados y que la integración financiera las haría poco relevantes. Es cierto que la moneda única y las rigideces de los mercados han contribuido a mantener déficits por cuenta corriente muy persistentes, pero estas explicaciones parecen insuficientes. Estados Unidos y otros países de la ‘anglosfera’ disponen de su propia moneda y de unos mercados mucho más flexibles, a pesar de lo cual su déficit exterior no se ha eliminado de una forma natural. La explicación de porqué los enormes volúmenes de deuda externa en países de la UEM no se han corregido ni han supuesto un problema grave hasta el estallido de la crisis, tiene que ver con la demanda de activos que sólo algunos países estaban en condiciones de proporcionar de forma masiva, por ejemplo la vivienda.

Sin embargo esa similitud entre las causas de los desequilibrios globales y los observados dentro de la UEM no asegura que su evolución en la salida de la crisis vaya a ser similar. En particular la crisis de deuda o el ajuste drástico del tipo de cambio que algunos -como el Fondo Monetario Internacional, y la mayoría de nosotros con él- temían para Estados Unidos parecen poco probables mientras este país mantenga la posición de ventaja en la producción de activos seguros y de moneda de reserva. Una corrección del tipo de cambio de dólar viene bien para impulsar la demanda interna y externa –y tiene efectos positivos adicionales al erosionar el valor de su deuda neta- pero el flujo de capitales no peligra e incluso se ha recuperado desde 2009. Las crisis de deuda, por el contrario, están teniendo lugar en economías que parecían más protegidas por pertenecer a una unión monetaria, pero que han perdido el factor determinante de atracción de ahorro exterior.

Un ejemplo de esta situación –aunque evidentemente no el único- es la economía española. Si descontamos el crecimiento directo del -o inducido por- el sector inmobiliario, la economía española es una economía de crecimiento moderado que cuenta con algunos sectores competitivos de empresas grandes que no se diferencian de sus competidoras internacionales como señalaban Pol Antrás y Tano Santos en sus posts recientes. Esta parte de la economía está embarcada en un proceso de catching-up con el resto de Europa que ofrece unas expectativas de crecimiento y unas tasas de retorno que seguramente justifican un déficit exterior bastante persistente pero sostenible, que se irá eliminado conforme la convergencia se complete. Sin embargo, como es sabido, el comportamiento del sector inmobiliario ha sido muy diferente. Mientras que la construcción suponía en 1994 el 8% del PIB (8,7% del empleo) en España, frente al 6,1% (7,2%) en la Unión Europea y el 7,1% (8,4%) en Alemania, estas cifras han divergido sustancialmente hasta situarse en el 9,2% (11,7%), 4,6% (6,5%) y 3,8% (5,4%) respectivamente en 2008. Y no está claro que el elevado rendimiento financiero haya sido el principal determinante de la atracción de capitales intermediados por el sector bancario ya que, entre otras cosas, la competencia bancaria ha contribuido a reducir los márgenes en el mercado hipotecario en Europa -van Leuvensteijn et al., 2008- y probablemente más en España. En este sentido la burbuja inmobiliaria fue en buena medida alimentada por la presión de unos fondos provenientes del exterior en busca de un activo razonablemente seguro y un poco más rentable que otros, como los bonos americanos o la deuda pública, con precios sometidos a mucha presión por la intensa demanda de muchos inversores institucionales.

Debido a esta dualidad, nuestra posición era razonablemente sostenible pero extraordinariamente vulnerable. Sostenible como lo demuestra el hecho de que a pesar del creciente déficit exterior nuestra competitividad continuaba empeorando sin mostrar signos decididos de ajuste. Es posible que la rigidez de los mercados explique en parte esta falta de reacción, pero al mismo tiempo las primas soberanas eran prácticamente cero por lo que esta situación no se percibía como insostenible por los mercados. Pero el volumen de deuda acumulado hacía nuestra posición extraordinariamente vulnerable ante shocks sistémicos. Y en eso llegó la crisis y el resto es historia.

Al contrario de lo que ocurrió en Estados Unidos, la consecuencia inmediata del colapso financiero fue la reducción de las fuentes de financiación primero de muchos bancos españoles, después de algunas de sus empresas y por último del propio gobierno. Mientras que los bonos del tesoro americano reforzaron su papel como activo de refugio ante la incertidumbre el sector inmobiliario, que debido a su gran capacidad de generar activos pignorables con una contrapartida real inmediata había contribuido abastecer de activos a muchos ahorradores europeos, perdió de la noche a la mañana su principal atractivo financiero. Por tanto, mientras es previsible que economías como la de Estados Unidos puedan mantener durante tiempo déficits exteriores significativos, la economía española está abocada a afrontar una reducción drástica y duradera de la financiación exterior

¿Qué estrategias de salida le quedan a nuestra economía en estas condiciones? Es evidente que una solución cooperativa según la cual los países que más ahorran aumenten su demanda interna para compensar un incremento del ahorro de los países más endeudados contribuiría a hacer nuestro ajuste menos costoso. Pero este acuerdo es muy difícil como se está viendo cada día –y para muestra basta la reunión del G20. Una alternativa más probable es que la UEM acabe imponiendo algún tipo de límite a los déficits exteriores y ello obligará a una devaluación real. Pero, si la causa de nuestro déficit es el apuntado en este post, es previsible que una mejora de nuestra competitividad, aún siendo necesaria, difícil y costosa sea claramente insuficiente.

El desplome del sector inmobiliario hace que necesitemos menos fondos del exterior. En principio esto no tendría que afectar negativamente a las empresas de otros sectores que sean suficientemente productivas y capaces de competir en mercados interiores y exteriores, más allá del contagio por riesgo país que está castigando seriamente a muchas ellas. Sin embargo nuestra economía tiene que abordar una transformación más profunda basada en nueva inversión productiva, que permita absorber el empleo expulsado de la construcción, y para ello necesitamos nuevos tipos de empresas más grandes y con una estructura más parecida a la de países más exportadores. Ese cambio exige muchas reformas, pero muy en particular las relativas a la financiación. El sector bancario europeo está inmerso en una reestructuración y no es previsible que la financiación de nuevas industrias y empresas con un rendimiento relativamente incierto sea tan atractiva para ellos como lo fue la vivienda en el pasado. Por ello la nueva inversión requerirá de un incremento sustancial de ahorro doméstico que fluya a cada más través de canales de intermediación financiera poco desarrollados como sociedades de capital riesgo, ‘bussines angels’ o mercados de valores para empresas de tamaño medio, entre otros.

En estas condiciones el diseño de las reformas estructurales en España no debe estar orientado únicamente a abaratar los costes de producción –aunque ese debe ser su efecto más inmediato- sino muy fundamentalmente a impulsar la reasignación de recursos hacia otro tipo de actividades. Esta tarea es urgente, aunque sus efectos no sean inmediatos, y requiere reformas en más ámbitos y de más calado de las realizadas hasta ahora.