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Jean Tirole y el Pequeño Nicolás

Por Diego Martínez López

Existe una publicación relativamente antigua del flamante Premio Nobel de Economía de 2104, Jean Tirole, que ha pasado bastante desapercibida en nuestro país. Me estoy refiriendo a “A theory of collective reputations (with applications to the persistence of corruption and to firm quality)”. Contiene una buena colección de jugosas ideas sobre el impacto que la reputación (colectiva e individual) ejerce sobre la toma de decisiones en distintos ámbitos y a lo largo del tiempo. En esta entrada me concentraré en uno muy particular: la corrupción. Primero esbozaré brevemente los principales rasgos de su modelo teórico. Luego intentaré, salvando las distancias, reinterpretarlo en términos de política-anécdotas nacionales. Finalmente, algunas implicaciones normativas.

La idea fundamental es bastante intuitiva. El historial (en términos de honestidad versus corrupción) de los compañeros de viaje importa a la hora de perpetuar en el tiempo prácticas corruptas. En cierta medida podría decirse aquello de dime con quién andas y te diré quién eres. La cuestión clave es la intensa influencia que la reputación de los miembros de un grupo ejerce sobre todos ellos en su conjunto, y viceversa (todos para uno y uno para todos). Para exponerlo, Tirole utiliza un modelo de principal-agente en la que el primero debe decidir si encarga una tarea u otra a un agente que puede ser honesto, corrupto u oportunista (en este último caso unas veces será lo primero y otras lo segundo, según le interese). Las tareas a encargar implican unos pagos tanto para el principal como el agente según éste desempeñe su trabajo con honestidad o, por el contrario, trate de engañar.

Nuestro principal conoce las proporciones de agentes que son honestos, corruptos u oportunistas pero solo observa de manera imperfecta el historial de cada agente de forma individualizada. El principal elabora entonces una probabilidad de que el agente haya sido corrupto al menos una vez en el pasado pero desconoce el número exacto de engaños. Los agentes se van renovando, desapareciendo en cada periodo una proporción de los mismos que inmediatamente es sustituida por recién llegados. Nunca un agente repite con el mismo principal.

A partir de estas coordenadas iniciales, Tirole describe las condiciones que deben cumplir dos de los posibles equilibrios de estado estacionario del modelo (la idea de equilibrios múltiples en estos temas de corrupción ya apareció antes por ejemplo en Andvig y Moene, 1990 y Acemoglu, 1995). Uno es el llamado estado estacionario con elevada corrupción. Para que éste se materialice se establecen dos condiciones necesarias: que haya un elevado número de oportunistas y corruptos tanto en el pasado como en el presente y que la información a disposición de los principales sea bastante imprecisa. La primera condición está garantizada en la medida en que los corruptos no tienen ningún incentivo a limpiar su historial pues el principal siempre les va a tratar como sospechosos de corrupción (ofreciéndoles malos contratos) y, además, dadas las carencias de información del principal es muy posible que sus esfuerzos para ser distinguido del corrupto sean vanos. La estrategia dominante de los agentes oportunistas es, por tanto, seguir siendo corruptos. Es más, los recién llegados están marcados por una especie de pecado original cometido por sus antepasados y del que resulta muy difícil escapar.

Reinterpretemos ahora los fenómenos de corrupción en España según el modelo de Tirole. Por supuesto, la realidad es lo suficientemente compleja y multidimensional como para no quedar fácilmente acotada en los límites de un modelo tan estilizado. Pero no renuncio a encontrar algunos interesantes puntos en común. Es necesario en primer lugar redefinir a nuestros participantes. El principal estaría encarnado por un votante que debe decidir entregarle o no su confianza electoral a un político (agente) en condiciones de información imperfecta. Se sabe algo sobre la reputación (no muy buena) de la “casta” política en general pero es difícil precisar el historial individualizado de cada candidato. Y ello no porque tengamos una memoria corta de los escándalos de corrupción (aunque a lo mejor es el caso, dada la ratificación electoral de gobiernos con cuestionada honestidad) sino porque, por definición, los casos de corrupción se conocen con certeza cuando se hacen públicos y no antes, aunque se puedan intuir con mayor o menor precisión. Y, además, se refuerza el efecto mala reputación de todos los políticos sin distinciones (ver).

En este contexto encontramos pues una corrupción lo suficientemente generalizada como para tomar en serio una de las predicciones del modelo teórico de Tirole: a mayor corrupción pasada y presente, menores probabilidades de reducirla en el futuro. En estadios más avanzados se pone de manifiesto esa naturaleza capilar de la corrupción, con efectos multiplicativos sobre todas las parcelas de la cosa pública. Casos como el del pequeño Nicolás ilustran claramente esa dependencia (racional, todo hay que decirlo) respecto del pasado de un agente recién llegado que, ante el clima de desconfianza generalizado entre los principales, maximiza sus pagos adoptando comportamiento corruptos, copiando a sus mayores.

¿Cómo escapar de semejante trampa de la corrupción? La aproximación institucional tradicional ejercería efectos positivos a corto plazo según el modelo de Tirole pero no sería suficiente en una perspectiva más a largo. Incrementar la penalización de los corruptos y/o elevar la probabilidad de cazarlos ciertamente tendría un impacto reductor sobre la corrupción contemporánea pero si esos esfuerzos no se mantienen en el tiempo se regresaría al estado estacionario de elevada corrupción. Recuérdese que una de las piezas claves en el modelo de Tirole es la desconfianza generalizada del principal (votante) respecto al agente (político), y el primero tiene que percibir un cambio del segundo sostenido en el tiempo y lo suficientemente prolongado e intenso como para borrar la memoria de la corrupción pasada. Y aquí algo muy directo: ver a los mismos responsables políticos reencarnarse una y otra vez no ayuda.

Decisiones políticas como las amnistías fiscales o los indultos pueden ser fatales en equilibrios con baja corrupción pues destrozan la información recopilada por los principales sobre la distinción clave entre corruptos y honestos, además de desincentivar comportamientos correctos en los oportunistas. En estados estacionarios de elevada corrupción, esas medidas políticas son simplemente irrelevantes pues lo que realmente está en juego (la confianza) brilla por su ausencia y no se va a recuperar precisamente con estas medidas.

En definitiva, el pasado es un reto para la necesaria limpieza pública que requieren nuestras instituciones. No es solo una cuestión de diseño institucional de las mismas sino de recuperar también una reputación perdida. Ello permitiría desactivar comportamientos corruptos que, paradójicamente, encuentran su caldo de cultivo en la lógica desconfianza que previamente han generado. Y acabo con cierta desazón pues esta corrupción que se retroalimenta de forma endógena puede estar reflejando un problema más grave: se inició en su momento y pervivirá en el futuro con cierta facilidad en la medida en que hasta los propios principales (votantes) son condescendientes (si no partícipes en diverso grado) con la corrupción (algunos ejemplos históricos pueden verse aquí).